Olga Saratxaga Bouzas
Escritora

«El oxígeno no es para los muertos» (Hiba Kamal Abu Nada)

Es una franja de tierra de clima templado que mira al mar Mediterráneo a lo largo de 41 kilómetros. Con una extensión de 365 km². Ante este escenario de costa turquesa, aun con variable intensidad en la concentración de clorofila, resultado del efecto invernadero, podríamos llegar a fantasear con un idílico paisaje de crucero. Modelar un horizonte de calma infinita entre sus dunas, al susurro de las olas. Incluso conceder un plus de confort a las mentes habituadas a no opinar sobre «pormenores» que pillan a desmano. La equidistancia siempre a buen recaudo.

Podríamos configurar un mapa de cuento de hadas, en el que no haya invasores ni víctimas maltratadas: la geografía de un mundo irreal, para acallar conciencias y que nos permita dormir tranquilas. Bastante tenemos con «lo nuestro». Podríamos... si el enclave a orillas de un mar cementerio no fuera la mayor cárcel a cielo descubierto donde se están cometiendo crímenes de lesa humanidad.

Si no estuviera bloqueado por una espalda de hormigón de 6 metros de altura, que hunde sus zapatas en tierra varios metros más durante 65 kilómetros de alta tecnología, reforzada con 140.000 toneladas de acero, y en su playa de Zikim, al norte de la franja, no hubieran implantado una barrera submarina de aislamiento: pared de rocas embutida en el mar; alambre de espinos –valla inteligente a nivel del agua–, que se eleva otros 6 metros; detectores sísmicos; sensores; cámaras de vigilancia... conformando un espigón de asedio militarizado: «un muelle impermeable único en el mundo».

La arena del litoral de Gaza es testigo de violaciones constantes de DD.HH. al fragor continuo de las bombas y los gritos de auxilio sin respuesta paliativa de su población, lanzados al mundo mediante la única opción de comunicarse con el exterior: las cámaras de periodistas en riesgo, algunos de los cuales han sido asesinados por Israel de manera indiscriminada, como los habitantes gazatíes.

Hemos entrado en la tercera semana de hostigamiento militar aéreo, y la promesa sionista de incursiones terrestres en ciernes ahoga la esperanza de alcanzar un respiro para su población civil. El terror ha escalonado el vértigo de la muerte en múltiples formas de ataque. La ayuda humanitaria espera amotinada en el paso fronterizo de Rafah. Noticia a noticia, hemos presenciado una masacre que inflige los tratados internacionales en tiempos bélicos, también aquellos en los que el combate es simétrico. Aquellos en los que ambas partes actúan contra objetivos militares con dotaciones de armamento equiparables.

Israel ha transgredido todas las Convenciones de Ginebra. No hay decálogo de amparo pactado que el Estado genocida no haya vapuleado. Los habitantes palestinos son «animales» carentes de derechos. Se les ha cortado el suministro de los recursos básicos de supervivencia. «No habrá ni electricidad, ni comida, ni agua, ni combustible en Gaza». No era una broma fascista de mal augurio. Fueron declaraciones de venganza, ejecutadas al día siguiente de ser divulgadas: odio flagrante de Israel hacia Palestina en la situación de vulnerabilidad provocada, a través de décadas, con intención de llevar a cabo la asfixia humanitaria que les permita su exterminio.

Hasta este pequeño rincón de palabras en duelo, me llegan los últimos versos de la poeta, activista feminista, Hiba Kamal Abu Nada, desde Jan Yunis, escritos poco antes de ser una de las asesinadas del viernes, 20 de octubre: «La noche en la ciudad es oscura, salvo por el brillo de los misiles; silenciosa, excepto por el sonido del bombardeo; aterradora...».

Asqueada de tanta imparcialidad, de tanta basura informativa, más aún de tanto credo oscuro desde los «aposentos» europeos, sin rechistar siquiera al poder armamentístico, llego a estas líneas con la herida de Gaza prendida en el pulso. Como imperdible de osmio colocado en una hebra, su peso ancestral tira del hilo –la realidad que arrastra a las silenciadas–, y termina por deshacer la prenda entera. Así percibo esta matanza. Esta sangrante desnudez de cuerpos arrojados a la hegemonía del capital militar.

Casi a punto de cerrar la tapa del ordenador, escucho en las crónicas nocturnas que Netanyahu ha vuelto a lanzar amenazas de ofensiva castrense, desde la frontera con Líbano: «Se trata de matar o morir, y es necesario matarlos».

Regreso a Euskal Herria, al 21 de octubre de 2023. La tarde es quieta, con luz suficiente para divisar el horizonte a nuestra izquierda. Si en algún momento anunciaron lluvia, la predicción no se ha cumplido. En el Paseo de la Concha, en pleno clamor de solidaridad con el pueblo palestino y el rechazo unánime a la agresión bélica ejercida por Israel, una gaviota emerge de detrás de los edificios colindantes.

La tarde es quebradiza, como la vida, solo hace falta un golpe certero en su punto más débil para romperla en añicos, desparramarla por la acera, convertirla en escombro. Entonces llegará la oscuridad. Las voces continuarán con sus quehaceres cotidianos, sin reconocerse. Alguien, quizás en un descuido, aplastará más tarde los trozos desmembrados, el último rescoldo de aliento. Solo quedará una débil huella, que el alba se encargará de mostrar.

La tarde es un látigo de memoria. Huele a piel quemada que se resiste a cruzar a otra dimensión. Porque «el oxígeno no es para los muertos». Una gaviota de alas robustas lleva el mando en el aire donostiarra. La siguen otras, surcando las nubes, alborotando mi cabeza.

Imagino esas gaviotas, merodeando por encima de población civil desarmada, convertidas en bombarderos israelíes. Nuestros niños y niñas están aquí, las llevamos de la mano, algunas en carrito de bebé, otras ondean pequeñas banderitas. Quienes saben repetir frases cortas alzan al vuelo: Palestina askatu. De repente, asustadas, se fijan en el cielo, que ha empezado a poblarse de sombras. Parece que ya han visto los pájaros de metal.

Bilatu