José Ignacio Camiruaga Mieza

El sueño de Europa en forma de arte eterno

El 7 de mayo de 1824, la "Novena Sinfonía" se estrenó en Viena, en el Teatro de la Puerta de Carintia, concluida por el coro revolucionario sobre la letra de "An der Freude", del poeta alemán Schiller.

«Dos cosas llenan mi alma de admiración y veneración cada vez mayores: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí». A los 19 años, Beethoven, que aún vivía en Bonn, su ciudad natal, pero deseoso de trasladarse a Viena, donde la brújula de la música apuntaba su aguja, transcribió esta frase de Immanuel Kant en sus cuadernos. Se matriculó en la universidad como estudiante-trabajador, descubrió a Homero, Shakespeare, Goethe, y subrayó el imperativo de Friedrich Schiller: «La dignidad humana está puesta en tus manos, guárdala. Decae contigo, ¡contigo resucitará!».

El compositor, universalmente celebrado, fue un artista consciente de sí mismo y de las tareas de su arte. En unas pocas líneas, fue capaz de resumir el espíritu de lo que hoy llamamos la forma clásica, sus tensiones dialécticas internas, su dinamismo: «Encendido por el entusiasmo, persigo la forma con pasión, la alcanzo, la veo huir de nuevo y desaparecer en el tumulto de diferentes emociones. Pronto la atrapo de nuevo, con ardor renovado, ya no puedo separarme de ella. En un rápido éxtasis, la desarrollo en todas las modulaciones y finalmente triunfo sobre el pensamiento musical original. He aquí una sinfonía». Pensamientos que viven y fundamentan su música.

Muchas de sus obras expresan su odio a los tiranos, su admiración por los seres humanos que los combaten, su convicción de que la libertad de cada uno sólo puede vivir en la libertad de todos. En su música se recoge también y tantas veces el odio al tirano.

«¡Abrazaos, multitudes! / ¡Este beso al mundo entero! / Hermanos, sobre la bóveda estrellada / debe habitar un padre que nos ama».

Cuando Friedrich Schiller escribió la Oda a la Alegría, Beethoven tenía 15 años; pasaron casi 40 antes de que decidiera hacer cantar esos versos por los solistas y el coro en el movimiento final de la Novena Sinfonía, el más alto testimonio de amor a la humanidad, de fe en la posibilidad de que los seres humanos no se odien, creado por un músico. Su oda a la fraternidad universal se convirtió en el himno oficial de la Unión Europea. Pero, ¿de dónde procede ese tema que se eleva, irradia y propaga de instrumento en instrumento, conquistando y abrasando a toda la orquesta?

En 1802, Beethoven escribió una larga carta, conocida como el Testamento de Heligenstadt. En ella se dirige a sus dos hermanos menores, Karl y Johann: «Mi corazón, mi espíritu se inclinaron, desde la infancia, al sentimiento de la benevolencia. Siempre me he sentido dispuesto a realizar grandes obras. Pero desde hace seis años padezco una enfermedad incurable, agravada por médicos incompetentes. Engañado por la esperanza de mejorar y finalmente obligado a aceptar la posibilidad de una dolencia duradera, cuya recuperación tal vez lleve años o incluso sea imposible». Es el documento autobiográfico más largo que poseemos; de nuevo: «Pero qué humillación si alguien cerca de mí oía el sonido lejano de una flauta y yo no oía nada [...]. Estos hechos me llevaron a la desesperación y no tardé en poner yo mismo fin a mis días. Sólo el arte me sostenía».

Quedarse sordo, para un músico, significa perder verdaderas oportunidades de trabajo: ya no poder dirigir, ni tocar en público (era un pianista excepcional), ni dar clases. Aislado del ruido, de los sonidos del mundo, Beethoven veía y oía música en su cabeza, podía imaginarla con una libertad que también era fruto de la privación, de una discapacidad que él transformaba en nuevas conquistas.

