Antonio Álvarez-Solís
Periodista

El poder desarmado

2.500 años después de Sócrates, comprobamos que hemos de conformarnos con Séneca, que hoy sería, pese a todo, una verdadera joya cultural en nuestro Parlamento, tal como nos repele.

Frente al fascismo que revestido de cien formas diferentes de expresión política para fingir el carácter democrático del Sistema, porque todos partidos proceden fascistamente –liberales, conservadores, monárquicos o socialistas–, sigo aferrado al convencimiento de que para superar esa agonía crecientemente destructiva de la civilización actual necesitamos con urgencia una revolución republicana que nos haga capaces de instalar una civilización dialéctica que cambie la historia. Este escenario es el único con capacidad de resolver los actuales problemas humanos dentro de un pluralismo real de ideas en lo social, lo económico, lo cultural… mucho más rico de concepciones que el que nos ofrecen los partidos dictatoriales existentes. Hablamos, pues de un marco, la República, que permita un asociacionismo popular y libre que sustituya a instituciones con poder clasista como es el contenido en el inamovible Estado constitucional, que deja en manos sucias la justicia, la banca, la sanidad, la policía, la fuerza militar… En conclusión, un asociacionismo dinámico que posea un diligente poder de acuerdo mediante el espíritu dialéctico del que dice Ruyer que «constituye una confrontación constante con la que se da razón del porvenir escapando a los dilemas planteados por la razón no dialéctica cuando ésta se propone entender el devenir histórico» (Ferrater Mora).

Me explicaré. La República a la que me refiero no trasporta un pensamiento puntual sino que facilita otra capacidad de pensamiento universal.

¿Utopía? Pues no lo sé. Lo que parece evidente es que a lo largo de la historia la República es una voz que ha supuesto un movimiento popular contra todo imperialismo. Cicerón se propuso impedir ese imperialismo con frases tan enérgicas como la siguiente: «No pienso en castigar a los enemigos sino en la medida que imponga el supremo interés de la República». Era una invitación al pueblo.

A mí la democracia actual, vista sobre todo aquí en España, me recuerda la obra de Goya en que dos jayanes quieren imponer su criterio mediante el expediente de enterrarse hasta la cintura para molerse a palos a fin resolver sus diferencias, Ciertamente se supone al contemplar la pintura que uno de los dos ha de triunfar sobre el otro, aunque seguirá preso de la tierra que simboliza el Sistema. Eso es lo que diferencia al choque elemental entre razones a secas, tan manejadas por los jayanes, y el empleo de la rica dialéctica crítica.

Suscita melancolía que los librepensadores españoles, con espíritu que hoy tendríamos por esencialmente republicano –que fueron muchos y brillantes– siempre hubieran tenido que recurrir al símbolo para reclamar lo que se estima por libertad dialéctica, que es la única forma de practicar la democracia. Si repasamos la historia de este Estado, que no nación, comprobaremos que miles de inteligencias, empezando por la quijotesca de don Miguel de Cervantes, hubieron de emigrar, con riesgo y a veces muerte, para practicar el discurso dialéctico que empleó, como cumbre de la inteligencia humana, el creador genuino de la filosofía, Sócrates. Pues bien, 2.500 años después de Sócrates, comprobamos que hemos de conformarnos con Séneca, que hoy sería, pese a todo, una verdadera joya cultural en nuestro Parlamento, tal como nos repele. Al margen de lo dicho escribamos otra frase del republicano Cicerón: «La aspiración democrática no es una simple frase reciente, sino la aspiración humana; la historia misma». Todavía funcionaba el eco de la Atenas de Pericles.

Los españoles son asertivos y rechazan como algo perverso la dialéctica que, según Ruyer, «constituye una confrontación en la cual se da razón del porvenir escapando a los dilemas planteados por la razón no dialéctica cuando esta se propone entender el devenir y en particular el devenir histórico» (Ferrater Mora).

Si se repasa a fondo la historia política y social de España destaca un dato esencial para entender su alma, al menos el alma de lo que ha considerarse por propiamente español, que forma quizá dos tercios del Estado. España ha sido siempre una presa de dinastías extrajeras, que menospreciaron constantemente un territorio que consideraban al margen de todas las revoluciones que conformaron las modernidades occidentales, como la libertad de pensamiento, el afán por el progreso científico, el comercio ordenado, el progreso industrial y la incorporación real del pueblo a la política y la cultura. Esto es, estoy literalmente convencido que desarrollar novedades de cualquier signo era exponer el poder monárquico-religioso a la rebeldía rural y de unas iniciales clases medias frente a instituciones cerradas que dominaban de consuno minorías feudales que despreciaban el trabajo material, una iglesia que vigilaba estrechamente a los teólogos que intentaron una contrarreforma repleta de ideas liberales no sólo contra las reformas luteranas de todas clases, sino enérgicamente contra la bárbara contrarreforma inquisitorial. Leer, por ejemplo, la obra de don Marcelino Menéndez Pelayo contra los «herejes» resulta demoledor; leer la mayoría de los escritos justificativos de la masacre de los pueblos suramericanos y de la ambición de los mismos a su propia realidad nacional es indignante. Ya en nuestros días habría que dar cursos sobre la "Carta del Episcopado Español" en pro de la Cruzada franquista, que explica que no pocos sacerdotes, algunos prelados y hasta el mismo cardenal primado de Tarragona se exiliaran.

He de terminar con una confesión irrelevante por tratarse de mi persona: yo amé siempre a España, pero trágicamente al ver lo que han hecho de mi patria imposible muchos españoles. Ahora y en un recogido pueblecito español musito el «Virolai» todas las noches.

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