José Mª Setien
Obispo Emérito de Donostia

Estados nacionales y naciones en los estados

El pasado 8 de abril el Congreso rechazó respaldar la convocatoria de consulta en Catalunya. Al hilo de esta decisión, el Obispo Emérito de Donostia desarrolla su reflexión sobre el conflicto entre la soberanía del Estado y las de los pueblos que lo componen. En este sentido, si bien en su opinión «el Estado ha de ser unitario, como lo es la soberanía», considera que «el reconocimiento del carácter soberano del poder político de un colectivo no puede ser ignorado».

El pasado día 8 de abril de este año 2014, el Congreso de los Diputados del Estado español decidía si conceder o no a la Generalidad de Cataluña la delegación necesaria para que pudiera ella «autorizar, convocar y celebrar un referéndum sobre el futuro político de Cataluña». La competencia necesaria para tomar esta decisión en nombre del Estado español se apoyaría en el Art. 150-2 de la Constitución, aprobada por el pueblo español el año 1978. Según el citado Artículo, el Estado «podría transferir o delegar en las Comunidades Autónomas, mediante ley orgánica, facultades correspondientes a materia de titularidad estatal que, por su propia naturaleza, sean susceptibles de transferencia o delegación». Como es sabido, la propuesta fue rechazada por 299 votos en contra, frente a 47 a favor y una abstención. En consecuencia, la Generalidad de Cataluña carecería de la necesaria competencia para convocar y celebrar el pretendido referéndum sobre su futuro político. Es evidente que este hecho habrá de tener consecuencias importantes en el futuro político de Cataluña. Pero tampoco será indiferente para España ni para ninguna de las nacionalidades y comunidades a las que hace referencia expresa la misma Constitución española. Es esta la razón de ser de estas reflexiones.

Con fecha 23 de enero de 2013, es decir, hace un poco más de un año, el Pleno del Parlamento de Cataluña había ya hecho pública una resolución en la que, según decía, afirmaba «democráticamente y en coherencia con sus historia» su voluntad de autogobernarse, con el objetivo de mejorar el progreso, el bienestar y la igualdad de oportunidades de toda la ciudadanía, y de reforzar la cultura propia y la identidad colectiva. Hacía así una declaración de su soberanía y del derecho a decidir del pueblo de Cataluña. En conformidad con la voluntad mayoritaria expresada democráticamente, el Parlamento de Cataluña acordaba también iniciar el proceso para hacer efectivo el ejercicio de su derecho a decidir. De acuerdo entre otros principios, decía, con la afirmación de su soberanía, por razones de legitimidad democrática, dado su carácter de sujeto político y jurídico soberano, como expresión mayoritaria de la voluntad popular.

2.– La decisión adoptada por el Congreso de los Diputados, sostenida por el artículo citado de la Constitución española era, pues, incompatible real, política y jurídicamente con la citada Ley orgánica del Parlamento de Cataluña, en su pretendida afirmación de la soberanía y del derecho a decidir del pueblo catalán. Un pueblo reconocido, sin embargo, como una realidad histórica socio-política, no obstante la sumisión debida al actualmente existente Estado soberano español. Lo contrario equivaldría a la necesidad de reconocer la existencia de dos realidades incompatibles entre sí políticamente y jurídicamente.


Suele ser frecuente, al respecto, hablar de pueblos soberanos, que actúan al margen y aun en contra del poder político propio de la totalidad del pueblo al que de hecho pertenecen. Un poder que es precisamente el Estado de la comunidad política. Pero es claro que el imaginado ámbito de la supuesta soberanía popular que no fuera la propia del Estado no pasaría de ser un ámbito de libertad de acción socio-política, reconocido y garantizado por el mismo Estado, que habría de estar, en todo caso, regido por la superior normativa definida y tutelada por este. Sin ignorar tampoco que, en ocasiones, esa soberanía del Estado se suele entender también desde una perspectiva totalitaria, como el poder de una nación que es identificada con la totalidad de la unidad social formada por todos los ciudadanos. Confundiéndola sencillamente con la totalidad de una pluralidad social que, en rigor, puede ser plurinacional. Podrían multiplicarse otras hipótesis a considerar. Pero, en todo caso, la soberanía, para que sea tal, habrá de ser, en verdad, unitaria o, mejor dicho, única, aunque sea ejercida o compartida por diversos sujetos. De no ser así, no sería una auténtica soberanía.


El poder de decisión de la comunidad política, sea esta nacional o plurinacional, es el Estado que, en definitiva y en última instancia, ha de ser unitario, como lo es la soberanía. Pretender reservarse o conquistar ámbitos o espacios políticos ajenos e independientes del poder soberano estatal implica una quiebra de este poder, que la realización del Bien Común de la totalidad de la comunidad política del único Estado difícilmente podrá tolerar. Lo que no debe impedir que esa afirmada unidad del poder político soberano del Estado haya de afirmar y reconocer, precisamente mediante el ejercicio de su poder soberano, la pluralidad de los ámbitos de libertad y de autoridad socio-política exigidos por la sociedad y la comunidad política democráticas.

3.– Es precisamente esa característica propia de la soberanía del poder político, formulada en los términos de unidad y totalidad en que lo venimos haciendo, lo que plantea el grave problema de la exigencia, incluso ética, de que el poder político que es el Estado sea puesto al servicio de la totalidad de la comunidad política en su pluralidad, más allá de los intereses particulares económicos y de clase, de culturas y nacionalidades o de otros grupos o centros de poder, no ajenos a ideologías e intereses de distinta naturaleza. Precisamente la existencia de esa legítima pluralidad socio-política de la diversidad, en el ámbito de la unidad propia del ejercicio de la soberanía en los estados, es lo que posibilita y está en la raíz de los movimientos secesionistas, y en particular nacionalistas, legitimándolos. Ellos se ponen de manifiesto en las tensiones existentes entre la afirmada unidad jurídica y política de la soberanía de la comunidad política y de su poder, que es el Estado. Todo ello a partir de la real pluralidad cultural y política existente en esas comunidades, y de la pretendida voluntad de adecuar a esa pluralidad la realidad de la única soberanía política de los estados realmente existentes.


Cuestionar la consistencia de la unidad de una soberanía ya jurídicamente establecida a partir de la finalidad y la voluntad de la creación de una nueva soberanía, mediante la segregación del territorio en el que esa unidad soberana fuera una realidad, parecerá carente de toda consistencia y fundamentación jurídico-política objetiva, más allá de un puro derecho subjetivo al ejercicio de una libertad política reconocida a los individuos y a los pueblos. Pero también es cierto que el reconocimiento del carácter soberano del poder político de un colectivo, incluso constituido históricamente como una realidad nacional y portadora de una exigencia natural de justicia, no debe ser marginado ni ignorado. Por el contrario, será justo tratar de reivindicar un derecho que, aun no siendo asumido, en su concreción fáctica por las normas jurídicas vigentes, no deja de afectar gravemente al ejercicio democrático de la libertad y a la dignidad de las personas y de los colectivos humanos afectados.

En todo caso, la más elemental racionalidad humana habrá de exigir la solución de un problema individual y social que, siendo real, no ha de quedar sin solución, ni en manos de los más poderosos o incluso violentos.

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