Iñaki Egaña
Historiador

Estrasburgo y la multiplicación de los panes

La ausencia de «juicio justo» me lleva a su antítesis, «juicio injusto». Y si hubo presos condenados injustamente, habrá jueces a los que, lógicamente, habría que sancionar. Precisamente por no impartir lo que les toca. Justicia

Desde finales de 2009 y comienzos de 2010, las declaraciones públicas en Bruselas y Venecia, así como los entonces movimientos desconocidos entre bastidores, auguraban un cambio en la estrategia política de la disidencia vasca. ETA concluyó parte de su debate interno en febrero de 2010, debate que tendría sus expresiones ya conocidas, las fallidas bilaterales de Noruega, y las unilaterales del pasado año (desarme) y del presente (disolución).

Con un ejército de hombres de negro detrás, intervenciones de comunicaciones privadas y seguimientos electrónicos, el hombre fuerte del Gobierno de Zapatero, el hoy editorialista de El País y entonces ministro del Interior, estaba al corriente de lo que se estaba cocinando. Alfredo Pérez Rubalcaba guardaba el grueso de su ambición para suceder a Zapatero en La Moncloa, aunque, como es sabido, fue superado por Marino Rajoy, ya en noviembre de 2011.

En ese espacio de tiempo en que las señales de cambio de estrategia eran inequívocas, el Estado, avalado por decenas de Rubalcabas, siguió con su estrategia de excepcionalidad con el contencioso vasco. «Monta tanto, monta más» o algo así debe de decir un refrán castizo y de eso se trata. A ver quién la hace mayor, a ver quién deja su impronta para la historia, en un nivel que partía ya de un estadio muy elevado. Con el Código Penal de 1995, España ya se había puesto a la cabeza de Europa en regresión judicial, superando incluso aquel excepcional de 1973. La «reforma» del PP de 2003 volvió a elevar el listón.

Es decir, como viene siendo habitual, dar barra libre a múltiples maniobras, a través de renovaciones en el Código Penal, ya de por sí cargadas por sentencias excepcionalmente extraordinarias, para evitar la excarcelación de determinados presos políticos, los vascos. Porque para otra clase de presos relacionados con el contencioso (léase Vera, Barrionuevo, Elgorriaga, Galindo, Amedo y un largo etcétera), la misma legislación ha sido aplicada de manera, digamos, benévola. Apenas pisaron los patios de las cárceles y cuando lo hicieron accedieron a grados que les permitieron la libertad condicional en breve tiempo, o en el mejor de los casos para ellos, el indulto.

En 2010, con el aval de la reciente ratificación de la Ley de Partidos Políticos por parte de la Corte Europea de Derechos Humanos (ilegalizaciones de todas las expresiones de la izquierda abertzale, de movimientos sociales…), Rubalcaba detuvo a abogados de presos, militantes del movimiento solidario con los mismos, a miembros de Ekin y Askapena. Con las denuncias de torturas de fondo. ETA daría luz a través de la BBC, a comienzos de setiembre de ese año, una decisión de febrero: el fin definitivo de sus «acciones ofensivas». El definitivo llegaría poco más tarde y tenía que ver con normas defensivas. El cadáver de Jon Anza había aparecido en la morgue de Toulouse.

La Ley Orgánica 7/2014 fue promulgada por Rajoy. Pero en ella coló una excepción, la de no ser aplicable a las condenas pronunciadas por un tribunal de un Estado miembro de la UE antes del 15 de agosto de 2010. Una excepcionalidad expresamente cocinada en los tiempos de Rubalcaba (PSOE), cuando el cambio de estrategia era notorio, y aplicada en 2014 ya con Gobierno del PP.

¿Por qué? Para incidir en 2014 en una táctica más que evidente: romper puentes, detener entonces a intermediarios por la paz (Manikkalingam, Maccabe y Kasrils) y ahondar en la venganza. Dinamitar la paz. El entonces socialista republicano y hoy monárquico derechista Manuel Valls marcaba el paso a Francia en la cuestión vasca. Sin fisuras.

