Josemari Lorenzo Espinosa
Escritor e historiador, profesor en la Universidad de Deusto

Espectadores de la crisis perfecta

Hay muy pocas dudas sobre la situación actual del Estado español. Precisamente como tal Estado, España está atravesando una de sus cíclicas crisis políticas y sociales, que para muchos es la peor que recuerdan.

Por razones de todos conocidas y suficientemente tratadas en los medios, la famosa marca España que se sustentaba en poco más que algún partido de fútbol, tan fraudulento como lo demás, está descendiendo al abismo de la Historia. Nadie quiere pertenecer a un club que tenga ciertos socios. La posición de la derecha catalana, aunque tardía e interesada, es precisamente el mejor síntoma de que la España de mentira ha pasado a ser la España moribunda. Otra cosa es que sus buenos hijos la vuelvan a salvar. Hijos que están por todas partes. Pero más curiosamente entre algunos nacionalismos «periféricos», que en los momentos clave nunca pierden la oportunidad de perder una oportunidad.


No es la primera vez que a España le pasan cosas así. Sin ir muy lejos: entre 1929 y 1931 se derrumbó el sistema de la Restauración borbónica, ejemplo de oligarquía, corrupción y crisis. La presión del movimiento obrero-campesino y las penurias de la clase política borbónica abrieron entonces una de las peores crisis del siglo. Los republicanos la intentaron aprovechar. Los nacionalistas vascos o catalanes, no. Peor aún, los políticos vascos o catalanes, responsables de conseguir la independencia de sus pueblos, se dedicaron a arreglar los problemas del Estado que impedía esa independencia. No pestañearon cuando Primo de Rivera y sus soldados tomaron el poder, incluso le ayudaron a salir de la crisis con la colaboración de sus políticos y sus empresas.


Dicen que Alfonso XIII se marchó con pena y sin gloria en 1931, pero dejando a los suficientes amigos para capear el temporal. Así, la siguiente oportunidad no tardó en llegar. La República no fue capaz de arreglar la crisis. Se quedó en el término medio de las clases medias y pequeñas burguesías y los militares, más expeditivos y cuarteleros, volvieron al poder. No les resultó fácil porque otra vez la marca España contó con la estimable ayuda de los nacionales de los alrededores. En ese momento, los nacionalistas vascos y catalanes estaban, como siempre, más preocupados de la suerte (mala suerte) que corría el Estado que de la suya propia. Suponiendo que no fueran lo mismo. Ni rastro de la independencia, cuando la ocasión, el vacío de poder y la propia guerra pusieron en bandeja esa posibilidad. En el exilio fue peor, porque cuando nadie les obligaba a seguir manteniendo el acatamiento habitual a las instituciones y leyes españolas, siguieron fieles a lo que Aguirre llamaba «compromisos con Madrid». Nada les impedía proclamarse independientes. Pero no se dieron cuenta. ¿O sí? Incluso Aguirre se entrevistó (1945) con el secretario general de la ONU, recién constituida. Pero lo hizo como representante de España y no habló de su pueblo ni de su nacionalismo, sino de su antifranquismo.


En 1975 no solo murió el dictador, también lo hizo una época. La del desarrollismo engañoso, a precio de emigrantes, sol y gasolina barata. Con Carrero y Franco se fueron los planes de desarrollo y con la Transición llegó otra crisis: la reconversión industrial y el petróleo caro, unida a la pugna por el reparto político del Estado. España otra vez cayó en picado. Paro, inflación, descontento político, movimiento obrero, lucha armada... El esquema no podía ser más favorable a los nacionalismos. Ni siquiera la argucia europeísta exigía mantener la pertenencia a un estado caduco, franquista e incapaz, para ser «europeo». Pero tampoco. Los nacionalismos vasco y catalán arrimaron otra vez el hombro. Los Pactos de la Moncloa (1977), la Constitución (1978) y los estatutos (1979) amarraron otros 30 años de prosperidad capitalista e hispanófila. El Estado español estaba a salvo, una vez más.


Treinta años después, Alfonso XIII sigue reinando. Ahora se llama Juan Carlos. Pero ha vuelto. El Ejército es más mercenario que golpista. España pertenece a un club democrático (UE) en crisis de egoísmo permanente. Y a un club militar carísimo (OTAN), que gasta sus ingresos en bombardeos al tercer mundo. Pero la crisis política también ha vuelto. Mezquindad social, codicia financiera, corrupción institucional, incapacidad política. España en su línea histórica. Sigue ganando partidos. Seguramente fraudulentos. Pero los nacionalismos irredentos prestan jugadores y políticos al gran espectáculo del estado con más parados y más indignación de Europa.


Todo parece indicar que nacionalistas vascos y catalanes (a pesar de los pucheros de Mas) van a perder otra oportunidad. Pocas veces han tenido tanta audiencia política en sus territorios. Son mayoría en los parlamentos autonómicos. Pueden adoptar legítimamente, con apoyo mayoritario y democrático de los ciuda- danos, la declaración de independencia que piden sus programas e ideologías... y esperan sus electores. Podían ejercer una presión política tan formidable que la anterior lucha armada no fuera necesaria otra vez. Podían, en fin, portarse como nacionalistas en activo y no volver a parchear los rotos de un estado cuyas vergüenzas están por todas partes.


Sin embargo, los indicios no pueden ser peores. El panorama político vasco, por poner el ejemplo cercano, no parece tener mucho interés en la cuestión nacional vasca. Los representantes, votados por el pueblo nacionalista, se dedican fervorosamente a gestionar y administrar el legado autonómico estatal. Nadie pone en duda su capacidad de gestión. Su trabajo es importante, capaz y pueden conseguir, con honradez y dedicación, que la crisis nos afecte menos que a los demás. Pueden demostrar que son excelentes gestores de un capitalismo en crisis y de un estado decante y moribundo, a los que pueden ayudar. Pueden optar, en fin, a la reelección con merecido éxito. Pero es de temer que su nacionalismo y su socialismo se malogren como otras veces, como siempre, se entretengan en ayudar a España a salir de la crisis perfecta de la que parecen meros espectadores.

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