¿Efemérides? Milicias universitarias en el verano de 1973
Este verano se han cumplido 50 años de una efeméride, que no sé si merece tal honor, y que solo lo recordarán los pocos centenares de personas que lo vivieron en vivo y en directo en el cuartel de artillería de Fuencarral en Madrid: la pequeña hazaña de cuando los artilleros antiaéreos ganamos por primera vez al fútbol a los artilleros de campaña. También es el aniversario de otros pocos sucedidos que he rememorado este caluroso verano. Cinco episodios en cuya mirada se reflejan la sinrazón, la inutilidad y la insoportable pérdida de tiempo de una mili que perduró durante todo el siglo XX.
Contextualicemos el momento.
Corría el año 1973, y en esa época, últimos años de puro y duro franquismo, el servicio militar era obligatorio. Resumiendo, y salvo los cambios, que los hubo, y nos afectaron directamente, los estudiantes universitarios podíamos elegir entre la mili obligatoria (15-18 meses), o las milicias universitarias, que permitían cumplirla en dos veranos de tres meses: el primero como recluta y el segundo como soldado; y unas prácticas de cuatro meses, de sargento o alférez de complemento, al terminar los estudios.
Había que elegir entre «Guatemala y Guatepeor» y yo opté por Guatemala, para salvaguardar los estudios. Ese año, en mi segunda fase de milicias, pasé los tres meses de verano en el cuartel de artillería de Fuencarral (Madrid), anexo a la N-1, justo delante de los pabellones de los estudios de cine Roma. Hoy en día, aunque no he vuelto a pasar por ahí, creo que están los estudios de Telecinco.
La primera guardia
En julio, en mi primera guardia como soldado, me tocó la garita del muro que daba a la carretera nacional de entrada a Madrid desde Irún, Donostia, Burgos, Aranda… Era mediodía, y el calor abrasador, pero me entretenía viendo pasar los coches. Al rato, vi que se acercaba un peatón, justo debajo del muro que bordeaba el cuartel, con mochila y, seguramente, autoestopista, muy en boga en aquella época. A treinta o cuarenta metros había una puerta secundaria, que utilizaban las furgonetas y camionetas de reparto para acceder al recinto. En la puerta una barrera de sube y baja, gestionada por un cabo primero con pistola. El autoestopista entró en el recinto y pasó la barrera. El cabo le indicó que era un cuartel militar y que no podía entrar. Desde mi posición en lo alto del muro yo dominaba toda la escena. El autoestopista, que no hablaba español, le hizo un gesto con la mano indicando que quería beber agua y siguió hacia el interior del cuartel. El cabo le gritó que no siguiera adelante, y al ver que no obedecía, gritando, sacó la pistola y le apuntó. El joven, moviendo la mano le dio a entender que no estaba cargada y siguió su camino. Entonces el cabo, volviéndose hacia mí, me gritó: ¡soldado, monta el arma! El imponente sonido del cerrojo del Cetme apoyado en mi cadera sobrevoló el sofocante silencio del patio. El joven se giró y me miró fijamente durante 5 segundos. Se dio la vuelta y salió del recinto.
Los días posteriores llegó a mis oídos la opinión de unos pocos soldados y oficiales criticando no haber detenido al autoestopista. Oficialmente nadie me dijo nada. No sé si al cabo primero le reprocharían algo. No me consta.
El castigo
En agosto, en uno de los permisos de fin de semana, fui a visitar a mi novia a 400 km de distancia, y el domingo noche, al volver a Madrid, llegué dos horas tarde al cuartel. En la diana del lunes el sargento gritó mi nombre y me recordó el retraso del día anterior. Me dijo que no tenía importancia. Una hora más tarde, el teniente repitió la misma jugada. A media mañana, me tuve que presentar ante el capitán, y al mediodía al comandante. No recuerdo si por la tarde me tuve que presentar al coronel. La suerte estaba echada y el castigo, «el puro» en lenguaje cuartelero, de órdago: 15 días sin salir, y todas las horas libres en el cuartel tenía que permanecer en prevención, vigilado por el cuerpo de guardia.
