Pedro A. Moreno Ramiro

El Primero de Mayo necesita al decrecimiento como «agua de mayo»

Lo primero que haré antes de entrar en materia, es dejar bien claro que el principal problema al que nos enfrentamos es consecuencia de los ricos y de sus derroches. En esta jet set entrarían desde deportistas de élite a grandes empresarios, pasando por aristócratas o la realeza. Ahora bien, decir esto no nos exime, como trabajadoras occidentales, de nuestra parte de responsabilidad respecto al reparto desigual de los recursos naturales entre las naciones del mundo. Esto es así, ya que somos también nosotras, con nuestro consumo y modo de vida, las que llenamos el monedero de muchos grandes capitalistas, perpetuando con nuestro carro de la compra el actual sistema socioeconómico. Esto sin olvidar que, como internacionalistas, no debemos obviar que las condiciones materiales de la clase trabajadora europea, incluso de su segmento más pobre, el «precariado», están muy por encima de las que tienen las personas que trabajan y viven en los países del Sur.

¿Cuáles son los retos que debe abordar un sindicalismo decrecentista en este siglo XXI?
Empezaremos hablando de cambio climático y para ello, es importante ser riguroso señalando que este fenómeno tiene una clara raíz natural. Sin ir más lejos y por poner un ejemplo, la Historia nos ha contado de la mano de sus cronistas, cómo se vivió en la península ibérica un gran proceso de cambio climático, en concreto de sequía, que precipitó, en el siglo XVIII y junto con una epidemia de peste, el fin del reino visigodo y la conquista de Hispania por parte de los musulmanes. Ahora bien, pese a que los cambios climáticos tienen bases naturales, es una evidencia científica que en los dos últimos siglos estamos llevando las cosas a otro nivel, influyendo como especie en el clima de nuestro planeta. La acumulación excesiva de gases de efecto invernadero en nuestra atmósfera -que aumenta la temperatura-, sumada a la explotación incontrolada de los recursos naturales, convierten la lucha por el decrecimiento y la resiliencia ecológica en las dos únicas posibilidades que le quedan a los pueblos para evitar un cambio abrupto del mundo tal y como lo conocemos. Más aún, si tenemos en cuenta que la península ibérica será una de las zonas del mundo que se verán más afectadas por el cambio climático.

La cuestión va más allá de ser o no ser «colapsista», el tema estriba en que, a día de hoy y seguramente a día de mañana, ningún Estado nación, ni sus partidos políticos, apostarán firmemente en sus instituciones por un cambio real de modelo socioeconómico.

En un contexto de emergencia, ya no climática, sino civilizatoria, toca empezar a hablar de una forma masiva y sin complejos de lo verdaderamente crucial e importante: tenemos que cuestionar nuestro trabajo, el tiempo que empleamos en el mismo, la repartición de la riqueza o algo tan evidente como la insostenibilidad de nuestro modelo energético, alimentario o turístico.

Son estos asuntos cruciales para nuestras sociedades europeas los que deberían abrir telediarios y sobre los que se deberían escribir editoriales en los principales diarios del continente. No niego que haya otros temas que puedan ser noticia, pero mientras seguimos ignorando lo verdaderamente importante, debemos ser al menos conscientes de que todo se está yendo al carajo delante de nuestras narices. La inoperancia por parte de la izquierda institucional y de sus sindicatos respecto a las políticas «crecentistas» que promueven, entre otras cosas, los movimientos forzosos de personas que tienen por objetivo engrosar las filas de un ejército industrial de reserva, ha generado que la extrema derecha y las corrientes populistas de corte nacionalista se estén instalando en el imaginario colectivo de muchos barrios obreros europeos. Lugares que, pese a tener unas situaciones tensas y complicadas, nada tienen que ver con el infierno que se vive en sitios como Makoko, en Nigeria, donde viven hacinadas unas 250.000 personas en condiciones infrahumanas.

Algunas personas dirán que esto que escribo es demagogia, que no se puede comparar Europa con África y que aunque aquello es una injusticia que nadie niega, lo que a nosotras nos toca como trabajadoras europeas es pelear por preservar nuestras actuales condiciones de vida y luchar por conquistar más derechos. Eso que en muchas ocasiones en Occidente llamamos «derechos» significa «nivel de consumo» en nuestro ilusorio colectivo. Un «nivel de consumo» soñado que serviría para aumentar, más aún, la brecha existente respecto al proletariado del Sur.

