Antonio José Montoro Carmona
Coordinador general de la Fundación Mundubat

Elecciones en Bolivia: la izquierda y la solidaridad

Bolivia puede actuar como asidero político desde el que diseñar la recomposición de la izquierda latinoamericana (y probablemente mundial)

El año 2019, que apenas da sus primeros pasos en un contexto político global preocupante para los pueblos del mundo, enfrenta en Bolivia uno de los momentos definitorios para el futuro latinoamericano. La hegemonía del proyecto encabezado por Evo Morales desde 2006 afronta una cita electoral cuyos efectos desbordan las fronteras bolivianas, dirimiéndose en realidad la solidez de la ola reaccionaria que azota los países del continente frente a la resistencia de la otrora hegemónica izquierda latinoamericana.

Para dibujar con precisión el contorno de las elecciones generales (presidenciales y legislativas) de octubre de 2019 y su impacto en el medio ambiente político latinoamericano, es imprescindible caracterizar la dinámica de ascenso electoral de la derecha en la región, la situación de las izquierdas tras tres lustros de hegemonía y la propia naturaleza del «Proceso de Cambio» boliviano.

Pese a que en el momento de máximo esplendor del proyecto bolivariano encabezado por Hugo Chávez el futuro latinoamericano pareciese despejado de peligros reaccionarios, la derecha continental ha llevado a cabo un trabajo de acumulación de fuerzas paciente e incansable durante los últimos quince años que le ha permitido recomponer sus alianzas, sus propuestas y su articulación ideológica. Esta hibernación ha parido una derecha cuyo hilo ideológico conecta directamente con las corrientes más reaccionarias, antidemocráticas y autoritarias de mediados y finales del siglo pasado, aderezado con la asunción del neoliberalismo más inhumano y depredador.

Además de Jair Bolsonaro en Brasil, su representante más mediático, la derecha latinoamericana ha vuelto a colonizar en los últimos años las estructuras materiales y simbólicas del poder, revirtiendo el incipiente sentido común en clave transformadora que propugnaba la proyección regional de la izquierda. Pese a todas las diferencias que pueden observarse en la composición de clase de sus alianzas, de los contextos nacionales específicos, de la situación económica, etc., «hombres fuertes» como Iván Duque en Colombia, Mauricio Macri en Argentina, Lenín Moreno en Ecuador, Sebastián Piñera en Chile, Juan Orlando Hernández en Honduras, Jimmy Morales en Guatemala o Mario Abdo Benítez en Paraguay, entre otros, comparten un visión represiva, machista y elitista del ejercicio del poder gubernamental y un rechazo visceral y violento de la participación popular en la vida democrática.

Esta ola derechista ha podido consolidarse a nivel regional, además de por los resortes económicos de que dispone la burguesía latinoamericana, del apoyo de las iglesias del conservadurismo más ultramontano y de la innegable y omnipresente política intervencionista e injerencista estadounidense, gracias a las propias debilidades e insuficiencias de los gobiernos de corte progresista y de izquierdas.

Las transformaciones políticas, sociales y económicas llevadas a cabo durante el ciclo progresista que vivió la región entre 1998 y 2015 no han sido suficientes para colmar todas las aspiraciones de las clases populares en su conjunto. Sus impactos en el plano material, en el que las condiciones de vida no han conseguido elevarse al nivel esperado por algunos de los sectores de población históricamente excluidos, y en el subjetivo o simbólico, en la que las estructuras de poder de raíz popular y democrática superadora de la lógica liberal-representativa no han conseguido consolidarse, no han logrado hegemonizar un nuevo sentido común de progreso.

En Bolivia, el proceso político actual tiene su génesis en un ciclo largo de lucha popular por los bienes comunes (la Guerra del Agua de 2000 en Cochabamba, la Guerra del Gas en El Alto en 2003, entro otras), liderado por el campesinado y los pueblos indígenas y cuya expresión partidaria, el MAS-IPSP, tiene la capacidad superar la lógica de la democracia-representativa y adentrarse en dinámicas de mayor participación y ejercicio de una democracia directa.

Desde la primera victoria en 2005, el apoyo electoral a Evo Morales ha alcanzado niveles compatibles con una hegemonía absoluta, rozando el 60% en varias citas con las urnas. Este consenso acerca de la necesidad de una figura histórica que simbolizase las luchas diversas de la Bolivia republicana y actuase como elemento sincrético y unificador, consiguió anular la posibilidad de una oposición creíble y trasladó, magnificándolas en ocasiones, las contradicciones y tensiones al interior del propio MAS-IPSP. Sin embargo, la postulación de Carlos Mesa (vicepresidente del gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada durante la Guerra del Gas de 2003) a las elecciones de octubre, puede contribuir a reducir la presión a lo interno del bloque hegemónico actuando como eje simbólico de la «otredad antagónica», expresión boliviana del proyecto continental de la derecha reaccionaria, sobre la que cohesionar el bloque popular en el poder.

En estas condiciones regionales y locales, Bolivia puede actuar como asidero político desde el que diseñar la recomposición de la izquierda latinoamericana (y probablemente mundial) en aquellos contextos en los el juego electoral permite alcanzar ciertos espacios de poder político desde los que intentar construir realidades alternativas (lamentablemente, los casos de Honduras, Guatemala o Paraguay han demostrado que, en ocasiones, la lucha electoral solo es una fachada que justifica y legitima la reproducción de las élites, y su proyecto excluyente, en el poder). Así, el protagonismo de las organizaciones populares, indígenas, sindicales, etc., la superación de la forma partido por la forma movimiento político, la incorporación de las grandes mayorías históricamente excluidas mediante políticas redistributivas y de participación democrática y el reconocimiento de las realidades plurinacionales y el derecho de autodeterminación de las naciones deben ser elementos constitutivos de este proyecto renovado de la izquierda latinoamericana.

Por otro lado, para que un nuevo triunfo electoral del MAS-IPSP en octubre actúe como revulsivo de la izquierda regional y permita avanzar en su recomposición y diseño, las contradicciones inherentes a todo proceso de transformación social profunda tienen que ser abordadas. Para ello es necesario modificar las dinámicas de fortalecimiento de hiperliderazgos masculinos que dificultan la renovación de la dirigencia del proceso revolucionario, corregir las ineficiencias en la gestión pública y los casos de corrupción generadores de descontento y desafección de la población, profundizar la transformación de la matriz productiva una vez consolidada las condiciones materiales que la hacen posible y eliminar para siempre la insoportable violencia contra las mujeres y su expresión más criminal, el feminicidio (cuyas tasas de incidencia ubican a Bolivia en un triste liderato regional).

Y en este contexto ¿Cuál es el papel que nos corresponde a las organizaciones internacionalistas? Es fundamental que las ONGD que apostamos por una cooperación transformadora seamos consecuentes con esta realidad regional, evitando hacer análisis descontextualizados que obvian variables de análisis cruciales para comprender el desarrollo de un proceso como el boliviano. Sin caer en seguidismos infantiloides, tenemos que tomar partido por las clases históricamente subalternizadas, reconociendo, apoyando y aprendiendo de su protagonismo en una experiencia de calado histórico, contribuyendo a fortalecer una posición de crítica constructiva que evite dogmatismos maximalistas de raíz eurocentrista y aportando nuestra experiencia para fortalecer y profundizar las dinámicas de transformación social que, esperemos, sean imparables.

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