El espectro de Emilio Mola
Hace tiempo que, por desgracia, se pasaron determinadas líneas rojas en la discusión relativa al futuro del Monumento de los Caídos. Cuando se vierten descalificaciones personales que pretenden reforzar las posiciones propias no solo no hay posibilidad de un debate, sino que, agitando las vísceras, se condicionan y corrompen las relaciones personales entre compañeros y activistas que hasta hace poco habían luchado codo con codo en la arena de la contienda política. Deplorable. Asistimos con asombro en las páginas de la prensa al surgimiento de toda una legión de expertos en jurisprudencia y derecho internacional, en expertos en genocidios (ahí es nada) incluso de expertos en «expertos»; incluso hay quien muestra una nueva versión de la ley mosaica recibiendo de dios la verdad de lo que sea la memoria histórica, esto es, la auténtica y verdadera memoria histórica, la que implica el sagrado mandamiento de defender el derribo de Caídos.
Desde esa fe sagrada, la memoria histórica deja de ser asunto de toda la sociedad, carece de complejidad y de múltiples variantes, para llegar a ser competencia única de las asociaciones de la memoria histórica (particularmente de las que defienden la piqueta), y más que de las asociaciones y sus afiliados, de los portavoces de las mismas que hablan por el conjunto de las asociaciones y de toda la sociedad.
Opiniones en contra y dudosas de las ventajas del derribo han sido escasas en la prensa, dejando campo libre a voceros y escritores defensores de la piqueta, algunos de los cuales, armados de audacia, han traspasado la línea de un mínimo respeto en el debate. ¿Debate? ¿Qué debate? Si no se está por el derribo, no hay debate, como bien quedó visto cuando se echó pestes contra el contenido del argumentado documento entregado a la corporación, y todo ello, ¡antes de haberlo leído! ¿Lectura y acotaciones críticas al mismo, para qué? Si no se defiende el derribo, ni el documento, ni sus autores, ni nada que lo rodee, queda al margen de la descalificación profesional e incluso personal. Los argumentos sobre el contenido del documento "De Monumento a los perpetradores a Museo-Memorial" quedan obviados por, se supone, no relacionarse con la proclamada «verdadera» solución. ¿Hay que recordar que la memoria histórica no es propiedad exclusiva de voceros, asociaciones u organizaciones? ¿Hay que insistir todavía hoy que una opinión distinta no es sino una otra opinión, y no una ocasión para desacreditar a sus portadores? Espero no caer en trampas descalificatorias. En ese fango no entro.
Buena parte de lo que se ha escrito estos últimos meses en torno a Caídos puede resumirse en la no aceptación por parte de sectores importantes de las asociaciones de recuperación de la memoria histórica de un acuerdo político adoptado por la mayoría del consistorio pamplonés en el que se traza una salida distinta a la del derribo. La composición actual del Ayuntamiento pamplonés no da para más, pues el apoyo político al derribo resulta mínimo en el consistorio desde el momento que las derechas han declarado su amor a la no transformación radical del edificio, a pesar de su frecuente recurso a la excavadora en cuanto a la protección del patrimonio se refiere.
Sea cual sea la opinión de cada uno sobre el tema, a la vista de las decisiones tomadas resulta obvio que la opción del derribo de Caídos está cerrada. Se puede seguir insistiendo en la crítica, en todas las consideraciones que se quieran hacer sobre dicha decisión política, pero si la mayoría que la adoptó no la va a cambiar por las razones que esa mayoría ha aducido, la opción del derribo no tiene recorrido. Así de crudo, así de claro. Otra alternativa, imagen de la eterna infertilidad, es que si no se produce la demolición habrá que dejar el edificio tal y como está en espera de tiempos mejores para acabar con él; ¿mejores? ¿Ya se sabe en qué momento vivimos, cómo estamos y cómo puede ser un gobierno municipal sin mayoría progresista? Los estrategas del derribo debieran ir preparando las concentraciones, escritos y manifestaciones necesarias para que las derechas pamplonesas, si llegan a la alcaldía, den su brazo a torcer. ¡Suerte!
A nadie se le escapa que el asunto del derribo como opción estuvo ausente durante muchos lustros en la vida política pamplonesa. La indiferencia ante ese edificio ha sido la tónica durante largos años después de muerto Franco el dictador. Por eso resulta cuando menos curioso y paradójico observar que las cuestiones relativas a los Caídos hayan tomado un protagonismo inédito tras la llegada de un consistorio progresista en el año 2015, justo cuando se emprenden acciones que llevadas con discreción dieron como resultado que el edificio dejara de alojar a los generales facciosos. La hemeroteca anterior al año citado e incluso en la inmediatamente posterior recoge una panoplia de opiniones sostenidas por formaciones actualmente demolicionistas sobre el edificio que seguramente sorprendería al lector actual: cambios de criterio, propuestas cuando menos estrambóticas, diferentes valoraciones de representantes políticos sobre el patrimonio según se refieran a esta problemática en España o en Navarra... Por decirlo de manera suave, la opción del derribo era una más entre las que se barajaban y no tenía la fuerza ni la virulencia con la que ahora se presenta. ¿Pero, por qué justo ahora, cuando hay otra opción diferente en marcha, con posibilidades de transformar radicalmente el uso de ese edificio, fruto de un acuerdo político inédito hasta el momento, se defiende que no hay espacio distinto al de la disyuntiva derribo o nada −o sea, mantenerlo tal y como está-?
Sabemos cuándo se gestó, por qué se configuró y lo que significó ese edificio durante mucho tiempo. Ahora no es lo que fue. Está en desuso, carece de la función para lo que se erigió y no hay restos de fascistas en su interior a los que sus correligionarios puedan reverenciar. Es un edificio patrimonio de la ciudadanía que no hay por qué dilapidar como si fuera portador de un animismo fascista que no puede desaparecer ni ser quebrado. Puede usarse para lo que se quiera; con ironía y sin ella: desde una tienda de txutxes hasta discoteca para frikis, o como cuando, antes de iniciarse el combate contra la corporación que inició una alternativa interesante hace diez años, se habló seriamente de utilizarlo como museo de ciencias naturales o como futuro planetario, incluso como museo de la ciudad, pero hoy a la vista de lo andado, ¿hay que arruinar un patrimonio público de toda la ciudadanía en el momento en el que estamos? Imagino que es muy fácil proponer acabar con una pieza del patrimonio público cuando no se tiene responsabilidad política por la que habrá que rendir cuentas.
Por eso, hablar de que el edificio de Caídos tiene una impronta de la que no podrá desentenderse jamás y que mediante el derribo se está abocado por necesidad a matar ese espíritu originario que en su momento lo impregnó, resulta extemporáneo. Vivimos en Iruñea rodeados de edificios que han sido transformados radicalmente y que tienen otra función distinta y un sentido nuevo al que tuvieron en origen, edificios con los que convivimos con toda naturalidad. Otros desaparecieron o los hicieron desaparecer y muy poco de Memoria Histórica se puede hacer ya donde ellos estuvieron. El espectro de Mola no existe, pues ha sido tan perecedero como lo será el que cualquiera de nosotros podamos representar; esos fantasmas no pululan más que en nuestra imaginación, aunque sí podemos mostrar a las generaciones futuras quiénes fueron todos los Mola de turno en un edificio habilitado adecuadamente para ello.
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