Antxon Lafont Mendizabal
Peatón

«Egungo Euskal Herria»

Lo invariable no es creativo por definición. Puede ser romántico, nostálgico para algunos habitantes de nuestro territorio (suelo más identidad), los que viven y trabajan en Euskal Herria, para los que acceden a pruebas permanentes de nuestra evolución política. Se trata de interpretar la realidad, la de las sombras proyectadas por lo real, que no conoceremos, en las paredes de la cueva de confinados. Vivimos la realidad, es decir, la percepción de lo real. La realidad que ofrecen los Estados español y francés para los que Euskal Herria se limita a la CAV sin Navarra y sin Iparralde. El territorio así concebido se limita al sumando suelo. En cuanto a la identidad, los estados de «amparo» desean una identidad vasca invariable, la de la ikurriña, la de la pelota vasca, la de los cantos, pastorales, aizkolaris, bertsolaris, marmitako, piperrada, salsa verde…

La identidad de Euskal Herria es variable. Los abizenak de sus habitantes reflejan inmigraciones, que junto a emigraciones ha modificado, como es normal, la identidad de nuestro territorio. A algunos integrados inmigrantes les han arrebatado su vida de lucha por Euskal Herria, nuestra Euskal Herria que continúa una evolución natural que da la importancia debida, ni más ni menos, a nuestra ikurriña del siglo XIX, a nuestro himno natural, no el limitado al de un partido, sino al "Gernikako Arbola" bajo el que, vestido de «rústico sayo», el rey de los españoles y señor de Bizkaia juraban nuestros Fueros, adquiriendo así la legitimidad del título de señor.

Nuestra identidad fue la de un pueblo de pescadores y agricultores que decidió, en parte, seguir como agricultor o explotar su suelo cargado de mineral de hierro.

Hoy, esos cambios de identidad llegan como en otros territorios, a modificar las costumbres de alimentación, cuando la hamburguesa desplaza a la porrusalda. Ligera observación, pero que corresponde a observar factores de modificación. En nuestra Euskal Herria, los abuelos de origen urbanita desplazan a los de origen rural, y el urbano crea el neorrural.

Inmigrantes han aprendido nuestra lengua gracias a las ikastolas, factor indispensable de nuestro diamante de la corona cultural, a pesar de intentos, no cesados todavía, de actuar contra nuestra decisión de continuar conservándolo y enriqueciéndolo.

Los inmigrantes ayudan a fortalecer nuestra aspiración legítima a decidir de la Euskal Herri berria que queramos. Entonces nuestros signos exteriores de exaltación podrán pasar al primer plano.

La variabilidad se manifiesta también en el almidonado político español y francés en cultura.

Las recientes elecciones en el Estado español han mostrado que si los votantes han determinado la estructura política del Parlamento de ese Estado, las vías de acceso a su gobernabilidad las despejan los territorios que clarifican su exigencia natural de decidir ellos y solo para ellos, deseando, claro está, colaboración con quien lo desee y en lo que desee.

Las relaciones de nuestra identidad con la identidad española no tienen por qué generar la confrontación fomentada por el odio. Nuestro territorio, antiguo Reino de Navarra, está hoy ocupado por los Estados francés y español con los que podríamos, si es nuestro deseo, establecer un clima duradero de colaboración.

La gobernabilidad del Parlamento español, progresista o conservadora, la deciden los votos de más de veinte electos de territorios nacionalistas (y de republicanos), aspecto que para algunos era una utopía; una vez más, se muestra que la utopía no es más que desconocimiento del futuro. Einstein parecía utopía a los newtonianos, algunos siguiendo pensándolo. Agustín de Hipona, siglo IV, nos prevenía «errar es humano, pero es diabólico permanecer en él por orgullo». Si es harto conocida parte de la expresión, se olvidan, frecuentemente, por interés, las dos últimas palabras.

Insisto sobre la evolución material de «identidad», tan mal utilizada para reforzar otros conceptos como el de «patria» periclitado desde que la noción de la independencia territorial es solo un concepto de fantasía política. En efecto, ¿qué es una patria sin moneda propia, sin ejército cuyas intervenciones dependen de decisiones extranjeras bajo el mando real de los USA (también si su próximo presidente es Trump), sin políticas económicas propias porque decididas por inversiones de extranjeros? ¿De qué independencia de esa patria estamos hablando desde el final de la Segunda Guerra Mundial? Entonces empezó la «Guerra Fría» que oponía la URSS y la USA obligando a alinearse con uno de los contendientes. Hoy, vivimos la «paz caliente», la de las guerras por la riqueza de suelos, la del comienzo de la religión del capital bajo el mando de USA por un lado, y del neocomunismo generador de su neocapitalismo por el otro.

El equilibrio de la «paz caliente» lo garantiza, por ahora, la bomba nuclear merecedora por ello del Premio Nobel de la Paz. ¡A qué hemos llegado!

Volviendo a hoy y aquí, es posible organizarse en sociedad civil, prioritaria ante la sociedad política, que puede crear un grupo parlamentario de territorios dichos nacionalistas que obrarían en defensa de programas en favor del derecho a decidir que comparte, entre otras, acciones de la defensa de la cultura, esencialmente de la lengua, las acciones en favor de presos políticos, el impulso republicano.

Permítanme aconsejar la lectura de Edouard Glissant, martiniqués de nacimiento (1925), fundador de la valoración de antillanidad. Finalista del Nobel de Literatura en 1992, fue docente en diferentes universidades extranjeras, propagando el concepto de «antillanidad relación» o «antillanidad rizoma» (Gilles Deleuze).

Afirma Glissant que las identidades invariables devienen perjudiciales a la sensibilidad humana comprometida en un mundo caótico. Así, determina la mundialidad opuesta a la mundialización. Su imperativo es sacralizar el derecho a decidir en un territorio conciliador con el mestizaje cultural.

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