Nora VÁZQUEZ
Jurista y sanitaria

El laberinto de papel

Las carpetas se amontonan como lápidas en los despachos, expedientes que son esqueletos de vidas suspendidas, sueños embalsamados en papel sellado. El funcionario, es el guardián de este purgatorio administrativo. La ley, pensada para ordenar, se retuerce hasta convertirse en una soga. No es pereza, es la impotencia de ver cómo el sistema, hecho para ayudar, se atasca y duele.

Los días se diluyen entre trámites que se repiten, papeles que viajan de un lado a otro sin sentido aparente. Los funcionarios, que entraron con la ilusión de servir a lo público, se ven atrapados en un engranaje lento, donde la eficiencia es un fantasma y la frustración, una sombra constante. Y no es solo la lentitud. Es la desconexión. La norma, escrita en un lenguaje frío y distante, choca con la realidad humana. El funcionario ve a la persona detrás del expediente, la urgencia de su situación, pero las reglas son inflexibles. La sensación de no poder hacer lo suficiente, de estar atado de manos. La impotencia también se manifiesta en la disparidad entre la teoría y la práctica. Los manuales y protocolos, diseñados con la mejor intención, se estrellan contra la complejidad del mundo real.

Otro tema es la falta de reconocimiento. Los funcionarios, que a menudo son vistos como meros burócratas, sienten que su trabajo no es valorado. La crítica constante, la imagen negativa que se proyecta de la administración, mina su autoestima y su motivación. La sensación de que su esfuerzo es invisible, de que su dedicación no importa, contribuye a la espiral de desencanto que atrapa a muchos dentro del sistema.

La ciudad se convierte en un mapa de laberintos burocráticos, calles sin salida donde se extravían los anhelos. El joven emprendedor, con su idea brillante y su fe de quijote moderno, choca contra muros de hormigón armado, formularios que son acertijos indescifrables. La anciana, con su fragilidad de pájaro herido, se pierde en la selva digital, un territorio hostil donde las claves y los códigos son lenguas muertas.

La promesa de una administración pública eficiente y al servicio del ciudadano se desvanece a menudo en la realidad de interminables colas, formularios redundantes y una sensación de impotencia ante la maquinaria burocrática. Pensemos en el empresario que, intentando expandir su negocio, se encuentra con una maraña de permisos y licencias que duplican requisitos y alargan los tiempos de espera hasta la desesperación. O en el ciudadano que, buscando acceder a una prestación social, se topa con la exigencia de documentación que ya obra en poder de la administración, pero que debe aportar nuevamente, en una absurda repetición.

La digitalización, que debiera ser un aliado en la simplificación de trámites, se convierte a menudo en un nuevo laberinto. Plataformas que exigen conocimientos informáticos avanzados, certificados digitales incomprensibles para el ciudadano medio, y una desconexión palpable entre la promesa de la modernidad y la realidad de una brecha digital que deja a muchos atrás. Casos reales abundan: ancianos que renuncian a solicitar ayudas por la complejidad de los trámites online, o emprendedores que desisten de proyectos por la imposibilidad de navegar en las plataformas digitales de la administración.

La ineficiencia burocrática tiene un impacto directo en la economía y en el bienestar social. Retrasos en la concesión de licencias frenan la actividad empresarial y la creación de empleo. La lentitud en la tramitación de ayudas sociales agrava situaciones de vulnerabilidad. La desconfianza en la administración, alimentada por la opacidad y la falta de respuesta, mina la cohesión social. Consideremos el caso de pequeños autónomos que ven cómo sus negocios se ven retrasados meses por la lentitud de los trámites. O de familias que esperan meses por una ayuda para vivienda, donde la urgencia del momento contrasta con la lenta maquinaria burocrática.

La comparación con otros países europeos evidencia la magnitud del problema. Mientras que en naciones vecinas la administración pública se ha transformado en un modelo de eficiencia y cercanía, aquí persisten prácticas anacrónicas y una cultura administrativa que prioriza el papeleo sobre el servicio al ciudadano. En países nórdicos, por ejemplo, la interoperabilidad de los sistemas informáticos permite que los ciudadanos realicen trámites con unos pocos clics, y la información fluye entre departamentos sin necesidad de que el ciudadano la aporte repetidamente. Mientras que aquí, la falta de coordinación entre administraciones y la duplicidad de trámites generan frustración y pérdida de tiempo.

La transformación de la administración pública exige una voluntad política decidida y un cambio profundo en la cultura administrativa. Es necesario simplificar los procedimientos, eliminar la burocracia innecesaria, invertir en la digitalización y la formación de los funcionarios públicos, y poner al ciudadano en el centro de la ecuación. La adopción de tecnologías como la inteligencia artificial y el big data puede agilizar la gestión pública y mejorar la toma de decisiones, recordando que la tecnología debe estar a nuestra disposición y servicio y no al contrario. Pero, sobre todo, es necesario recuperar el sentido de lo público, construir una administración que sea un instrumento al servicio de la ciudadanía, y no un obstáculo en su camino.

La ineficiencia burocrática no es solo un problema administrativo, sino una cuestión de justicia social. Una administración lenta y opaca genera desigualdades, dificulta el acceso a derechos y oportunidades, y mina la confianza en las instituciones. Es necesario, pues, construir una administración pública que sea un reflejo de los valores de transparencia, eficiencia y cercanía que queremos para nuestra sociedad. Una administración que sea un aliado en la construcción de una ciudad más justa y habitable para todos.

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