Marta Pérez Arellano
Trabajadora social

El día en que se acabe el coronavirus

Pero, además, quiero pedirte que, el día en que las alarmas se apaguen no volvamos como si nada a la rutina; a esa rutina que también es cruel y despiadada, y que provoca tanto dolor y sufrimiento

Estos últimos días, tras una tremenda cadena de negligencias, desinformaciones, insolidaridades y malos haceres institucionales que llegan desde Asia hasta aquí, estamos viviendo la primera fase de confinamiento derivada del decreto de alerta sanitaria por la pandemia del Covid-19.

Ya desde jornadas anteriores, siguiendo el llamamiento realizado por diferentes profesionales de la salud, muchas personas y organizaciones veníamos haciendo eco de las medidas de seguridad necesarias: una higiene escrupulosa y limitación máxima del contacto interpersonal, resumido en el lema «quédate en casa». Vista la experiencia en otros lugares, seguir estos requerimientos a rajatabla parece ser el único modo de detener la exponencial multiplicación de los contagios y el consiguiente colapso del sistema sanitario.

A pesar de ello, es seguro que durante los próximos días no se quedarán en casa, estrictamente, algunas personas que, por desinformación o incluso despreocupación, no lo consideren necesario. Pero también lo es que habrá otras para las que el confinamiento no será fácil de cumplir, o ni siquiera factible.

Primeramente, no podrán quedarse en casa los y las profesionales de la salud, quienes durante estos días trabajarán a destajo y en condiciones de mayor riesgo, a menudo sin las mínimas medidas de seguridad, a fin de paliar en lo posible las consecuencias de esta crisis.
 
Tendrán que quedarse en casa, para protegerse del virus, pero también para evitar posibles represalias, las gitanas y gitanos quienes hoy, además de por su propia salud, deben preocuparse de no sufrir un linchamiento público, ya que, una vez más, se les usa como chivo expiatorio.

No se quedarán en casa aquellas personas mayores y enfermas con bajos recursos que no cuentan con redes de apoyo. Ellas, las más vulnerables, tendrán que salir exponiendo su salud. Tampoco se quedarán en casa las mayores encargadas de cuidar a nietos y nietas que hoy no van al cole, en un mundo donde la conciliación es poco más que una palabra hueca.

No se quedarán en casa cantidad de trabajadoras y trabajadores en situación de precariedad que no pueden permitirse faltar al trabajo. Muy en especial, las trabajadoras de tiendas y supermercados, tan expuestas al contacto con la gente, y las trabajadoras del hogar y cuidadoras, muchas de ellas migrantes, que se verán obligadas a seguir trabajando para poder llegar a fin de mes o, simplemente, para que no se les despida.

No se quedarán en casa, tampoco, las personas sin casa. Las personas sin techo seguirán su trasiego de banco en banco, malviviendo con todavía menos recursos de apoyo que habitualmente y sufriendo aún mayor hostigamiento policial, o encerradas en centros multitudinarios que no cumplen los mínimos requisitos de seguridad sanitaria; al tiempo que cargan con estigma de ser, ahora también, hipotéticos portadores de la enfermedad.

Previsiblemente, no se quedarán en casa las personas, mayores o niñas, que habitan en infraviviendas: casas sin luz, sin ventilación, sin espacio, casas sin calefacción ni agua caliente. Casas que no merecen llamarse casas y donde nadie podría soportar confinarse.

Hoy se quedarán encerradas, pero no en casa, las personas encarceladas en prisiones y centros de menores, lugares fríos donde se conculcan diariamente los derechos humanos. Lugares donde la asistencia sanitaria es muy deficiente, como la Penitenciaria de Pamplona, que ha estado varias semanas sin asistencia médica, o como el Centro de Menores La Piedad, en Melilla, donde más de 900 niños viven hacinados en una proporción tres veces mayor de su capacidad. Lugares como el Centro de Tierra de Oría, en Almería, donde el pasado julio se asfixió hasta morir a Ilyas T., de 18 años.

También se quedarán enclaustradas las miles de personas ancianas internas en residencias, muchas de ellas convertidas actualmente en grandes focos de contagio; lugares-vertedero dotados de escaso personal y pobres recursos que no cumplen ni los mínimos para una atención digna.

Y habrán de quedarse, no en casa, sino en la frontera, todas las personas, muchas de ellas niñas, actualmente retenidas en la frontera de Grecia; personas que huyen de la guerra y que están siendo agredidas, incluso asesinadas, que llevan años hacinadas en campos de concentración plagados de violencia, hambre y enfermedades; y para las cuales el coronavirus supone también una grave amenaza.

A mí, que nadie me obliga, y que hoy tengo la responsabilidad y el privilegio de quedarme en casa, a mí, que estoy convencida de que estas medidas son la única opción para minimizar los daños de este virus, a mí me gustaría que, si puedes, por las razones ya expuestas, tú también te quedes en casa. Pero, además, quiero pedirte que, el día en que las alarmas se apaguen no volvamos como si nada a la rutina; a esa rutina que también es cruel y despiadada, y que provoca tanto dolor y sufrimiento. El día que el coronavirus haya dejado de ser un riesgo de salud pública, espero que nos dispongamos con igual ahínco a erradicar esa otra pandemia que nos asola, cuyo nombre no es otro que injusticia.

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