Iñaki Egaña
Historiador

El método Grimau

La justicia punitiva y vengativa se sustenta en un hecho relevante, el relato de vencedores y vencidos

Habían pasado 23 años desde el final de la Guerra Civil, cuando miembros de la temida Brigada Política Social detuvieron en un autobús urbano de Madrid a Julián Grimau, antiguo militante republicano, reconvertido en comunista durante la contienda. Era 1962, el mismo año en el que el supuestamente agradable y progresista papa Juan XXIII excomulgaba al barbudo Fidel Castro, por haber derrocado al fascista Fulgencio Batista, exiliado luego en Marbella. Desde 1954, Grimau pertenecía a la dirección del Partido Comunista.

El trato al detenido fue el mismo que se prolongó durante décadas en los calabozos de la Puerta del Sol. Torturado hasta la extenuación, Grimau sería juzgado por militares disfrazados de jueces, condenado a muerte por hechos relacionados con la Guerra Civil, y ejecutado. La opinión internacional se escandalizó: la guerra había concluido hacía más de dos décadas, Y, sin embargo, la justicia vengativa del Régimen seguía siendo insaciable.

No era, sin embargo, el primero de una larga lista de venganzas que se prolongó durante la noche franquista. Txomin Letamendi Murua, de Bilbao, dirigió un batallón abertzale durante la guerra. Marchó al exilio y residió en Venezuela, hasta que, a comienzos de 1950, su partido, el PNV, le envió clandestinamente a Madrid para ejercitar labores de espionaje. Detenido por la Policía del Régimen, fue torturado hasta la muerte. Hace unos pocos años, su familia recuperó los restos y aún se podían apreciar en ellos el efecto de la tortura. La mandíbula la tenía machacada.

Dos años antes de la muerte de Letamendi, Madrid se apuntó otro nombre en su larga lista de venganzas. Conocido el hecho de que muchos refugiados de la guerra no tenían apenas recursos para sobrevivir en el exilio y su deseo de retornar era más fuerte que el del temor a las consecuencias, el Régimen franquista expandió el mensaje de que los que no tuvieran «delitos de sangre» serían bien recibidos en la España victoriosa. Centenares de familias se acogieron a acuerdos pactados en embajadas y consulados y volvieron a casa.

Pero el Régimen no tenía palabra. Manolín (Manuel Pérez), un futbolista donostiarra que había cruzado la muga para evitar el servicio militar, fue el afectado que citaba en el párrafo anterior. En la primavera de 1948, la Real Sociedad de fútbol y el Gobierno Militar de Donostia negociaron la vuelta del exilio de Manolín, que previamente había sido condenado en rebeldía a 30 años de cárcel. Tras los acuerdos alcanzados, Manolín cruzó la muga con toda clase de garantías y se reincorporó a la disciplina de la Real hasta que dos meses después de su llegada fue detenido por la Policía acusado de paso clandestino de frontera y de «tentativa de reorganización del Partido Comunista».

El caso del alcalde republicano donostiarra tuvo también su eco. Fernando Sasiain conoció el exilio en toda su amplitud. Se salvó de la muerte cuando fue detenido por la Gestapo nazi e internado en la cárcel de Baiona. La derrota le provocó una gran depresión, intentó suicidarse y negoció su vuelta a casa. Nada le pasaría. Pero justo cruzar la muga, en 1950, fue detenido y acusado de reivindicar la libertad. Fue ingresado en un hospital siquiátrico hasta su muerte (1957), en calidad de detenido. Los médicos que le atendían eran interrogados mensualmente porque la Policía sospechaba que la deteriorada salud mental de Sasiain no era sino una treta para evitar una prisión más severa.

Todavía en junio de 1961 fue detenido el abogado bilbaino Sabin Barrena en Irun, cuando pasaba la frontera con pasaporte venezolano ya que, exiliado en Caracas, había obtenido la nacionalidad del país americano. Barrena había recibido la confirmación en la embajada de España en Caracas de que no había causas pendientes en su contra y que podía viajar, como era su deseo, de vacaciones a Euskal Herria. Encarcelado en Martutene y Carabanchel (Madrid) fue juzgado en consejo de guerra y, tras una petición fiscal de 20 años, condenado a 8 por «recoger información para el Gobierno vasco». Trasladado a la cárcel de Soria, coincidiría en prisión con los primeros detenidos de ETA dispersados por los penales españoles.

La política penitenciaria como venganza no ha sido una cuestión relacionada con la etapa franquista. En estas últimas semanas hemos asistido a la renovación de su carta de naturaleza. David Pla es imputado por jueces españoles por una reunión que supuestamente tuvo lugar en territorio francés. París ya le había liberado de aquella acusación, pero Madrid vuelve a la carga.

Resulta llamativo, asimismo, el hecho de que 38 años después de los hechos por los que se imputa, dos vascos, Enrique Letona y Nati Jauregi, sean perseguidos por la «justicia» española para ser juzgados. No sería la primera vez, por otro lado, que, pasados 35 años, incluso cerca de 40, los tribunales de excepción españoles hayan imputado y juzgado a ciudadanos vascos. Es público y notorio el interés de la presidenta de la AVT de destripar el atentado mortal que sufrió su padre en la época franquista cuando sabe a ciencia cierta que está amnistiado.

La justicia punitiva y vengativa se sustenta en un hecho relevante, el relato de vencedores y vencidos, respaldado en la naturaleza histórica de esa victoria: venganza, venganza y venganza. Recuerdo, la edad manda, que cuando ETA mató al almirante y presidente español Luis Carrero Blanco (1973), el diario ‘‘Pueblo’’, entonces el más «progre» entre la clase mediática franquista, extrajo en grandes titulares para su portada las palabras de Torcuato Fernández-Miranda, sucesor momentáneo del fallecido en la presidencia hispana: «Hemos olvidado la guerra en el afán de construir la paz entre los españoles; pero no hemos olvidado, ni olvidaremos nunca, la victoria».

La justicia punitiva y vengativa, desde las ejecuciones de Xabier Mina, José Rizal, Lauaxeta o Aitzol, por «sedición» o «rebelión» no tiene fecha de caducidad. Aún veremos nuevos episodios.

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