Iñaki Egaña
Historiador

Épica revolucionaria

Despechadas las ideologías por corrientes nihilistas que nos abrazan sin apenas percibirlo, recorremos hoy nuestros caminos políticos sin esas referencias que nos marcaban, casi religiosamente, un futuro prometedor. El compromiso revolucionario parece estacional, en fase de stand by, a la espera de un impulso que no acaba de llegar. Un compromiso que tuvo entre nosotros niveles extremadamente elevados para una Europa tocada por el conformismo y el acomodaticio recuerdo al mayo francés, a los indios metropolitanos italianos o a los verdes alemanes.

Hoy, por esquinas cercanas y lejanas se lanzan mensajes de que toda mini-revuelta es una devaluación de la «auténtica revolución» que un día llegará, una fantasía animada por cuatro iluminados, un alejamiento de la realidad machaconamente contraria a la movilización, como si ésta, la realidad, fuera una y única, o siquiera no estuviera sujeta a interpretaciones, incluso desde la virtualidad. No son tiempos para la lírica, malos tiempos, en letras de Golpes Bajos o Bertold Brecht. No hay espacio para la épica, cuya poesía está repleta de héroes. O quizás, esos héroes antaño épicos, son hoy mercachifles forrados de dólares y euros enterrados en bancos de las Islas Caimán, futbolistas con peinados extravagantes, artistas de Hollywood con caimanes en sus piscinas de islotes caribeños.

Falta épica, leyenda agrandada por narrativas cotidianas que avancen en convencimientos y que ilusionen a los desilusionados, a todos aquellos que necesitan reinventarse cada mañana para sentirse vivos. Épica de lo cotidiano, que evite el hermetismo emocional al que nos aboca una sociedad que ahonda en el individualismo, en la soledad, para romper la comunidad. Pero también, falta épica revolucionaria.

Una épica que nos ha arrastrado durante décadas. Nacimos con los relatos del Kalamua, de Peña Lemoa, del Sabigain, del Cinturón de Hierro. Nos hicimos adolescentes con las crónicas de las fugas de Kepa Ordoki, de los asaltos nocturnos de Félix Likiniano, de los recuerdos lacrimógenos de Marcos Azkarate. Y escarbamos como topos para conocer algo más de los senderos clandestinos de Eustakio Mendizabal, de la sorpresa apenas audible de Josean Aranguren en Urdazubi cuando fue copado por la Guardia Civil, de los sonidos desgarradores de la torturada Amparo Arangoa, en el cuartel de Tolosa.

La épica revolucionaria vasca fue relato para toda una generación europea que evitaba las crisis de conciencia surgidas de la Primavera de Praga, de los excesos de la Stasi o de las leyendas de Ramón Mercader y su piolet ensangrentado. Mayor facilidad narrativa ofrecía la heroica defensa de los procesados en Burgos, la solidaridad internacional con los dispuestos a su inmolación en beneficio de la democracia para Euskal Herria, que la del rostro amable de Santiago Carrillo pidiendo su homologación y la de su partido comunista a cambio de la reconciliación con el último dictador fascista de Europa.

Una épica que ganó adeptos con el magnicidio del delfín de Franco, el almirante que iba a misa de nueve todas las mañanas en ayunas para comulgar el cuerpo de Cristo, para volver a su domicilio y tomar un café con leche bien cargado y empezar entonces el día. Un ataque que fue comparado en esa Europa a la espera de noticias diferentes, con el triunfo de ese maquis sustituido por el Plan Marshall, la recuperación del espíritu originario. Que en clave hispana terminó con el mito de mayor difusión de la era moderna: que el franquismo, al margen de omnipresente, era inviolable. Un movimiento juvenil, un comando de tres imberbes aficionados, desmontó la épica nazifascista forjada durante décadas y, con un solo clic alumbró la épica revolucionaria.

