Iñaki Egaña
Historiador

El fin de la dispersión

A la andoaindarra Matilde Arribillaga la recuerdo en muchas de las movilizaciones a favor de los derechos de los presos políticos vascos. Un grupo de mujeres veteranas, la mayoría abuelas, con armadura de hierro y corazón del color de la flor del cerezo que despunta estos días, se había convertido en nuestra conciencia, como aquellas que en la Plaza de Mayo argentina invocaban a los suyos desaparecidos.

Hace unos días se cumplieron 29 años de la desgracia. Matilde esperaba la llegada de un autobús que condujese a varios familiares de presos para acercarse al Parlamento de Gasteiz, donde PP, PSOE y PNV se vanagloriaban de quién era más que quién en la adopción de medidas políticas en el código penitenciario. Su hijo, «Xifi» Jauregi había sido detenido en 1987. Un despiste y la vida se le fue a Matilde en un instante. Un camión la atropelló. No consta en la relación de víctimas, ni siquiera entre esas 16 muertes causadas por la dispersión de los presos. Como en los accidentes laborales, unos y otros nos quedamos con la impresión de que la suerte es un factor determinante en el devenir cotidiano. Por razones biológicas y estadísticas, Matilde ya no estaría entre nosotros. Pero sin la dispersión de los presos políticos vascos, no habría fallecido aquel fatídico día de 1994.

Hoy, con los presos condenados por la Audiencia Nacional en prisiones vascas o camino de ellas y los igualmente castigados por el Tribunal de lo Penal de París en la cercanía de Lannmezan, con alguna excepción, el alejamiento y la dispersión parecen abocados al baúl de la desmemoria. Minimizando sus consecuencias, como si se tratara de un fleco de ese conflicto español con los vascos que oficialmente niegan. Sin embargo, el alejamiento y la dispersión han sido dos de los universos políticos y de solidaridad de varias generaciones de vascos.

Desde la legitimización internacional de España con aquel proceso que llamaron Transición, la política penitenciaria española con la disidencia, especialmente la vasca, pasaba por seguir modelos importados. Al comienzo, agrupando a los internos en cárceles como la de Soria (1978) y alejados a Puerto y, más tarde, en prisiones de máxima seguridad. Como la de Maze (Long Kesh) en Eire, la de Stammheim en Alemania o la de Asinara en Cerdeña. Para los vascos, los cuatro módulos de Herrera de la Mancha. Las marchas anuales condensaron un compromiso para enmarcarlo en los paneles de la «borroka memoria».

A pesar de la concentración de presos en Herrera, los movimientos compartidos por París y Madrid ya dieron pistas de lo que se avecinaba. En 1984 detuvieron a decenas de huidos en Ipar Euskal Herria y los mandaron, a pesar de una propaganda benévola, a cárceles a cielo abierto, a Gabón, Cabo Verde, Ecuador, Sao Tomé, Togo, Panamá... Un año más tarde, en plena actividad de los GAL, Francia comenzó a alejar y dispersar a los presos vascos detenidos en el Hexágono, a criminalizar a la solidaridad, en especial a la bretona, y a entregar, de «Policía a Policía», a cientos de refugiados que luego torturaban. Que vengan ahora a decirnos que esta ofensiva represiva coincidió en esos frentes, incluidos el de la guerra sucia, de casualidad. En algún lugar, como antes el Plan Zen, se hallarán los documentos que certifiquen, con nombres, apellidos y siglas, los planes de los gobiernos citados, incluidos los autonómicos (PNV y CiU apoyaron la dispersión).

Los presos de la época comentaron que aquel 23 de enero de 1987, cuando salió el primer contingente de presos desde Herrera con destino a siete cárceles del Estado español, les pilló de sorpresa. Ya en 1989, con Enrique Múgica Herzog ministro de Justicia, el alejamiento se multiplicó exponencialmente, llegando a desplazar presos vascos a Ceuta, Melilla y a las islas Canarias. Hasta casi 70, incluidas las del Estado francés. Y en el interior de las mismas, separados en módulos. Cuando en 1991 Juan María Atutxa llegó a la consejería de Interior, la dispersión, que ya era un hecho, la aplaudió hasta enrojecer.

Lo especial de la dispersión fue el hecho de que, como la vuelta en 1975 de los borbones a la presidencia de España, el alejamiento era, asimismo, una restauración. En 1938, los presos vascos fueron dispersados hasta las entonces colonias y hasta más de medio centenar de prisiones diversas. En marzo de 1969, todavía año y medio antes del Proceso de Burgos, Madrid también eligió alejarlos, desde Puerto de Santa María, a Córdoba pasando por Pontevedra. De Barcelona sacaron a ejecutar a Txiki Paredes.

Y en aquellos viajes interminables, también perdieron la vida otros familiares, no contabilizados entre los 16 últimos: Juanita Goñi Lasa, Miren Zumalde, Anton Guridi. No serían tampoco los únicos sin contabilizar. En julio de 1999, después de volver de Gasteiz donde habían visitado a los suyos, cinco familiares de Emilio Martínez de Marigorta, (Sucet, Grancinda, Suvanilda, Madalena y su hijo Ibai), dispersado y deportado a Cabo Verde, murieron en accidente de aviación.

La dispersión generó también un movimiento de solidaridad en el Estado español que a veces no hemos sabido valorar. Cientos de jóvenes y no tan jóvenes madrugaban cada fin de semana y se ocupaban de acoger a los familiares. En Cartagena, en Sevilla, en Puerto de Santamaría, en Madrid, en Córdoba. Amenazados y vilipendiados. Eskerrik asko.

Pasaron poco más de dos meses para alejar a los presos vascos en 1989 y cuatro años y medio para repatriarlos, después de más de 30 de conculcación de la ley orgánica general penitenciaria. La dispersión costó a cada familiar unos 20.000 euros al año. Decenas de vueltas al planeta, millones de euros acumulados, en una multa gigantesca sin factura. El coste de la represión, aún sin evaluar. A la espera de ese «aquello nunca debió suceder» o «fue injusto». Porque hasta ahora, la respuesta institucional, como señalaba Rafael Vera, uno de los puntales de los GAL, es la de que el fin justificaba los medios. Incluida la dispersión.

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