Lo más impactante llegaba a la hora de la cena. Me llevaban escoltado al comedor, algunas veces acompañado por otros compañeros castigados por diferentes motivos, pasando por los patios donde se apiñaban todos los soldados, y que abrían paso para dejar pasar la comitiva. Era el primero en entrar al comedor y el primero en salir por el pasillo central, siempre escoltado, ante la mirada de todos los soldados del cuartel. En la escena solo faltaban los grilletes. Era el modelo de lo que no se debía hacer, escarmiento para cabezas ajenas. Procuraba caminar con la cabeza bien alta, y me consolaba con los guiños y las palabras de ánimo de los compañeros de mi compañía.
Las maniobras
A primeros de septiembre otro hecho alteró la monotonía y el sinsentido de aquella mili. Nos trasladaron en camiones a Segovia siguiendo la llamada de una cita sagrada, casi bíblica, en el mundo militar en períodos de paz: maniobras.
El cabo furriel de mi compañía, que se había presentado voluntario al cargo por su militancia política, digamos que irregular para la época, y así evitar cualquier intento de los mandos para perjudicarle, «putearle» en lenguaje cuartelero, me asignó la vigilancia de uno de los camiones que trasladaba colchones. Creo que lo hizo por aquellos días que me vio expuesto al despropósito de aquel castigo. Nunca le estaré lo bastante agradecido por obsequiarme con aquel viaje de ensueño tumbado entre colchones.
En las maniobras, a los artilleros antiaéreos nos convirtieron en artilleros de campaña porque no se disponía de blancos móviles. En la media docena de disparos efectuados por cada batería nos fuimos acercando al blanco fijo con tal estruendo que prendió fuego el monte.
Nos llevaron a todos a apagar el incendio.
Como premio a nuestra obligada disponibilidad y buen hacer nos obsequiaron con tres horas de paseo por la capital. Paseando por la calle principal de Segovia, en el escaparate de una librería o quiosco de prensa, vi una portada de la revista "Triunfo": Sobre fondo negro estaba escrita en inmaculado blanco y letras grandes la palabra CHILE. ¡Me impactó! Pinochet había acabado con la esperanza del presidente electo Allende, sin artillería antiaérea, en el miserable y cobarde bombardeo del Palacio de la Moneda.
La guerra
Otro recuerdo incrustado en mi memoria se refiere al momento en que nos acostábamos, demasiado pronto para jóvenes de entre 21-25 años, en aquel sofocante verano, con la libido por las nubes y la adrenalina rezumando por nuestra piel a borbotones.
No lo recuerdo bien pero calculo que sería entre las diez y las once cuando, al son del «silencio» del corneta del cuartel, propagado a los cuatro vientos por los altavoces, nos disponíamos a dormir en aquel barracón: dos filas de literas de dos pisos y un pasillo central. Creo que éramos dos compañías de artillería antiaérea, una a cada lado del pasillo.
Era imposible dormir, y la única opción que nos quedaba en ese entorno militar era la guerra. Aquellas noches de bochorno y represión de adrenalina la guerra de almohadas nocturna se convirtió en todo un clásico. Las batallas eran temibles y terribles: una fila de literas formada por cien aguerridos guerreros contra la otra, formada por otros cien. Incluso se organizaban estrategias de ataque que no tenían nada que envidiar a la empleada por el gran Alejandro en la batalla de Gaugamela. Las batallas podían durar una hora, para desesperación de los compañeros que estaban cumpliendo con la imaginaria, preocupados por si aparecía algún mando y se encontraba con aquel alboroto. Eran los centinelas de lujo que nos alertaban de la llegada de intrusos.
A mediados de septiembre, una de esas noches de orgía de almohadas en la que estaba de guardia un alférez de complemento, de cuyo nombre prefiero no acordarme, la batalla fue descomunal; no hubo cuartel, y el alférez, desesperado, nos tuvo que pedir ¿llorando? que paráramos. Al final lo hicimos, y cuando todavía estábamos jadeando y sudorosos tumbados en la litera, uno de los soldados de la compañía enemiga se arrancó, «a capella», con un canto impresionante. Cante jondo: puro desgarro y sentimiento, que emocionó y estremeció a todo el barracón. Nunca se me había puesto el vello tan de punta. Todos nos calmamos y el barracón procedió al descanso terrenal. No recuerdo quién fue aquel fenómeno, ni el canto que interpretó con aquella maestría, arrebato y pasión. Una pena. Me hubiera gustado escribir aquí su nombre y rendirle un pequeño homenaje cincuenta años más tarde.