Pasajes similares han inundado las conciencias de militantes, de voluntarios y de buena gente que, a lo largo del mundo, es mayoría. La Comuna de París, la Revolución de Zapata y Villa, la emancipación de Simón Bolívar, la revuelta intelectual de José Martí, la de José Rizal, los obreros de Chicago, la insurrección sandinista, la defensa de Stalingrado, las revueltas de Patrice Lumunba, Saco y Vanzetti, El acorazado Potemkin, la últimas horas en La Moneda de Salvador Allende, Malcolm X, Ché Guevara, incluso Novecento de Bernardo Bertolucci, convertida en icono revolucionario. La épica revolucionaria en nuestro reflejo colectivo. Un baúl al que acudir para redondear nuestro mundo circular.

Salpimentados por Mao, Lenin, Luther King, Hô Chi Minh, o Mandela (la diversidad insurreccional vasca es tan amplia como su tendencia al cainismo), fuimos capaces también de crear nuestra propia épica revolucionaria. Sin estridencias, sin análisis a priori destinados a mantener un discurso literario hegemónico. Luego percibimos el poso, algo que en el fragor de la batalla, no deja huella, se aísla su eco. La épica del enemigo sobrevaloró la nuestra. Mejor aún, sus continuas pasadas de frenada pusieron en valor la nuestra, legitimando la voz de los sin voz.

Y asaltamos, en esa reivindicación revolucionaria, la legión de mitos que sustentan nuestra personalidad histórica, desde Orreaga, donde dimos candela al emperador ungido por el Supremo, hasta Amaiur, donde resistimos al tirano castellano que había engatusado a unos y a otros con falsas bulas donde se decía que los vascos éramos unos bellacos, excomulgados de por vida. Los mitos los incorporamos a la épica reciente, como lo hace todo hijo de vecino, en Europa o en Oceanía.

Con estos mimbres, también fuimos capaces de endulzar la crónica de la lucha, con pasajes nada románticos pero que, en la narrativa, sirvieron para hacer adultos a los jóvenes. No sólo el Proceso de Burgos o la Operación Ogro, ya citados. El David contra Goliat, la lucha de unos mocosos contra los gigantes, Iberduero, EBB, Whestinghouse y General Electric. La épica de la lucha contra una costa vasca nuclear. La posterior contra la Autovía que despedazaba el Leizaran. Las luchas por la amnistía, el rock radical vasco, el movimiento vecinal, gaztetxes, las ikastolas… pasajes de esa épica revolucionaria que acompañó a una, dos generaciones, incluso lateralmente a parte de esas generaciones que luego se desengancharon, creando su propia justificación vital, su narrativa acorde con su praxis.

Hoy, las épicas cotidianas llegan inducidas desde los servicios de marketing de tal o cual multinacional. Del calzado, de la alimentación «auténtica», del automovilismo, del espectáculo, de la telefonía. Una hidra con innumerables brazos. En esta competencia, machaconamente eficiente, ¿qué épica alternativa pueden mostrar quienes tienen interés en cambiar la relación de fuerzas que rige el planeta? Es complicado, surgen contradicciones, alineamientos incomprensibles.

¿Qué épica revolucionaria para una revolución democrática? Es evidente que la dinámica institucional no es susceptible de impulsar una épica revolucionaria. La gestión, a pesar de que la impronta nos deje trazos del carisma de Joseba Asirón o Juan Karlos Izagirre, no eleva inquietudes más allá de las coyunturales. No marca generaciones, si no es para mal.

La épica revolucionaria se construye en las anomalías del sistema, en los espacios alternativos, en los enganches generacionales que puedan aportar un plus a la comunidad, tanto en el sentido de la lucha como en la cohesión comunitaria. Con una sociedad embocada exclusivamente hacia el consumismo, lastrada su izquierda por una homologación que no buscaba en sus primeros años, pero que esperaba en los 15 últimos, la épica revolucionaria anda falta de fuentes. La historia pudo servir hace años, siglos. Pero hoy no tiene valor movilizador.

Así que ahí andamos, esperando a Godot, junto a Becket y sus marionetas Vladimir y Estragón. Haciendo cábalas para encontrar esa varita que nos construya nuevamente, con la llegada de un acontecimiento, esa épica revolucionaria que, real o virtualmente, qué más da, nos dé el impulso que anhelamos.

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