Educación digital
Las nuevas tecnologías de la comunicación avanzan imparablemente en la colonización de los espacios privados y comunitarios. Ya no es solo que casi nadie se prive de los últimos ingenios multimedia para el disfrute del ocio, y la optimización del tiempo al servicio de la productividad laboral.
El efecto más peverso se produce en la propia psique del individuo. Como afirma el antropólogo Marc Augé, Internet y el uso desmedido de las redes sociales atacan el sustrato mismo de la capacidad creativa humana, la imaginación: la facultad de inventar y reinventarse en todos los órdenes de la esfera humana, en un clima que precisa como condición previa de cierta introspección y, si acaso, de fecundo aislamiento.
Sin ánimo de ser agoreros, cada vez son más las voces de los expertos que alertan sobre la enajenación indivudual y colectiva causada por la invasiva utilización de la telefonía de última generación. No es el menor de estos efectos nocivos la incapacidad creciente de las nuevas (y de las no tan emergentes) generaciones para asimilar y construir textos que exceden los breves mensajes que son moneda común en el intercambio comunicacional.
Su influencia es palmaria en el orden educativo: la enseñanza universitaria es el fiel reflejo de la creciente dificultad del alumnado para articular ensayos coherentes. Otro efecto perverso es la epidérmica aprehensión de los contenidos de las asignaturas, al menos, en lo que a las humanidades se refiere. Las habilidades y facilidades instrumentales en el uso de la obtención de la información –que no de la interiorización del saber– permiten salvar el obstáculo de la evaluaciones, cada vez más orientadas a la presentación de trabajos escritos, donde el plagio informático, en mayor o menor medida, es una práctica generalizada: un «triunfo» de Bolonia.
El otro factor que deseo subrayar es la distorsionante dependencia de los educandos de las redes sociales. Su capacidad de concentración es inversamente proporcional a la atención desmedida que prestan a los estímulos externos. Además de la dispersión mental, la profusión de comunicaciones más o menos reivindicativas, o supuestamente críticas, oculta en no pocas ocasiones mensajes que podríamos calificar de frívolos o, benévolamente, de ocurrentes.
En resumen, más allá del ámbito educativo, esta nueva forma de servidumbre digital ha abierto las puertas a la banalización de las vidas de jóvenes y mayores, abocándolos a la enajenación consumista, una vez que la alienación del productor que denunciara Marx se ha revestido de nuevos ropajes en la era del capitalismo digital. Su paradigma no es otro que el del consumidor colonizado por necesidades ficticias, promovidas por los agentes interesados en la configuración de una ciudadanía manipulable en el campo de la economía, dócil políticamente, anestesiada en lo sociocultural y, en fin, acrítica con el sistema de cosas «razonable» que se nos vende como única posibilidad de «progreso».