Iñaki Bernaola
Berango

El himno

Ha ocurrido más de una vez. Durante el franquismo, y también después: habiendo participado algún equipo español en competiciones deportivas internacionales celebradas fuera de su territorio, a la hora de interpretar el correspondiente himno nacional, en lugar de la Marcha Real se oyó el Himno de Riego.

Este evento solía acarrear por parte de las autoridades españolas la consiguiente interpelación oficial y, dicho sea de paso, también un cabreo morrocotudo.

Lo de la interpelación se entiende bien. A fin de cuentas, el Himno de Riego no era ya el oficial de España. Lo del cabreo ya no tanto: ¿No fue acaso el Himno de Riego oficial en otra época, la de la Segunda República? ¿No es pues tan español como cualquier otro y, por tanto, merecedor del máximo respeto por todos los españoles? ¿A cuenta de qué, entonces, tanta indignación, e incuso desprecio?

Yo creo que, en el fondo, la mayoría de esas autoridades no veían ese hecho más o menos anecdótico como una mera equivocación, sino como una provocación. Porque en realidad no consideraban al Himno de Riego como un himno genuinamente e indiscutiblemente español, sino como el himno del enemigo.

Ya sé que algunos ilustrados de la progresía acomodada nos dicen ahora que la diferencia entre el Himno de Riego y la Marcha Real es insignificante, porque las dos Españas son ya la misma. Yo pienso sin embargo que la distancia que separa lo que representa uno u otro himno, es decir, un millón de muertos en una guerra civil, es una distancia demasiado grande para saltársela a la torera; y pienso también que, de hecho, las dos Españas siguen siendo dos.

Dicen que la música es el arte que mejor llega hasta el corazón. Comparto totalmente esa opinión, y por ello pienso que el himno, más incluso que la bandera, es lo que más profundamente suscita sentimientos de pertenencia a un colectivo, a una nación. No hay nada que emocione más que escuchar un himno que, por una u otra razón, nos sugiere algo que consideramos nuestro propio.

Hay himnos que han rebasado las fronteras sentimentales de un país, y han devenido símbolos universales. La Marsellesa, por ejemplo, es un himno revolucionario. Un himno que nos dice que los ciudadanos deben tomas las armas, formar batallones y alzarse contra el estandarte sangrante de la tiranía.

Curiosamente, otro himno devenido universal es también de origen francés: el himno que nos dice a todos los trabajadores del mundo que estamos en el mismo bando. El himno internacional que los trabajadores nacionalistas vascos cantamos con la letra traducida por nuestro poeta Gabriel Aresti, mientra que la mayoría de los trabajadores «no nacionalistas» apenas si recuerdan ya su letra en castellano.

Los catalanes tienen un himno, Els Segadors, que sin distinciones les dice al corazón que son catalanes. Los vascos, por desgracia, no tenemos algo similar. El ‘Gora ta gora’ oficial en la Comunidad Autónoma de las tres provincias, sigue adoleciendo de regusto aranista, con todo lo bueno y malo del término. El Eusko Gudariak, nos guste o no, tiene otras connotaciones. El Gernikako Arbola podría valer,  pero parece ser que no lo tomamos demasiado en serio.

 ¿Qué necesita España para llevar a cabo una auténtica transformación rupturista que le abra un camino de futuro como nación, y que permita a los españoles decir sin tapujos y sin complejos que son nacionalistas españoles sin que el término tenga ninguna connotación peyorativa? Yo creo que dos cosas: la primera, que España deje de ser una monarquía y pase a ser una república, porque la monarquía no es sino un factor de inmovilismo. Y la segunda, que España se quite de encima a vascos y catalanes, porque obligarles a estar metidos en el mismo saco aunque no quieran no es sino un factor de eterno conflicto. Ni a los vascos y catalanes nos gusta ser españoles, ni los españoles quieren consideranos verdaderamente compatriotas, porque saben –y sienten– que en el fondo no lo somos.

En el partido de fútbol jugado el sábado 30 de mayo en el Camp Nou se conjugaron estos dos factores de forma más que notoria, aderezados encima por una pasión futbolística que, lo mismo durante el franquismo que después, ha sido en España, y también en otros lugares, reflejo de conflictos políticos y de choques de identidades.   

Mal que les pese a muchos, el abucheo a un himno nacional, indudablemente una acción ofensiva, no es sino el exponente de un pertinaz inmovilismo, de unos conflictos mal resueltos, de un choque de identidades que, en buena ley, podría resolverse dando la opción democrática a que cada colectivo decida qué nación quiere constituir, y cómo quiere hacerlo.

Decía antes que los vascos no tenemos aún un himno que, sin distinciones, lo sintamos todos como algo propio. Los españoles tampoco lo tienen. A lo mejor cuando tanto unos como otros podamos escuchar algo que, aparte de sentirlo con emoción y, por que no decirlo, también con orgullo, sepamos que es sólo nuestro, y que los demás no tienen ningún motivo para sentirse ofendidos o dañados por lo que representa, a lo mejor en ese momento los abucheos cesarán para siempre.

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