Francisco Louça
Economista y activista del Bloco de Esquerda de Portugal

El biombo que esconde la otra emergencia europea

Cabalgando entre emergencias, como la de la invasión de Ucrania, la Unión Europea hace caso omiso del desastre climático, que no da votos

La Unión Europea se ha movilizado para paliar los efectos económicos y sociales de la pandemia, suspendiendo provisionalmente las reglas presupuestarias restrictivas, rompiendo la prohibición de contraer deuda comunitaria y sin mirar los gastos. En estas operaciones se gastan 14.000 millones de euros, principalmente de los presupuestos nacionales, pero también de fondos europeos hasta 2026, los PRR. De esta lluvia de dinero, solo el 6% es atribuible a programas de reducción de emisiones. La emergencia climática no forma parte de las prioridades. A pesar del activismo juvenil por la justicia climática, no es percibido por los gobiernos como un riesgo electoral y, por tanto, puede quedar relegado a un largo plazo en el que los actuales ministros habrán pasado su momento de gloria y no habrá peligro de que rindan cuentas. Cabalgando entre emergencias, como la de la invasión de Ucrania, la Unión Europea hace caso omiso del desastre climático, que no da votos, por lo que basta un biombo de piadosas declaraciones. Sin embargo, ha sido la guerra la que ha subrayado la importancia de la transición energética, uno de los pilares de la solución climática.

La excepción prometida a Portugal y España (pero aún no implementada) relativa a la creación de un tope en el precio del gas, conteniendo así el aumento de la electricidad, marca una concesión por parte de la Comisión y sienta un precedente, del que hablaré más adelante. Aquí, en cualquier caso, está la prueba de la sensibilidad electoral inmediata a la contestación popular contra el aumento de los precios de la energía. En el caso de Portugal, habiendo mayoría absoluta, el Gobierno se limitará a medidas paliativas, pero ese margen de maniobra no existe en España, por lo que Pedro Sánchez ya ha anunciado un menú de subidas de impuestos a las empresas eléctricas, reducción de consumo y generosos subsidios a los sectores económicos. Corriendo contra las pérdidas, los gobiernos amortiguan el efecto precio.

Biden anunció que su país, que incrementará la producción de petróleo y relanzará el carbón, suministrará a Europa suficiente gas licuado para reemplazar un tercio de las importaciones de Rusia para 2030. La medida prueba lo irremediable. Según un informe de este mes de la Agencia Internacional de la Energía (AIE, datos de 2020) la dependencia de los combustibles fósiles rusos era en Holanda del 54,8 %, Alemania del 28,3 % (pero en gas roza el 60 %), Italia del 25,1 %, Francia del 8,6 % ( pero poco gas, que da cabida a la bravata de Macron) y Portugal el 5,3%. No importa cuán grande sea el aumento del suministro de EEUU, Rusia, que suministra del 10% al 25% del gas, petróleo y carbón del mundo, seguirá siendo el mayor exportador a Europa.

La Casa Blanca trató de convencer a Arabia Saudí y Qatar para que aumentaran sus envíos a Europa. Saudi Aramco, que se enriquece con la subida de precios y ya es la segunda empresa del mundo por capitalización, tiene el proyecto de producir un 8% más para 2027, duplica su inversión en 2022, pero mantiene sus contratos a largo plazo. Y Arabia Saudí coordina la OPEP con Rusia, que prevé pasar del 45% al ​​57% de la producción mundial para 2040. Como una cuarta parte de su producción se exporta a China (y ya contrata en yuanes, renunciando al dólar) y solo el 10 % para Europa y 7% para EEUU, es comprensible por qué el gobierno saudí no quiere comprometer esta alianza.

Dependiendo de la importación de Rusia, las respuestas europeas difieren. Francia quiere construir seis nuevas centrales nucleares para ser autosuficiente. Alemania ha suspendido el cierre de las últimas plantas y otros países están relanzando el carbón, pero incluso estos retrocesos son insuficientes. Por su parte, la UE se ha fijado el objetivo de duplicar las renovables para 2030, lo que no resuelve su problema energético e implica renunciar al objetivo climático. El carbón multiplica las emisiones, la nuclear produce residuos eternos, la Unión Europea no sabe qué hacer.

Existen otras dos alternativas a la reducción directa de la producción de combustibles fósiles. El primero es la magia de los precios, cobrando por el carbono emitido para condicionar la producción contaminante. Pero como solo una quinta parte de la producción de gases de efecto invernadero se ve afectada por el impuesto al carbono, la meta de reducir las emisiones hasta en un 50% en una década no se logrará. Según un estudio reciente de Vítor Gaspar e Ian Parry, del FMI, la tasa promedio, que es de 3 dólares la tonelada, tendría que superar los 75. El mercado no nos salvará. La segunda alternativa la sugiere la AIE: reducir el consumo. Según sus cálculos, recortar 1°C la calefacción de los hogares europeos equivaldría al 8% de las importaciones rusas, a efectos comparativos, o si empezáramos a trabajar cuatro días a la semana y tener un domingo sin coches correspondería a una quinta parte de esas importaciones. La AIE suma otras sugerencias, como la de bajar la velocidad permitida en las carreteras, para generar ahorro de combustible. También podría incluir el control de la eficiencia energética de otros productos importados, que muchas veces internacionalizan la emisión de contaminantes.

Medidas de este tipo se tomaron en los países europeos durante la crisis del precio del petróleo hace cincuenta años. Ahora, ningún gobierno se atreverá a hacerlo, a menos que la opinión pública lo dicte. Habría que mostrar la crisis que se esconde detrás del biombo.

@Sin Permiso
Traducción. G. Buster

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