Mikel Arizaleta
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El cara pan

El gran escritor bilbaíno, fallecido el pasado año en Petershagen, cercano a Berlín, Fritz Rudolf Fries, escribió en 1999 “Der Roncalli-Effekt”, El efecto Roncalli.

En la solapa del libro y a guisa de presentación se puede leer: “¿Quién podría  enredarse en un lío de amor, política, tristeza y payasada con más gracia que el payaso August Agustín, el cuchufletero mayor del circo estatal de la República Democrática Alemana?
 
Fritz Rudolf Fries acata en su libro una vez más el mandamiento principal de un escritor novelesco: Dejarse seducir por una ciudad, por una mujer y por las historias de la vida, da igual que éstas ocurran en la cárcel o en el circo.
 
El día en el que se levanta el muro se casa el payaso August Agustín en la parte este de Berlín con  Anne, una muchacha un tanto infantil, obsesionada como él con el circo. Y en la década de los sesenta y setenta en la RDA todo se convierte,  para los dos, en un importante número circense, unas veces trágico otras cómico: sea la propia boda o la doma de caballos “de la dimensión de una ópera de Wagner”, o las continuas peleas  con los responsables de la política cultural. Hasta la misma vida en la autocaravana se convierte en una pista de circo en pequeño: El payaso adopta tres niños y bastantes más animales, su amante es la domadora de fieras Clarissa y organiza con los demás artistas en El efecto Roncalli una nueva estrategia socialista de circo. Allí deben mostrarse y aparecer desde el  excelso payado ruso Popow hasta el director de cine, la estrella Fellini, y ser  sobrepujados. Pero la diversión acaba cuando  la pistola detonadora del payaso dispara una bala de verdad y su amante se desploma ante los ojos del público. El payaso se convierte en sospechoso. La caída del muro le anima a una última payasada que se vuelve contra él: ¿Fue quizá todo, también la vida con Anne y Clarissa, en los cuarenta años de la República Democrática Alemana un circo, sólo que un mal circo? ¿Y ahora llega el triste final?
 
Dice la historia que al inicio sólo había un payaso, el clown blanco, el carablanca, el elegante, el de sombrero puntiagudo, cejas negras y traje de purpurina. Luego se buscó la pareja, el augusto: una gran nariz, unos zapatos inmensos y ropa multicolor que no es de su talla. Con aire ridículo provoca la risa del espectador. El Augusto es siempre el payaso tonto. Y su origen parece ser, a juicio del comediógrafo y escritor sabio, Alfonso Sastre, que está en que una vez un caballista del circo ecuestre tuvo un fallo y se cayó, y eso fue motivo de mucha risa entre el público. Se llamaba Augusto y todos, muertos de risa, gritaban este nombre. Tuvo tanto éxito esa caída que se decidió convertirlo en número cómico.
 
Y al grupo de dos en Euskal Herria se ha añadido un tercero: el cara pan, que entre nosotros hace de fiscal mayor del reino, un payaso mezcla: traje de purpurina y gran nariz. Observa al público y se adapta, es sumiso pero con causa: busca el siguiente peldaño del escalafón. Forma parte de una gran corriente fiscalina entre nosotros, predecesor suyo fue otro gran payaso de la iglesia: Cardenal.
 
Y al igual que en el bello libro de Fritz Rudolf Fries, El efecto Roncalli, tampoco en nuestro pueblo el cara pan es el único personaje poseedor de dualidades y capas.

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