Raúl Zibechi
Periodista

El suicidio europeo y América Latina

Una gran ventaja para los gobiernos de la región es que a diferencia de Washington, el gigante asiático no ejerce presiones en el terreno político o diplomático, no pretende imponer recetas macroeconómicas como suelen hacer los organismos financieros digitados por Estados Unidos, ni aspira a exportar su modelo político.

Durante cinco siglos Europa fue el principal referente para los latinoamericanos. El viejo continente ocupó el imaginario de gobernantes y gobernados, de pueblos originarios y criollos durante más de quinientos años.

En los tres primeros siglos desde la conquista, la resistencia al invasor fue condición de supervivencia de indígenas y de todos los pueblos que fueron sometidos en nombre de la evangelización.

Una vez consolidadas las independencias, hacia mediados del siglo XIX, las clases medias urbanas y las nuevas burguesías terratenientes imitaron los estilos y modas europeas. Los procesos de construcción republicana representaron el ascenso social de los criollos, al desplazar a españoles y portugueses para erigirse en nueva clase dominante.

Europa estuvo presente en el diseño de nuestras ciudades, en los modos como se construyeron los Estados-nación, pero también en la cultura, desde las artes hasta las formas de hacer política. No hay más que repasar los discursos de los líderes de las independencias, para comprobar una influencia cultural que complementaba la dependencia económica.

Esta realidad fue cambiando con el ascenso de Inglaterra como potencia global, que desplazó a España como nuestro principal socio comercial a comienzos del siglo XVIII. Londres impulsó las independencias para ampliar sus mercados, abriendo fronteras y ríos a sus mercancías y embarcaciones. La hegemonía británica duró hasta fines del siglo XIX, cuando fue desplazada por la potencia estadounidense.

Desde comienzos del siglo XX, Estados Unidos se convierte en el principal socio comercial de la región. En el mismo período se vuelve el mandamás en su «patio trasero», donde la doctrina Monroe ya había establecido sus objetivos en 1823, «América para los americanos», poniendo límites a cualquier intervención europea, cuestión que se hace efectiva hacia fines de ese siglo.

Durante más de cien años el «patrio trasero» fue una realidad que cobijó decenas de invasiones –particularmente en el Caribe, Centroamérica y México–, golpes de Estado y una diplomacia invasiva que no tenía límites ni escrúpulos a la hora de imponer los intereses imperiales.

Hacia la primera década de este siglo, China comenzó a desplazar a Estados Unidos como principal socio comercial de la región, de modo muy especial en Sudamérica. Aún estamos en medio de este proceso, que se viene desarrollando de forma desigual pero persistente.

Un reportaje del “South China Morning Post” señala el alcance histórico de este viraje: «La presencia de China en la región en el nuevo siglo, es quizás el factor nuevo más significativo en la economía política internacional de América Latina en sus dos siglos de historia independiente», afirmó Jorge Heine, ex embajador de Chile en China (https://bit.ly/3TqLmSs).

Evan Ellis, investigador de estudios latinoamericanos en el Instituto de Estudios Estratégicos del US Army War College, destaca en el mismo medio que para 2015 Estados Unidos «había perdido efectivamente su papel clave con todos los países al sur de Costa Rica». Los militares suelen exagerar las dificultades que enfrenta la superpotencia, como forma de reclamar más fondos al Gobierno federal.

De todo modos, los datos no mienten. En 2020 los países de América del Sur y Central más el Caribe, tuvieron intercambios con China por 10.000 millones de dólares, cifra que trepó hasta los 451.000 millones en 2021. Más discutible es la afirmación de Ellis de que «los países con gobiernos de izquierda han adoptado a China más rápidamente que los vecinos con jefes de estado más conservadores». Porque la tendencia a estrechar lazos comerciales con China atraviesa a todos los gobiernos, de todos los colores.

Quizá lo más importante es que China ha diversificado sus inversiones en América Latina. Durante más de una década estuvieron centradas en minerales e  hidrocarburos, pero fueron evolucionando hacia la inversión en infraestructuras (tan necesarias para la región), la instalación de empresas automovilísticas, de tecnologías y de servicios financieros.

Una gran ventaja para los gobiernos de la región es que a diferencia de Washington, el gigante asiático no ejerce presiones en el terreno político o diplomático, no pretende imponer recetas macroeconómicas como suelen hacer los organismos financieros digitados por Estados Unidos, ni aspira a exportar su modelo político.

Es cierto que los gobiernos progresistas se han acercado a China, pero un gobierno ultraderechista como el de Bolsonaro no ha podido modificar la estructura de las relaciones comerciales, ya que China siguió siendo su primer socio comercial. Otro tanto puede decirse del progresista mexicano Andrés Manuel López Obrador, que tampoco pudo modificar la estructura comercial dependiente de su vecino del norte.

Sin embargo, el comercio por sí solo no alcanza para sellar la hegemonía política, ni la cultural. En este terreno, la lengua y las costumbres juegan a favor de Europa y EEUU, y en contra de China. No es lo mismo acceder a un mercado de 1.400 millones de personas e importar productos de buena calidad a precios bajos, que conseguir empatía entre sociedades que tienen muy poco en común.

La multiplicación de los Institutos Confucio en la región, de los cuales funcionan una decena sólo en Brasil, tienen una influencia muy limitada si la comparamos, por ejemplo, con el papel del cine y la televisión estadounidenses. Es evidente que China no puede competir con la cultura europea y estadounidense, espejo en el cual siguen mirándose todas las capas sociales.

El eclipse europeo en la realidad latinoamericana está comenzando a erosionar la credibilidad en su economía y en su moneda, lo que hará que en algún momento deje de ser la referencia cultural y el destino habitual de quienes deciden forjarse un futuro mejor. Es posible que un largo ciclo de cinco siglos esté llegando a su fin, consecuencia del naufragio de un continente que no parece encontrar su rumbo en el caos sistémico en curso.

Bilatu