El derbi
A final de mes, justo un día antes de terminar la segunda fase de las milicias, se celebraba el inmenso partido de futbol: Artillería de Campaña vs. Artillería Antiaérea. Todas las apuestas las teníamos en contra. Los antiaéreos nunca habían ganado, y no era previsible la victoria, por varias razones. La primera, porque ellos siempre eran muchos más y podían elegir mejor. La segunda, porque nosotros éramos los teóricos: matemáticos, físicos, químicos…, personajes con fama de cerebritos pero con muy poca maña en los asuntos prácticos de la vida y en el manejo del balón; y ellos, los superprácticos: arquitectos e ingenieros de todas las especialidades.
Pero esta vez nadie sabía que teníamos en nuestras filas a un madrileño de pura cepa, estudiante de química, con nombre de rey y apellido de pelotari vasco: Jorge Andueza. Un jugón.
Yo había tenido la suerte de haber compartido equipo en la competición universitaria con tres jugones fantásticos y valoraba mucho ese estilo de juego: control, organización y equilibrio en el centro del campo; y temple, mucho temple.
Siempre ha habido jugones maravillosos en el fútbol pero es ahora cuando están de moda. Tocan el balón, lo controlan, organizan el equipo y el juego, marcan los tiempos, tienen un ojo en la defensa y otro en el ataque, y bajo su liderazgo, construyen un bloque; un verdadero equipo en el que hasta los menos dotados saben lo que tienen que hacer en cada momento. Quién no recuerda a Gerson, a Bobby Charlton, al Luis Suarez de aquella época, o al Xavi más reciente, pero Jorge se parecía más, incluso físicamente, y salvando todas las distancias, a otro que empezaba a despuntar, a Felix Magath, que jugó en el Hamburgo, y años más tarde, en semifinales, eliminó a aquella gran Real Sociedad de Arconada y centro del campo inolvidable, antes de proclamarse campeón de Europa ante la Juventus de Zoff, Tardelli, Platini, Rossi…, con un gol del propio Magath.
De tren inferior potente y con el centro de gravedad muy bajo, siempre estaba bien plantado, dominando, protegiendo y desplazando el balón como nadie, haciendo jugar con ventaja al resto de compañeros de equipo.
Nadie de entre los artilleros de campaña esperaba aquella lección de fútbol, y a pesar de todo, en aquel campo de tierra, dos palos como porterías, y sin larguero, lograron empatarnos a dos, lo que, después de la prórroga de rigor, obligó al lanzamiento de penaltis.
Yo, como buen vasco, era el portero, para entonces retirado de la competición universitaria. Me tocó lidiar con los penaltis. Paré el último y definitivo penalti, pero el árbitro, el alférez de complemento de cuyo nombre sigo prefiriendo no acordarme, mandó repetir el lanzamiento. ¿Era la venganza de la batalla de Gaugamela? El escándalo fue mayúsculo. Hubo invasión de campo, y se armó la marimorena. Veinte minutos interminables entre empujones, en los cuales, ni los oficiales ni los jefes fueron capaces de apoyar la decisión del árbitro. No se me ocurrió otra cosa que gritar: ¡que se repita el penalti!
Y así se hizo.
Los varios cientos de soldados vestidos de riguroso caqui formaron un círculo alrededor de la zona de lanzamiento. Los jefes y oficiales marcaban distancia en la parte alta del campo de futbol. A pesar de ser un partido de undécima división, la presión era enorme.
Y se lanzó el penalti.
No me acuerdo de los detalles de aquel lanzamiento. Solo recuerdo que salí a hombros, cuando el que tenía que haber salido a hombros era el jugón que cambió el rumbo de los acontecimientos. Tampoco recuerdo al artillero de campaña que lanzó aquel último penalti. Otra pena.
La celebración fue tremenda. No tardó en aparecer el sargento que me indicó que el teniente quería verme. Pocos minutos más tarde se me acercó el teniente diciendo que el capitán quería felicitarme. Yo les decía que en cuanto me duchara, me presentaría. Enseguida me llegó otro aviso para que me presentara en el bar de oficiales porque el comandante y el coronel me querían saludar-felicitar. No obedecí ninguna de las sucesivas ¿órdenes?, «me escaqueé», en lenguaje cuartelero, y aunque normalmente no me gustaba hacerlo porque se podía perjudicar a otro compañero, en aquel caso, las únicas víctimas eran aquellos que me habían utilizado como escarmiento para toda la tropa.
Fue mi dulce y pequeña gran venganza.