Mario Zubiaga
Profesor de la UPV-EHU

El triunfo de la voluntad

Fieles a nuestra tradicional ciclotimia, el exiguo 19% favorable a la independencia del último Sociómetro ha sumido en la depresión a amplias capas de la población vascongada. Antes de que cunda el pánico conviene recordar que la tendencia a la cocina sociológica creativa se exacerba en momentos de realineamiento electoral. No obstante, algunos datos son rescatables.

El más interesante, el que sigue: aumenta el porcentaje de gente vasca que votaría a favor de la independencia según las circunstancias, en detrimento del voto secesionista ciego. Y un segundo detalle, nada baladí: agrupando las dos categorías, los votantes del PNV y Podemos son independentistas casi en la misma medida: 64 y 60%, respectivamente. En este mismo sentido, según la encuesta publicada por el grupo de investigación de la UPV-EHU Parte Hartuz, la opinión favorable al estado vasco se refuerza si se asegura más democracia y políticas sociales más avanzadas.

Afortunadamente, la independencia es para el que la trabaja. Es decir, no es creencia o anunciación metafísica sino consecuencia de la acción política razonada. Una política que trata de ganar voluntades con un proyecto sensato y riguroso. Un proyecto integrador que transmita una alegría no impostada y sea impulsado por una organización transparente.

Los contenidos de ese proyecto no están definidos todavía, aunque nuestros sindicatos llevan ya un tiempo argumentando en torno a la necesidad de un estado independiente que fortalezca la soberanía en el ámbito socioeconómico. Pero la credibilidad del discurso depende directamente de la legitimidad del actor político que lo difunde. Una legitimidad cada vez más líquida, menos esencial.

Cualquier cambio político profundo en un contexto liberal-democrático, depende tanto del éxito electoral como de la hegemonía social. No son la misma cosa. Como estamos viendo en Latinoamérica, el primero es contingente, a veces azaroso. La segunda es más difícil de lograr, pero es mucho más estable. El primero puede exigir coaliciones oportunistas y discursos difusos. La segunda necesita un proyecto claro, coherente y una acción sociopolítica sostenida. El primero exige decisiones rápidas que no casan con la participación popular, la segunda depende del empoderamiento social.

¿Cuál es el modelo organizativo válido para ambos objetivos? ¿Puede una misma organización ser competitiva en las dos tareas, es decir, ganar elecciones y revolucionar la sociedad? ¿Son válidos los recursos organizativos del independentismo? No hay respuestas fáciles.

Los modelos disponibles son conocidos: hay partidos clientelares, genéticamente corruptos. Los hay «de cuadros», agencias de colocación política de parientes y amistades sin formación específica. Hay partidos-líquen, híbridos entre alga y musgo, que no entusiasman, pero se extienden sin problemas por el campo social y se aferran al poder con eficacia; y hay partidos-moisés, proclives a pastorear toda iniciativa social que se ponga a su alcance… Y luego están los partidos-medusa, informes, evanescentes, mecidos al vaivén de las olas de opinión. La cuadratura del círculo –lograr una hegemonía social de abajo a arriba para la independencia que no impida el acceso eventual al gobierno basado en amplias mayorías–, exige inventar algo nuevo.

La primera opción plantearía dos estructuras organizativas: un frente electoral-institucional amplio, relativamente inconexo, y un partido-bloque, centralizado. Es una variante de la estructura clásica del independentismo contemporáneo. En el primer nivel, recupera la imagen de la pseudo-coalición inicial «Herri Batasuna», con un respeto nominal a la personalidad diferenciada de los actores constituyentes –ahora, Sortu, EA, Aralar y Alternatiba–, pero bajo la égida de la organización más potente.

