Olga Saratxaga Bouzas
Escritora

En cualquier muga

Hace un par de años, llegó a mis manos la edición en castellano de lo que inicialmente pretendía ser recopilación de datos para gestionar trámites de petición de asilo internacional: "Hermanito" ("Miñán"), un libro escrito sin papeles, donde los nudos propios se confunden con el dolor ajeno y la angustia traspasa el umbral de la esperanza. Un libro que va más allá de una historia con muchos tú. Tras este periodo de intimidad, colaboro en su difusión haciendo público un texto escrito en aquel momento únicamente como terapia. Confío, de paso, en desbrozar ciertas narrativas y derivar hacia la reflexión.

Finales de un mes de otoño par en el capitalismo de Occidente. Euskal Herria, a este lado de la muga. Una herida cruza el Bidasoa. Ibrahima llega a Irun arrastrando los pasos desde Guinea-Conakri, a través del Estrecho. Sujetando el último aliento para escapar de esa bruma impuesta y ser reconocido en sus derechos básicos. Llega a la Europa exclusiva sin querer venir a Europa. Sale de su territorio a la búsqueda de un sueño que no pudo alcanzar: encontrar a su hermano pequeño.

El vendaval de maltrato actual al sujeto migrante desempeñado en las fronteras, originado en el seno de legislaciones racistas, sacude el activismo social en ambas orillas de nuestro país. Allí y aquí somos el mismo movimiento, el mismo naufragio, en los márgenes de un puente que entrelaza los destinos. Igual que episodios vitales, algunos encuentros permanecen a resguardo del olvido y contextualizan el futuro. Estimulan decisiones per se. Migrar del recinto personal a la otredad se convierte en sustrato de fortaleza comunitaria, fundamento evolutivo en la construcción del paisaje intercultural.

Coexiste un flujo que no vemos, un seísmo interior circulando en los pulsos y el tiempo de las relaciones humanas, y un vértigo audible encerrado en la erosión de cada cual. La tendencia desaforada por mostrar prima subordinar el tú a la supremacía del yo, a medida que aseguramos zonas de confort individual, en tanto que atendemos patrones conductuales para salvaguarda de activos privados.

He leído el viaje de Ibrahima Balde con los ojos y con el estómago. Que ninguna palabra se caiga. Mis piernas han quedado atrapadas en la arena del Sahara y solo mis huellas dactilares pueden avanzar, a duras penas, sobre letras inertes en la luz de esta mañana de domingo. Aún estoy en la oscuridad de la arena, «yo y el desierto. Y el desierto no tiene final». Anega el presente y no deja alcanzar equilibrio suficiente para seguir caminando el horizonte.

Por un momento, cierro los párpados. Concertinas sincronizadas atenazan la materia en la que confluyen vísceras y conexiones neuronales. Parecen alicates retorciendo el aire: el duelo de Ibrahima; el arma que golpea, abre la cabeza y le permite cifrar el tiempo según va secando la sangre... el agua... «Los demás se quedaron allí, en mitad del desierto. Con la Policía. O con la sed...»

Luego, viene el desmayo. Cuando el silencio inunda de verbos amargos la conciencia, el pensamiento se detiene. Desbordado, no da más de sí, tiene que abstraerse y contener el ritmo: «mirar, avanzar, parar», envuelto en niebla. Solamente el océano ocupa la retina, y en medio, la nada: zódiac con ciento cuarenta y tres personas a la deriva y tú, miñán. En detrimento de aplicar el libre tránsito, la geografía universal entronca decretos fronterizos en los que desfallece la utopía. Entonces la vida que ya no sirve para seguir cruzando lindes buscándote descubre la locura.

Hoy, sé que no todos los desiertos hunden los cuerpos de la misma forma. Más de cien páginas, puede que una letra por kiló (kilómetro). Ni una lágrima ha escapado mientras tantos granos de arena de "Hermanito" abnegaban la sinrazón de los Estados. Ni con los yallah, yallah (vamos, vamos) que empujaban a sentarse en el mar, cuando ya sabemos que «el mar no es un lugar para sentarse».

Ahora sí, el llanto, prófugo de acuerdos asesinos, fluye incondicional, a la sombra de Ibrahima, enredado en sus largas caminatas, bajo el férreo control de las mafias civiles y policiales. «y donde caben dos cabras metieron 16 personas».

Un libro se cierra. Acoto el instante en lo que nada más interviene. Me quedo aislada en las vocales, escalando consonantes, merodeando puntos y aparte, convertida en una sílaba más de su testimonio. Suspiro con los mismos pulmones que alimentan el hábitat entre cubiertas, después de haber recorrido su espina dorsal, su asfalto, sus esquinas, y poblar escondites en que cobijarme de mí misma. Alguno, deja un poso que el siguiente borrará fácilmente. Este es de los otros, diferente porque su manera de hablar también lo es. Su mecánica particular de hacer sentir, decir la herida; las expresiones y sencillez oral de Ibrahima y la sensibilidad y humanidad de Amets en acoplar esa herida para que los tú que son yo podamos percibir el movimiento del que hablan ellos, y su oleaje pueda ser el nuestro.

Este día se ha cubierto de tácita calima sobre un lienzo de imprenta. No caben el resto de ecosistemas que haya imaginado en lecturas anteriores. La voz de Ibrahima, junto con las manos de Amets, ha hecho posible un bello texto literario. Hermanito, más que una narración real que atesorar en la memoria colectiva. Es un argumento visceral y honesto contra la intolerancia de las políticas migratorias: la solidaridad, a modo de alegato por los derechos humanos y la dignidad de las personas, sea cual sea su origen.

Todas las historias destilan cicatrices. Aunque haya «bosques» que se empeñen en guardarlas, algunas se ven. Miñán te contará una de ellas: el quebranto apostado en cualquier muga.

Eskerrik asko, Amets, yaarama buy, Ibrahima, por hacer visible lo cotidiano y compartir el espacio inmensurable de vuestra amistad!

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