Fernando Sánchez Alonso

Empastíllate

Si el Prozac o el Lexatin no curaran, ¿por qué el Estado neoliberal invertiría tantos millones en proporcionártelos casi gratis? ¿Solo porque son más baratos que la psicoterapia o porque eres de los que creen que con ellos buscan distraerte de la exigencia de forjar una sociedad más justa e igualitaria?

Los trastornos mentales son, en realidad, trastornos sociales.

El Estado español es el mayor consumidor mundial de ansiolíticos. El Lexatin, el Trankimazin, etc., se han convertido en un híbrido entre el consejero espiritual y el orfanato. Entre el bálsamo de Fierabrás y una oenegé química. Sirven para cualquier infortunio. Desde el de aguantar los flashes impertinentes de los reporteros que nos retratan en las colas del SEPE o del hambre hasta el de sobrevivir a un desahucio. Te expulsan a golpes de tu vivienda y no pasa nada. Comulgas una pastillita y, media hora después, sigues sin hogar y con la brecha que te ha abierto la dialogante porra de un antidisturbios, pero en tu interior estás imitando los saltitos esponjosos de Neil Armstrong, porque, si no has llegado a la luna, al menos estás en el cielo.

Por otra parte, si el insulto que te pagan por poner copas se te muere al tercer día y solo resucita para el resto del mes en un paquete de macarrones y en una lata de atún envenenado de mercurio, rézale al dios Bayer un padrenuestro de benzodiacepinas y pronto comprobarás que la vida es hermosa, muy hermosa, aunque, cuando baje el colocón, descubras su rostro de bruja. Métete entonces otro Trankimazin y bésala. Puede que así la transformes de nuevo en princesa.

Y déjame que te diga de buen rollo que, si no encuentras un zulo en idealista.com en el que morirte de frío delante de la tele; si no pillas empleo porque no buscas lo suficiente y malgastas la jornada laboral en el parque disputándole el pan a las palomas –esas gallinas con aires de nuevos ricos– en vez de perseverar en visualizaciones positivas, la culpa es tuya. Solo tuya. De modo que compórtate, vuelve al loquero y no te vengues de tu fracaso criticando al sistema o difamándolo al balbucear, con la boca errática y pastosa, que las medicinas psiquiátricas no curan, que solo son camisas de fuerza químicas para despolitizar tu dolor y transformar en mercancía tu sufrimiento, el mismo de los que no pueden descender más porque ya están por debajo del subsuelo.

Esto es una patraña. Si el Prozac o el Lexatin no curaran, ¿por qué el Estado neoliberal invertiría tantos millones en proporcionártelos casi gratis? ¿Solo porque son más baratos que la psicoterapia o porque eres de los que creen que con ellos buscan distraerte de la exigencia de forjar una sociedad más justa e igualitaria? Bah, demagogias, infantiles utopías de resentidos. Si las drogas psiquiátricas fueran tan malas, ¿por qué te las prescribiría entonces tu médico de cabecera, al que has arrebatado veinte segundos de su estresado y valiosísimo tiempo con tus quejumbres? Claro que curan. Eres tú quien no quiere curarse ni luchar por un hueco en la sociedad porque solo tienes corcho en las venas. Se vive mejor del clínex victimista, de las subvenciones, de la sopa boba. Mira a Amancio Ortega, que a partir de la nada levantó un imperio o un emporio o como se llame eso. Toma ejemplo de él y olvídate de lo que se expone en “Sedados. Cómo el capitalismo moderno creó la crisis de salud mental” (Capitán Swing), del psiquiatra y antropólogo James Davies.

Un agudo ensayo que, a diferencia de la psiquiatría hegemónica –esa que identifica la salud con el aumento de producción en el trabajo y la enfermedad mental con su opuesto–, no culpa al individuo de su melancolía, de su angustia, de su depresión por no encajar en los cánones que difunde el capitalismo a través de su industria cultural y sus intelectuales orgánicos (los tertulianos han sustituido a Marx y los youtubers, a Engels).

De hecho, Davies te confirma en tu intuición: los trastornos mentales son, en realidad, trastornos sociales. ¿Cómo se explica, si no, que se receten más pastillas en los barrios con mayores tasas de pobreza y desempleo y que se produzcan más suicidios allí? La psiquiatría institucional es un negocio y el alpiste psiquiátrico no solo no sana, sino que cronifica las enfermedades que finge combatir, haciéndolas así muy rentables para los médicos y las farmacéuticas, según demuestra el investigador Robert Whitaker en “Anatomía de una epidemia” y repite Davies. «El capitalismo no quiere que la vida interior de las personas esté libre de problemas», leemos en "Sedados". Y es una gran verdad.

Bueno, quizá lo sea, pero permíteme que te dé un consejo. No hagas mucho caso al Davies ese ni a ninguno de los de su estirpe: Franco Basaglia, David Cooper, Thomas S. Szasz, Guillermo Rendueles o Ricardo Campos, quien, en “La sombra de la sospecha” (Catarata), hace un brillante análisis histórico de la alianza entre el poder político, la judicatura y la psiquiatría como instrumento de control social, de estigmatización del enfermo mental y de criminalización del obrero, por juzgar a aquel potencialmente peligroso y a este una amenaza para los intereses de las clases dominantes.

Tú, ni caso a ninguno de estos, ya te digo. Solo pretenden confundirte. Recuérdalo. De manera que, si te sientes mal, te subo el Trankimazin y te invito a que repases las tablas de la ley del esclavo moderno de las que estuvimos hablando la semana anterior. Y nada de sindicatos ni de asambleas vecinales, ¿eh? Puedes distraerte de tu angustia viendo porno, fútbol o yendo al centro comercial. Así, poco a poco, y casi sin darte cuenta, te irás adaptando. Y no te olvides de tomar la medicación ni de, al salir, pagarle a la enfermera la consulta de hoy. Ánimo, campeón. Hasta la próxima semana.

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