Iñaki Egaña
Historiador

El caso Araluce Villar

Pero aunque jurídicamente no tenga recorrido, la iniciativa, por similitud y por el tiempo cronológico que nos ocupa, nos lleva a solicitar el esclarecimiento de la muerte de otros mil donostiarras

El 4 de octubre de 1976, ETA mató a Jesús María Araluce Villar, presidente de la Diputación franquista de Gipuzkoa, diputado a Cortes y consejero del Reino, entre otros cargos, en un atentado en el que también fallecieron su chófer, José María Elicegui, y los escoltas Alfredo García, Luis Francisco Sanz y Antonio Palomo.

En marzo de 2019, el alcalde de Donostia, el señor Eneko Goya, ordenó colocar una placa en el lugar donde se produjo el atentado. Hace unos días, la placa ha sido dañada y Goya ha anunciado que se limpiará o repondrá inmediatamente. Su actitud ha sido aplaudida por la hija del fallecido diputado general franquista que, en la actualidad, es presidenta de la AVT (Asociación de Víctimas del Terrorismo).

Para quienes llevamos años reivindicando justicia, memoria y reparación para todas las víctimas, el desagravio tanto de marzo como de hace unos días se va a convertir en un hito histórico. Por varios razones que, de inmediato, paso a resumir. Por eso, el título, “el Caso Araluce Villar”, porque la acción reparadora de Goya va a crear un antes y un después.

La primera es que Araluce, Elicegui y sus escoltas, personas humanas y cada uno en 1976 con una tarea determinada, son víctimas de una vulneración de derechos humanos, la del de la vida. Algo que ya conocíamos. El periodo es el franquista, que en Donostia se abrió en setiembre de 1936 y concluyó oficialmente en 1979, con las elecciones municipales y forales, después de la Constitución española. Es decir que Araluce y los policías fueron muertos en el periodo de una dictadura fascista que en sus postrimerías buscaba perpetuarse sin reconocer ni reparar daño alguno. Nada nuevo, por otro lado. La novedad radica en las placas y su extensión.

Como los citados, hubo también centenares de muertos, quizás hasta más de mil si atináramos en la investigación, que espero tendrán también su placa personalizada frente a su vivienda o en el lugar donde fueron muertos. Más de cuatrocientos ejecutados por pelotones fascistas en lugares que el señor Goya ya conocerá, en Ulía, en Miramón, en Ondarreta, en el puente de Hierro, en Loiola, en Zapatari. Sus nombres los conocemos: Hipólito Berasategi, Imanol Asarta, Encarna Egurcegi, Jorge Lasalle, Marcelino Zeligueta… hasta más de cuatrocientos.

También algunos que no habían nacido en Donostia, pero que tenían su vecindad entre nosotros. Recuerdo por ejemplo a Jesús Larrañaga, extraditado desde Portugal y ejecutado en Madrid, que aunque nacido en Beasain vivía en la plaza del Buen Pastor. También otros como Antonio Mariezcurrena, Juan Merino, Josefa Etxeberria, José Puente… Jakob Gapp, que fue secuestrado en Donostia y llevado hasta Berlín, donde lo ejecutaron. Erwin y Herbert Reppekus, padre e hijo, secuestrados también de su casa de Miraconcha y llevados hasta la muga para ejecutarlos de un tiro en la nuca.

Otros tantos centenares que se enfrentaron a los fascistas sublevados y que murieron en frentes de batalla cercanos y lejanos, en la misma calle Urbieta, en Astigarraga, Asturias, Irun, Elgeta, Otxandio, Barazar, Elorrio, Bizkargi, Eibar, Artxanda, Lemoa… Recuerdo todos sus nombres: Florencio Sarasola, Higinio González, Gerardo Mendialdea, Félix Rincón, Pablo Zarragagoitia, Patxi Otxoa…

De esa época que nos ocupa en el abierto Caso Araluce Villar, también los que llevaron a campos de exterminio nazis y murieron, en esta ocasión bien lejos de casa. También tengo un recuerdo para ellos, es lo que tiene la memoria. Juan Escartín y Juan Redondo, en Mauthausen, Paquita Lelouch en Auschwitz, Luis Berguery en Ellrich, Ignacio Garmendia y José Mari Azurza en Güsen, Peio Bellugue en Hartheim...

¿Y qué pasa con los cientos que marcharon al exilio y no volvieron jamás? También recuerdo sus nombres. ¿Y los que fueron encarcelados por sus ideas políticas y murieron en prisión? Recuerdo sus nombres, incluso el de aquellos que fueron apaleados y les abrieron la puerta para morir en el exterior: Vicente Lertxundi. Y ¿José Mari Quesada que no pudo superar las torturas? ¿Y los que fueron acribillados en controles como Manuel Andueza o aquel jovencísimo Mikel Salegi? O en manifestaciones: José Luis Aristizabal, Isidro Susperregi, Jesús García Ripalda… también aquel adolescente, Oscar Ariztoy, un Primero de Mayo.

Recuerdo a José de Miguel, Benito Amiano, Andrea Dolorea, Manuela Rozado y José Ramón Rubiola que murieron ahogados cuando el dictador les embistió con su embarcación y huyó cobardemente para negar su implicación. El Caso Araluce Villar les abre la puerta a que este Ayuntamiento les otorgue siquiera una placa individualizada.

Este caso es relevante también porque abre asimismo una nueva puerta. La AVT considera que los cinco muertos del Caso Araluce Villar son parte de esos 307 muertos por ETA cuya autoría está por descifrar. Judicialmente, el atentado no tiene mayor recorrido, porque fue amnistiado en 1977, con un decreto que afectó también y sobre todo a los funcionarios del Estado.

Pero aunque jurídicamente no tenga recorrido, la iniciativa, por similitud y por el tiempo cronológico que nos ocupa, nos lleva a solicitar el esclarecimiento de la muerte de otros mil donostiarras. Sí, efectivamente: únicamente en Donostia hay más de mil muertos de los que desconocemos sus autores. De algunos crímenes sabemos los nombres de sus verdugos, sobre todo, porque los reivindicaron en sus autobiografías. Me estoy acordando de José Luis Villalonga, por cierto autor de la única biografía autorizada del rey emérito.

Y para concluir una propuesta, la de becar un estudio sobre lo sucedido en Donostia el 5 de octubre de 1976. Centenares de personas a cara descubierta, sin uniformar, atacaron la ciudad, armados y creando el terror entre la población. Rompieron lunas y escaparates, apalearon a los viandantes indiscriminadamente y asaltaron a punta de pistola un periódico, “Diario Vasco”, obligando a sus trabajadores a abandonarlo. Sucedió después del funeral de Araluce.

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