La realidad es que, lo que para muchas de nosotras equivale a tener un buen nivel de vida, significa un estándar de consumo imposible de extrapolar a los países del Sur, eso sin contar que, el que actualmente tenemos, es profundamente desigual si lo comparamos con las situaciones vitales que se viven en África, India, Hispanoamérica o muchas zonas de Asia.

Muchas funcionarias que gozan en Europa de un nivel de vida muy por encima del que tiene el precariado europeo (imaginémonos si lo comparamos con las gentes de África), estarán el próximo uno de mayo en las calles de muchas ciudades europeas. A colación de esto, he escuchado en multitud de ocasiones a muchas funcionarias defender públicamente que debemos apoyar sus reivindicaciones salariales, buscando de esta manera que una vez ellas consigan más mejoras, todas las demás estaremos más cerca de alcanzar lo mismo y equipararse a su nivel. Pero… ¿Sinceramente pensamos que podemos extrapolar un modo de vida como el de las funcionarias europeas a todos los habitantes de este planeta? Rotundamente NO.

Mea culpa por poner sobre el tablero una realidad incómoda que nadie quiere escuchar y que a muchísimas personas en la izquierda se les atraganta de manera recurrente por ser lo antagónico a populista. Dicho esto, si algo define a este texto, es la clara voluntad de intentar influir sobre aquellas personas que se identifican con la etiqueta de «izquierda». Ya que, lo que distingue a la derecha y la extrema derecha, o en su defecto, al Frente Obrero de «las izquierdas», es que estas primeras son corrientes ideológicas coherentes a sus principios. Es decir, ellos y con la legitimidad que les otorga su programa político, pueden criticar perfectamente el fenómeno migratorio o defender las políticas liberales o proteccionistas de los «nacionales» sin que esto les genere contradicción alguna. Esto sucede, simple y llanamente, porque a estas personas les importa un pepino lo que esté pasando en otras partes del globo, mientras que ellas tengan todas sus necesidades cubiertas. Quiero pensar que en la izquierda esto no es así.

Estas líneas intentan ser un toque de atención para proclamar a los cuatro vientos que no podemos seguir mirando para otro lado mientras repetimos mantras revolucionarios o nos consideramos personas muy coherentes por militar en organizaciones políticas «revolucionarias» o por participar en ONGs de ayuda asistencial. Estamos en un tiempo de urgencia civilizatoria que nos aboca a ser serias y qué mejor momento para serlo que en un primero de mayo.

Nuestros viajes en autocaravana o avión, nuestro absurdo modelo alimentario –basado en la exportación transoceánica–, la forma en la que queremos desplazarnos para ir al trabajo, las rentas que deseamos poseer o la tranquilidad económica que queremos tener en la vida, no son más que algunos de los muchos ejemplos de las ensoñaciones que nos han vendido desde el sistema capitalista y que muchas personas de izquierda hemos asumido, consecuencia de un hedonismo individualista que a todas nos invade. En definitiva, debemos resetear nuestro mundo, un mundo que nada tiene que ver con el de la Iberia de 1936 o con el de los mártires de Chicago del XIX, y es que nos encontramos en un escenario mucho más complejo en el que tenemos que aceptar que, en el Estado español, seremos la primera generación de los últimos 100 años que vivirá peor que sus progenitores.

Sin olvidar nuestra historia, nos toca comenzar a comprender que la simplicidad voluntaria, la frugalidad, la búsqueda de una jornada laboral de 4 a 6 horas, la construcción de modelos económicos cooperativos o la oposición a las políticas «crecentistas», son las únicas alternativas viables que le quedan a la izquierda y al sindicalismo de clase para evitar el colapso y la «fascización» de las sociedades europeas. Pero no nos confundamos, hablar de simplicidad o de frugalidad no consiste en no poder ir a comer con las amigas, tomarse unas cervezas o ir al cine o a un concierto. Hablar de estos conceptos implica viajar más cerca en el espacio, consumir productos de cercanía y reducir los alimentos de origen animal, desplazarnos de manera sostenible o algo tan básico como que el trabajo no se encuentre en el centro de nuestras vidas.

¡Por un primero de mayo internacionalista y decrecentista!

¡Por la justicia Norte-Sur!

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