Ekain de Olano

El hombre que caminaba sobre su reflejo

El régimen del 78 no caerá por sus enemigos, sino por su propia corrupción interna. El régimen finge ser garante de la democracia, pero se sostiene sobre estructuras de poder intactas desde el franquismo. ¿Es esto una forma de gobernar o una forma de vivir?

Durante este tiempo ha vivido del reflejo de los innumerables espejos infinitos colocados por los expertos en la geometría del poder. Cada decisión se multiplicaba en su opuesto: podía parecer honrada, pero desde otro ángulo se revelaba como impostura. La política se ha convertido en una cuestión de encuadre. Una aritmética de gestos.

En su andar erguido, había aprendido a no dejar huella. No tropezaba, no se detenía. Su mayor talento era el cálculo. Donde otros dudaban, él sonreía. Donde otros caían, él giraba el plano.

En sus primeros años, algunos le atribuían una fe particular. No en los discursos que relataba, sino en su imagen. Todo en él sonaba bien, como un guion pulido al detalle, como un anuncio sin fisuras. Pero le faltaba algo. Le faltaba esa fricción mínima que delata la presencia de lo verdadero.

Cuando todo estalló, ni siquiera en los bares donde se desayuna con indignación fruncieron el ceño. Solo los ingenuos seguían esperando alguna forma de terremoto político. El cinismo se había vuelto hábito, y Pedro Sánchez su personificación más afinada. Le ofrecieron sacrificar una pieza y lo hizo. Le permitieron despojarse de otra, y sin titubear, lo volvió a hacer. Por el bien de su imagen. Y por el reino de España, por supuesto, hasta un ministro ha dimitido.

–Tenemos que recomponer la confianza –dijo, con ese tono que usaba cuando sabía que nadie le creía, pero nadie podía desmentirlo. En privado, se preguntaba si el país era tan solo un decorado. Solo ante el espejo, en voz baja, se preguntaba: ¿Cuántas verdades caben en una legislatura?

No encontraba culpa en aquel reflejo. Solo estrategia. A fin de cuentas, él no había inventado el juego. Solo había aprendido a jugarlo mejor que nadie. Como un campeón a quien le quedan cada vez menos minutos en el campo de fútbol.

A su alrededor, algunos comenzaban a dudar. No de su destreza, sino de su voluntad. Una ministra le preguntó si no temía acabar solo, repudiado incluso por los suyos. La soledad −respondió− es parte del precio del poder. Nadie gobierna abrazado a otro.

Con follón o sin él, con pactos o sin ellos, con reformas o con remiendos, con contradicciones o sin explicaciones, España seguía bailando. Impulsada por una fuerza sin fe. Como si, tras tanto desengaño, hubiera aprendido a funcionar sin necesidad de creer. Era el triunfo del cinismo. Y él lo sabía. Conocía bien el país que presidía.

Ya no hacía falta prometer. Bastaba con anunciar que no serían peores que los anteriores. O que evitarían que vinieran los otros. Gobernar se había convertido en administrar el mal menor como si eso fuera una virtud.

No somos perfectos, pero somos necesarios –pensó un día–, como quien receta un fármaco. No ofrece esperanza, sino evitar la fatalidad.

Frente al espejo, ocupaba ese lugar donde ya no se decide qué hacer, sino qué mostrar. Y entonces lo vio: una grieta. Sutil. Pero cierta. En su interior resonaron estas palabras: danos tiempo, danos tiempo. Antes de que nuestro mundo se desmorone. Y quizás, quizás, quizás.

Por primera vez en mucho tiempo, dudó. No de su estrategia. Dudó de sí mismo. Dudó de si alguien, alguna vez, lo había conocido de verdad. Si tras tanto espejo, tras tanto cálculo, aún quedaba algo que no fuera reflejo. Su semblante era otro. Su huella, borrada por completo en el suelo bruñido de su propio andar.

Al día siguiente, volvió a caminar sobre espejos. Como si nada hubiese ocurrido. Como si todo estuviera ya escrito en la suave armonía del fin. Se dijo en silencio: ¿tú también piensas en mí? Por favor, vete, vete lejos. Ya no queda nada de ti. Sin el valor necesario para entrar en la habitación sin nombre y abrir las puertas del cambio. Un grito irrumpió en el vacío, fugaz como un destello de luz, escucho: ¡Antes tendrá que abdicar el Borbón!

Acababa de saborear el clímax. Ha sobrevivido. No es el villano que destruye España ni el héroe que la transforma. Simplemente, es el gestor de la transición permanente. Volvía a empezar. Como siempre. Como nunca. Aplaudiendo mientras cambiaban el decorado.

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