Jesús Valencia
Internacionalista

Destellos alentadores

Ni la negrura de estas noches largas ni la maciza niebla de estas mañanas invernales  han conseguido ocultarlos; destellos aparecidos aquí o allá que insinúan algo diferente y animan a provocarlo. 

La remota Araucanía mapuche se ha puesto al lado de Francisca Linconao, Machi, injustamente condenada que se ha declarado en huelga de hambre. Los pueblos originarios de Dakota del Norte –supuestamente alienados en las reservas– se alzaron para defender la tierra que consideran sagrada; meses de intimidaciones no consiguieron doblegar  a los hermanos de Leonard Peltier; a mediados de noviembre hicieron prevalecer sus derechos sobre las compañías petroleras. Ocho jóvenes vascos, incriminados por incumplir leyes arbitrarias, acudieron a las puertas de un Juzgado rigurosamente protegido; los encausados, a cara descubierta, se limitaron a denunciar  al sistema que trataba de juzgarlos. Begoña y Mikelon desafiaron en Grecia a la legislación xenófoba de la prepotente UE. Ejercicios valientes de desobediencia civil  que despiertan conciencias  y abren horizontes.

En este reguero de gestos alentadores, es obligado destacar la permanente movilización en defensa de los presos políticos vascos. Acampadas largas en días rigurosos. Concentraciones que alteran el falso encanto de poteos olvidadizos o de insulsas tardes de compras. Marchas que optan, unas veces, por el silencio simbólico y otras por el grito cargado de rebeldía; aunque, en honor a la verdad, el clamor de la rabia se está convirtiendo en la banda sonora de casi todas las movilizaciones. La ejemplar coherencia de quienes, curtidos antes en compromisos más arriesgados, se han constituido ahora en acicate y motor de diferentes iniciativas. Jóvenes audaces, encaramados y amarrados a las verjas que protegen las distintas cuevas  del dragón.  Es el ruido creciente de una torrentera que va engrosando su caudal y su fuerza.

Muchas de estas iniciativas no son originales ni nuevas; podemos colgar de nuestras solapas las medallas de otros tantos catarros ganados en parecidas convocatorias. Esta reiteración tenaz es, precisamente, uno de los detalles más alentadores.  A un pueblo al que no han conseguido desmovilizarlo ni siquiera con el anuncio alarmista de tempestades glaciares, difícilmente conseguirán reducirlo. Junto a las reiteradas costumbres de otros años, no faltan elementos nuevos. Hay un reconocimiento general, tan certero como honesto, de que nos habíamos relajado: «Respecto a quienes siguen en la cárcel, no hemos estado a la altura de las circunstancias». Este tipo de confesiones, formuladas por gente honrada, es muy probable que desemboquen en compromisos  exigentes.

No es difícil intuir que, tras este despertar, se mantiene vivo el recuerdo de gestas pasadas. ¿Como olvidar  la lucha  de un pueblo que, con generosidad admirable, forzó el vaciamiento de las cárceles en 1977? Asistimos a otro nuevo rescate de nuestra memoria histórica: la recuperación del pasado para adecuarlo al  presente y proyectarlo hacia el futuro. Las calles –una vez más– nos convocan como espacio de encuentro y reivindicación; no quieren convertirse en testigos mudos de una normalidad sólo aparente. Seguirán siendo uno de los escenarios donde se visualice y, en buena medida se dirimirá, un conflicto no resuelto.  

El gran protagonista de la inevitable confrontación que nos reclama, ha sido, es y seguirá siendo  el pueblo. Ha llegado a la conclusión de que se le está basureando y ha lanzado un grito que suena a dignidad rebelde: Aski da. Una vez más, ha decidido  constituirse en garante de nuestros derechos, negados tanto en las cárceles como fuera de ellas. Durante estos días he observado con atención el perfil humano de los miles de personas que se movilizaban y he sentido una profunda sensación de orgullo. Se leía en sus ojos la fuerza de quien está convencida de lo que hace y que siente la íntima satisfacción de hacerlo.

En el subsuelo de tanta efervescencia bulle el poder irresistible de la solidaridad. La de  internacionalistas de otras latitudes que defienden a nuestros presos (el reconocimiento que se les hizo lo tienen ganado con creces). Y la nuestra; la de tantas personas a las que –embutidas en abrigos, bufandas, tapabocas y pasamontañas– es difícil reconocer pero que ahí están. ¡Cómo las admiro! Activismo desinteresado y anónimo en defensa de paisanos y paisanas quizá desconocidas pero que necesitan apoyo. Puede que los detalles que he apuntado sean pequeños pero a mí se me antojan importantes. Es una nueva  constatación de que seguimos vivos.

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