Sasi Alejandre
Periodista

El fuego amigo en la izquierda: ¿dejaremos que nos construya el enemigo?

Se nos dijo, en las lecturas sobre ese huracán que fue el siglo XX, ya en retrospectiva, que el fruto prohibido que dio pie a esa llamada edad de los extremos fueron las «pasiones» y, por tanto, si quisiéramos evitar que esa hecatombe vuelva a suceder (como nos dicen que tenemos que querer), es, entonces, anulando las pasiones. Como se vilificó el mero concepto de «ideología» para aludir a cómo los valores, las concepciones éticas, el compromiso por una causa y la lucha por un mundo mejor, no eran más que guiños a revivir esa era de los extremos que había que desterrar. En ese plano, la izquierda no solo es derrotada militar y geopolíticamente a finales de ese siglo, sino que, también, fue derrotado su imaginario: la noción de los valores en colectivo, de la lucha por algo. Pero la rueda de la historia sigue girando y la izquierda sigue brotando entre las grietas, irremediablemente. Pero hay un segundo «pero», y este es el que nos interesa. El neoliberalismo subsiste porque crea armonías, esquemas, patrones: se comporta con la tierra como se comporta con sus súbditos, con la arquitectura, como con la educación, con la sanidad, como lo hace con las ciencias exactas. Así como una planta transgénica (clave para desterrar la soberanía alimenticia de nuestros países y asegurar nuestra dependencia), una vez plantada, aún eliminada, implanta modificaciones genéticas irreparables en las tierras, lo que hoy por hoy, llamamos «izquierda», también está, digamos, genéticamente modificada.

Ya había dicho la propia Thatcher que su hito político más grande fue Tony Blair. Conseguir que las políticas neoliberales más crudas, las alianzas con los grandes oligopolios mediáticos como el de Rupert Murdoch, los recortes y la represión, se ejercieran, no solo por vía de la Dama de Hierro en la carne, sino, en su versión más vehemente, por un representante del histórico partido laborista británico como lo fue Blair y hoy podemos decir Keir Starmer. Bajo la visión de que es la izquierda la única que puede empujar políticas de derecha sin que el mundo arda. Porque, en ese momento, todavía se le concedía a ese laborismo, a esa socialdemocracia, el beneficio de la duda.

La derecha, infiltrándose en lo que erróneamente hemos concebido como la «izquierda», lo hemos visto tantas veces: policía patriótica, agentes encubiertos, la Usaid, el FMI o el Banco Mundial y su dinero con exigencias o las ataduras. Acuerdos que dictaminan: «A cambio de tu servicio de lacayo disfrazado de rebelde, te permito subir al poder sin denuncias falsas, casos de lawfare, difamaciones mediáticas». Excepto que, muchas veces esa coerción no es necesaria, porque el neoliberalismo, con tristeza lo podemos decir, se escurre como el agua, en todas las grietas, no solo en términos de políticas concretas, de actitudes ideológicas, sino también en las estructuras internas de los partidos, de los movimientos, aun los que se han autodenominado y hemos concebido popularmente como las izquierdas. Se ve en las dinámicas de linchamiento, de celos internos y de campañas de destrucción de ciertas figuras que incomodan a las formaciones, que, bajo fuego amigo, priman su destrucción antes que la supervivencia del propio grupo.

Hemos repetido hasta el cansancio que «te definen tus enemigos», refiriéndonos a que el nivel de los ataques que recibimos determina los intereses a los que verdaderamente ponemos en jaque. Si nos ataca la prensa oligárquica, el régimen del 78 español, los vestigios del PRIAN en México, las ONG de la Usaid o la guerra suave o bélica de la CIA, es porque estamos del lado correcto de la historia, pero, ¿qué pasa cuando los enemigos no solo nos definen, sino que nos construyen? Cuando interiorizamos el mantra de que es únicamente con las armas propias del enemigo que vencemos al enemigo, porque, cierto o no, cuando decidimos empuñar un arma, ¿dónde marcamos la línea que delimita que solo la usaremos contra nuestros enemigos y no contra nuestros amigos también? Y, la pregunta que subyace, ¿cuándo se decide quiénes son amigos y enemigos y bajo qué criterios, personales o políticos, colectivos o personalistas?

Personajes así, los hemos visto en toda la historia: Fouché, el asesor de Napoleón, del que escribe Stefan Zweig, era un aventurero sin fe a todas luces, que vota a favor de la revolución francesa, simple y sencillamente porque sabía que iba a ganar, no por ninguna convicción. Porque sabe, una revolución no pertenece al primero, al que la inicia, sino al último, al que la culmina, haciéndose a ella como una presa. Solo se decide cuando la batalla se vislumbró ganada. Colocarse detrás de los que tienen la fe, solo para, en un instante decisivo, traicionarlos rotundamente. Estar en política es saber que siempre habrán Fouchés: a Patrice Lumumba lo traicionó uno de sus mejores amigos, que colaboró en su asesinato y se transformó en el nuevo dictador a sueldo de la CIA. Lenín Moreno, quien fuera el vicepresidente de Rafael Correa, fue el que lo traicionó no solo a él, sino a Julian Assange, entregándolo, y al pueblo ecuatoriano, hablando en español y pensando en inglés, siempre para los intereses del imperio. Pero, ¿el Fouché siempre será el otro? La paradoja de los movimientos contrahegemónicos es que, luchando contra un statu quo, en una posición de subalternidad, la paranoia y la vileza siempre están a la vuelta de la esquina, como un animal en cautiverio, que suelta zarpazos. Pensar que porque te han atacado, tienes la potestad moral para atacar incluso a los tuyos.

Desde que nuestro imaginario revolucionario fue extirpado, después de tantas derrotas, como viviendo en un estrés traumático colectivo, se enraíza el canibalismo en las filas de la izquierda, crece la frustración, el recelo, como si también trasladaremos nuestra ira contra un sistema injusto a la ira contra el movimiento por haber fallado en cambiarlo. En este cautiverio donde no tenemos claro el ¿qué hacer?, nos enrocamos en lo abstracto. El discurso lo podemos tener claro, hablar como los dioses, pero parece que a veces olvidamos que la izquierda pierde cuando, alegando sobre el amor a la humanidad, sacrifica el amor a la gente.

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