Ibon Cabo Itoiz

El lenguaje político para esconder la realidad

Así pues, debemos tener cuidado con los usos políticos del lenguaje pues si no caeremos en la indiferencia social y este es el paso previo a la desaparición, o peor aún, a la sumisión

Cuando uno toma la decisión de escribir un artículo de opinión en torno a la situación política del país, casi siempre tiende a utilizar terminología abstracta fundamentada en exabruptos grandilocuentes para tratar de elevar el debate. Así, terminamos de confundir al lector con frases exageradas, unidas a proverbios de origen popular como si lo importante fuera la forma y no el fondo. Ahora con la aprobación del presupuesto vamos a volver a caer en estos usos sin que ataquemos de verdad los fondos de la cuestión.

«Esto siempre ha sido así», «estamos ante una crisis de la que solo podemos salir juntos», «no hay dinero para atender todas las necesidades», «las pensiones públicas se tienen que transformar porque no llega» y un largo etcétera. Este uso del lenguaje se contrapone con expresiones marcianas que suenan a chino, pero que parecen tener todas las soluciones: «la lucha de clases es la única salida», «somos la salvaguarda de la democracia». Así entre dos registros lingüísticos que ocupan lugares sociales en teoría tan diferentes, pasamos por alto la realidad de que son las élites quienes gestionan ambos espacios. Ante esto, toca reflexionar sobre el acceso a la élite y el surgimiento de castas y caspa en distintos niveles económicos y sociales y proponer soluciones terrenales para problemas fundamentados en el disfraz, es decir, en la palabra.

Cuando alguien asume en nombre del pueblo un postulado hay que tener mucho cuidado. Históricamente es lo más cercano a la implementación del pensamiento único. La realidad de nuestro pueblo es que lleva esperando acuerdos de país para salir del ostracismo al que le somete el Estado español generación tras generación. Las matxinadas, las guerras carlistas, los diversos alzamientos militares centralistas y fascistas, la guerra civil, el genocidio franquista, la falsa transición, las diversas treguas, Lizarra Garazi y por fin Lortu Arte y Euskal Herria Ezkerretik. Todas ellas fueron ocasiones en las que determinadas élites políticas trataron de impulsar el auto gobierno por encima de la democratización y el reparto de la riqueza. Faltó calle y faltaron medidas que repartieran fehacientemente la riqueza y la propiedad de los medios de producción en este país.

Decía Paulo Coelho que «existe un lenguaje que va más allá de las palabras». Sin duda el lenguaje que se está usando en el parlamento vasco estos meses va más allá de las simples expresiones políticas. Esto nos lleva a la primera gran cuestión de la política actual. Se busca orientar el derecho a decidir a un nuevo estatus que fomente el incremento del auto gobierno y que el derecho a decidir sea eje de actuación de la política vasca. Grandes palabras que serán solo realidad si se fundamentan en tres variables: la construcción de grandes estructuras de Estado (seguridad social y pensiones, control de la energía en todo su proceso y representatividad activa y real en las instituciones de la Unión Europea), la renovación política y la utopía política como único destino. Las palabras se quedarán vacías sino se ven reflejadas en leyes este tipo de demandas fundamentales. Por ello, los presupuestos deberían estar ya orientados a la construcción de este tipo de realidades a futuro, pues con el marco actual ya se puede ir sembrando para el mañana con la exigua realidad de hoy (siguiendo con el ejemplo económico, hoy es posible adoptar mejoras en las políticas activas y pasivas de empleo, apostar por las energías renovables en porcentaje real y en el acceso del consumo público y privado a estas y mejorar la presencia en consejos y órganos donde la CAV tiene competencia exclusiva). No olvidemos que el marco actual sin progreso social es sinónimo de más pobreza y peor reparto. Más aún, cuando la derecha centralizadora va imponiendo en el estado su discurso ante la pasividad de una partido socialista sin capacidad de enfrentarse al discurso retrógrado de esta.

La segunda cuestión tiene que ver con la renovación política, la ética y la moral. El sistema de gobierno actual está basado en el clientelismo, es decir, la política de «amiguetes» (yo te pongo en el centro del debate y te doy un papel si a cambio intercambiamos cromos). Esto, que es una realidad en los usos sociales diarios de las personas, puede llevarnos a no distinguir entre lo que es el «bien común» y el «bien personal o de los cercanos». Así pues, un nuevo estatus puede ser parte del bien común siempre y cuando no esté destinado a perpetuar a las mismas élites políticas. Para ello, debiera incluir medidas relativas a la alternancia política, a los límites a permanecer en cargos políticos y sociales, además de incluir medidas fehacientes contra la corrupción y la transparencia política. Mientras haya una serie de apellidos que nos mantengan dando «vueltas a la rotonda», no atenderemos a la demanda real de participación, democracia y regeneración. A nadie se le escapa que una serie de apellidos ilustres, ejemplos consagrados, llevan en política desde el principio de los tiempos. En el Estado español desde la llegada de los Borbones pero… ¿y en Euskal Herria? Algunos políticos son más conocidos que los futbolistas de su pueblo y esto deberían de cambiar también con el nuevo estatus. La CUP tiene un modelo organizativo al respecto bastante interesante que deberíamos retomar para el análisis.

La tercera cuestión es porque se utiliza el lenguaje para ridiculizar determinadas propuestas. Los términos imposible, demagogia, populismo, utopía… son palabras que siempre se aplican a propuestas de izquierdas con la intención, nada inocente, de terminar «jodiendonos la vida». La reforma laboral era imprescindible, las pensiones no se pueden subir, el salario mínimo retrasa la creación de empleo, la sanidad pública es demasiado cara… Ridiculizan nuestras propuestas tratando de quitarles valor y a veces nosotros mismos caemos en este error. Luchar contra una red de medios de comunicación sin ningún tipo de autocrítica no es fácil. Pero más difícil aún es renunciar a nuestros propios discursos en aras de llegar a algún tipo de acuerdo, que más que desgastar al rival, nos hace a veces caer en la amnesia colectiva. Así pues, debemos tener cuidado con los usos políticos del lenguaje pues si no caeremos en la indiferencia social y este es el paso previo a la desaparición, o peor aún, a la sumisión. Estamos a tiempo de llegar acuerdos que no olviden el lenguaje de lucha del que venimos, ya que solo desde el lenguaje directo podemos llegar al corazón de la gente y cambiar las cosas.

 

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