¿Por qué poner el límite en agosto de 2010 y no en otra fecha, anterior o posterior? Porque la lectura del Estado estaba ligada a una visión finalista del contencioso. Lo dijeron en sus informes clasificados, en sus clases magistrales, en sus reuniones VIP. «Muerto el perro se terminó la rabia», dicen que dice otro refrán español. Error de cálculo, pero un buen argumento para ahondar en la cimentación de su relato y, sobre todo, en el «código penal del enemigo», una expresión que acuñó novedosamente Günther Jakobs en 1985 y se puso de moda tras la eclosión yihadista en el siglo XXI, pero que España ya aplicaba desde que dio carta de naturaleza a su expresión nacional.

También en la venganza. Un concepto al que, por cierto, Erich Fromm ligaba con el narcisismo. En el caso español no hace falta siquiera haber realizado un máster de esos que al parecer regala la Universidad Rey Juan Carlos para conocer ese narcisismo que acogota el currículo de las élites políticas hispanas. Nunca ha dejado de ser cuestión de orden prioritario en el devenir político de quienes dirigen Gobierno y Estado.

Una venganza, ligada en términos conceptuales a otras fases históricas relativas a la guerra sucia, al terrorismo de Estado, que ahora, se manifiesta con otros escaparates. La detención y encarcelamiento «por reiteración en banda armada» del ex preso Carlos Apeztegia es una de esas señales de que venganza es sinónimo de crueldad. Tal y como el no reconocimiento de numerosas víctimas, el negacionismo de la tortura tanto sistémica como puntual. O incluso el alejamiento de los presos vascos, tal y como se hacía en la antigüedad: castigo a las familias de los disidentes.

Siguiendo con el hilo de la LO 7/2014, los siete magistrados del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, sin entrar al fondo de la cuestión de si España debía ubicar adecuadamente la ley europea sobre la acumulación de penas, avala indirectamente la razón de España y su excepcionalidad a la hora de aplicarla. Reconocen que la Audiencia Nacional decretó a comienzos de 2013 la excarcelación de Arrozpide y Plazaola de acuerdo con la norma europea, pero como la decisión fue recurrida por la Fiscalía ante el Tribunal Supremo no genera jurisprudencia. Y así se fija la trampa por la que quedarían excluidas las condenas dictadas en Francia antes de 2010, salvedad en Europa.

El Tribunal reconoce sin embargo que los tres demandantes (Arrozpide, Plazaola y Mugika Garmendia) no tuvieron un «juicio justo» por lo que señalan que los afectados deben ser indemnizados. En mi lógica, por cierto, nada judicial pero sí lógicamente lógica, la ausencia de «juicio justo» me lleva a su antítesis, «juicio injusto». Y si hubo presos condenados injustamente, habrá jueces a los que, lógicamente, habría que sancionar. Precisamente por no impartir lo que les toca. Justicia.

Nuevamente, siempre en los términos de la lógica, me resulta incomprensible cómo un militante de ETA, de Segi, de Ekin o de otras organizaciones pueda repetir militancia en función del espacio en el que se mueva o en el que fuera detenido. Un misterio. ¿Hubo oficinas de reclutamiento opacas entre sí, franquicias desbocadas, carnés en idiomas diversos o imputaciones fiscales estatales? Un sinsentido.

La cuestión vasca, desde que aquel de infausto recuerdo llamado Alexander Haig portavoz de Ronald Reagan dijo que el golpe de Estado de 1981, protagonizado por militares y guardias civiles, era «cuestión interna de España» se mueve en esos parámetros. Europa no es la excepción. Permisiva con los vuelos y centros de detención clandestinos, antes del invento de Guantánamo, el equilibrio de la Unión Europea pasa por esta serie de cuestiones fuera de toda lógica. La de no abrir más frentes en un patio demasiado agitado.

La sentencia del TEDH me lleva a suponer que de nuevo las razones de esta decisión son políticas. Y, ello, en una situación de excepción como la que seguimos viviendo (también hay presos y exiliados políticos catalanes acusados de un delito que España acuñó en el siglo XIX para castigar a los independentistas de lo que hoy son sus excolonias) me consterna. No tanto porque remueva mis convicciones, sino porque me invoca que, a pesar de los pesares, quienes tenemos enfrente cambian el apellido, pero mantienen su naturaleza bélica con la misma intensidad de siempre.

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