No se rindió y en sus últimos años, cuando el aislamiento se había vuelto total, recorrió horizontes sonoros inéditos: ¿cómo surgieron los acordes de la Novena Sinfonía? ¿Por qué están ahí, tan imprevisibles? ¿Por qué la escribió? ¿Por qué esta obra ofrecida a la divinidad de la libertad y de la felicidad alcanzando la cumbre sagrada de toda su obra, aquí donde el tiempo intemporal de lo divino acoge y se encuentra con nuestro tiempo definido? Pero no hay que preguntar a los genios por qué, sólo rendirse a su necesidad.

La Novena Sinfonía no fue encargada por un teatro, un príncipe o un mecenas, sino tenaz y laboriosamente autoproducida por el compositor con el apoyo voluntario y gratuito de muchos de los músicos implicados. Y contiene una novedad: en el último de los cuatro movimientos intervendrán cuatro solistas y un coro, formado íntegramente por aficionados. Cantarán algunas estrofas de la Oda a la alegría ¿o a la libertad?, escrita por Friedrich Schiller en 1785, cuando Beethoven tenía 15 años. Para cuando Beethoven, con 54 años, compone esa música, otros músicos habían cantado esos mismos versos. ¿Qué novedad aporta Beethoven?

Él mismo escribió las primeras palabras a cantar, confiándolas a una potente voz de bajo: «Amigos, no estas notas, / cantemos otras / más agradecidas y alegres». Luego, la primera estrofa del texto de Schiller: «Alegría, hermosa chispa divina, / hija del Elíseo, / ebrios de fuego entramos, / oh Celestial, en tu santuario». Y de nuevo: «Todos los hombres se hacen hermanos, / allí donde reposa tu ala de luz, / abrazaos, millones, / ¡y este beso vaya al mundo entero! / Hermanos - por encima de la bóveda estrellada / debe habitar un padre que nos ama». Dos siglos después, hoy estamos consternados: ¿qué fe, qué persuasión, qué utopía hicieron posible entonces creer estas palabras e invocar la Alegría? Freude -Alegría- era el ardor de la felicidad y el ardor del anhelo, era la exaltación apasionada. Es indicio de un profundo y franco espíritu optimista que la fortuna dieciochesca de esta palabra sea tan grande. Una palabra que aparece, en los escritos de Beethoven, muchos años antes, cuando, en un momento de profunda depresión debido a su estado de salud, pregunta a la Providencia si «se le concederá un día puro de alegría».

«¿Cuándo - oh Divinidad - podré volver a escucharte en el templo de la naturaleza y de los hombres - Nunca? - No - eso sería demasiado duro». La alegría no puede resolverse en una dimensión privada; para ser tal, debe ser compartida, no solo en el abrazo entre los seres humanos -'todos los hombres se hacen hermanos'-, sino en el sentimiento de una armonía cósmica de la que también formamos parte los seres humanos, 'en el templo de la naturaleza' y en la bendición de un 'Padre que nos ama'. ¿Fue esta esperanza, nunca realizada en la historia de la humanidad, y sin embargo nunca aniquilada, la que impulsó al Consejo de Europa, y luego a la Unión Europea, a adoptar la música (despojada de letra) del último movimiento de la Novena Sinfonía como Himno de Europa? Himno no de una nación, sino de todas las naciones de la Unión Europea.

La fortuna optimista de la palabra «alegría» apenas se prolongó en el siglo siguiente: las dos décadas de guerras napoleónicas hicieron más difícil que los pueblos de Europa creyeran en los valores de tolerancia y dignidad universal inviolable proclamados por Rousseau, los Ilustrados…, incluso el emperador austriaco José II: «El Estado sobre el que gobierno debe regirse según mis principios: los prejuicios, el fanatismo, el partidismo y la esclavitud del espíritu deben ser desterrados, para que cada uno de mis súbditos pueda disfrutar de sus propias libertades innatas». La Alegría de Beethoven aparece así ya como un deseo superviviente y póstumo: como un acto de amor hacia la humanidad realizado por un músico. Y ese es el sueño de Europa -un horizonte de alegría y libertad- que alguien imaginó en una música sublime.

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