El modelo de «frente amplio» –en lenguaje laclauiano, articulación equivalencial estructurada–, es funcional en situaciones de crisis sistémica en la que existen dos campos claramente polarizados: casta/pueblo, sistema/antisistema… Es más discutible su eficacia electoral en momentos normalizados en los que la lógica diferencial partidista es dominante. Lo está comprobando Podemos en España, y quizás sea conveniente reflexionar sobre su potencialidad en nuestra coyuntura actual. Superada ya la fase de excepcionalidad política, un «frente amplio» que mantenga siglas y sub-estructuras… ¿Suma, multiplica o resta? No está claro.

Esta opción se emborrona aún más si el segundo nivel organizativo, el que actúa directamente en la praxis socio-política sectorial, responde al antiguo modelo de KAS, aunque sea en versión 2.0. Entonces, la ensalada de la que hablaba Josemari Esparza en un artículo reciente se convierte en una mera guarnición decorativa del plato principal. La dirección integral de una Izquierda Abertzale con mayúsculas –partido interno opaco–, encargada de dinamizar/coordinar todo el campo social independentista pudo haber sido funcional para sostener la «pilarización» o segmentación social vertical en una fase histórica de conflicto abierto: el independentista se socializaba en LA organización estudiantil, luego en LA juvenil, se afiliaba en EL sindicato, leía LA prensa propia… Y se reunía en «nuestras» procesiones laicas anuales… Un modelo que no parece adecuado para una coyuntura en la que el objetivo no es mantener dicha pilarización, sino impulsar la capilarización del independentismo en la sociedad civil. Un nuevo modo de praxis social que convierta la marca «estado vasco» en atractiva no para el turista americano, sino para el paisano que pasea por la Gran Vía bilbaina y vive en «otro» mundo, que también está en éste. Un proyecto que atraiga por el interés económico, en el sentido aristotélico de la palabra –gestión sostenible de la casa común–, un proyecto que nos sacuda de la indignidad de ver recortada sistemáticamente nuestra capacidad de decisión. Un proyecto definido, no melifluo, que no está hoy en la centralidad, aunque puede estarlo a medio plazo. Para lograrlo, el instrumento organizativo debe renovarse en profundidad.

En este sentido, la segunda opción articulatoria parece más adecuada. También se distinguen dos planos, pero el frente electoral-institucional es más fuerte e integrado, y las estructuras independentistas relacionadas con el activismo social gozan de un mayor grado de autonomía. Según este modelo, el frente amplio –EH Bildu–, se conformaría sin cuotas partidarias, con vocación de unificación y militancia única. Por otro lado, en el nivel de la acción popular, los actores independentistas actuarían de forma autónoma, aunque coordinada ad hoc: partido (a extinguir), sindicato, organizaciones juveniles e iniciativas sociales serían interlocutores no centralizados entre la sociedad y la acción institucional.

Su ventaja, la transparencia. Uno de sus problemas, en el caso de que la referencia institucional integrada no sea total y se mantenga la personalidad de los partidos confluyentes, sería una posible fractura organizativa a medio plazo, dada la dificultad de sintonizar lógicas y discursos. El campo independentista de izquierdas tendría dos referencias, al estilo catalán.

En todo caso, sea una u otra la filosofía organizativa, el independentismo no puede pensar que una cultura política voluntariosa, válida para el modelo de acumulación de fuerzas al servicio de la negociación, valga para romper la compartimentación de la sociedad vasca e impulsar la progresiva naturalización del «estado vasco-navarro».

Salvadas las cósmicas distancias, la cineasta Leni Riefenstahl hubiera disfrutado con el «triunfo de la voluntad» representado en Anoeta. Pero en un momento en el que la independencia deja de ser una identidad resistente, y empieza a ser un proyecto político al que acogerse, no basta con la voluntad. Si se quiere sintonizar con ese 60% de independentistas potenciales del que hablábamos al principio, necesitamos un independentismo creyente, sí, pero también gente indignada, interesada, cautivada, que no cautiva. Y, sobre todo, gente soberana, dueña de su vida, de su organización, de su país.

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