Txema García
Periodista y escritor

Euskadi 2030: turismo sostenible y otros oxímorones institucionales

Hay palabras que deberían venir con manual de advertencias. «Turismo sostenible», por ejemplo, es una de ellas. Es el oxímoron favorito del Gobierno Vasco, que ha decidido construir su estrategia turística hasta 2030 sobre una contradicción tan grande que podría provocar vértigo semántico. Porque si algo ha demostrado el modelo actual es que el turismo, lejos de ser sostenible, es una máquina de saturar, encarecer, expulsar y decorar. Pero claro, si le añadimos «sostenible», parece que el visitante viene en bicicleta, duerme en casa de un vecino y planta un árbol antes de irse.

La Estrategia Vasca de Turismo 2030 del Gobierno Vasco es un documento institucional que debería estudiarse en las escuelas como ejemplo de palabrería hueca. Se habla de «resiliencia territorial», «dinamización experiencial y holística», «valor compartido» y «turismo transformador». ¿Qué significa todo eso? Nada. Son palabras que suenan bien, pero no dicen nada. Son el maquillaje del modelo de siempre, del que tantos problemas está dando en todo el mundo y que se basan en atraer más turistas, vender más territorio, y disfrazar el saqueo mediante el cuento de la lechera. Dicho de otra forma: Euskadi no se protege: se empaqueta. No se cuida: se promociona. No se habita: se consume.

La estrategia institucional del Gobierno Vasco y sus adláteres (las tres diputaciones forales) no contempla límites, ni frenos, ni alternativas reales y eficaces. Solo contempla crecimiento, expansión y ocupación. El turismo no se debate, se impone. Se presenta como motor económico, como solución mágica a todos los males. ¿Y los perjuicios? Se llaman «retos». ¿Y la expulsión de vecinos? Se llama «dinamización». ¿Y la saturación? Se llama «diversificación territorial». El lenguaje es tan perverso que convierte el saqueo en oportunidad, y la destrucción en innovación. La población autóctona aparece como «comunidad receptora», como si fuera un buzón donde llegan turistas. No se habla de derechos, de vivienda, de espacio público. Se habla de «hospitalidad». Como si el vecino fuera un recepcionista.

La Estrategia Vasca de Turismo 2030 no es un plan. Es una epopeya mitológica donde el turista es héroe, el territorio es decorado, y la supuesta «sostenibilidad» es el dragón que nadie se atreve a enfrentar. Tolkien estaría orgulloso. Este documento debería incluirse en los temarios de las escuelas de magia. Convierte la masificación en «dinamización», el hormigón en «puesta en valor», y el desarraigo en «experiencia transformadora». Eso sí, la Estrategia 2030 es tan ambiciosa que parece escrita por un comité de alquimistas: quieren convertir el turismo en oro sin tocar el plomo de la especulación, la gentrificación o el agotamiento del territorio. Más que una estrategia, parece el guion de una tragicomedia institucional: todos los personajes hablan de «sostenibilidad», pero nadie abandona el escenario del crecimiento infinito. ¿Cómo se come eso? Se traga, se digiere como se pueda mientras el telón cae sobre un decorado de pisos turísticos y selfies en cadena.

El documento y la palabrería oficial que le acompaña habla de «turismo regenerativo», pero lo que se regenera es la paciencia del vecino que ve pasar cada día veinte grupos guiados por su portal. Regenerativo, sí: como el musgo que crece en los eslóganes institucionales.

La estrategia promete «desarrollo equilibrado», aunque el equilibrio recuerda al de un funambulista sin red: cada paso es una concesión al mercado, cada nueva licencia turística es una pieza más que tambalea el vecindario y el vértigo, en última instancia, lo sufren los barrios que pierden su alma. Y cuando caiga todo, dirán que fue culpa del viento.

Se habla de «turismo de calidad», pero nadie define si esa calidad se mide en estrellas, en selfies por minuto o en el número de veces que se pronuncia «auténtico» en una visita guiada. Spoiler: la autenticidad no se vende en packs.

El documento insiste en «preservar el paisaje», mientras se proyectan miradores, pasarelas y parkings en cada rincón con vistas. El paisaje se preserva, sí, pero en formato JPG para Instagram.

No hay página de todo este programa y de otros documentos redactados por consultoras «amigas» que no rezumen palabrería hueca. Por ejemplo: hablan de una supuesta «transición hacia la neutralidad climática en el turismo vasco» que sería como intentar apagar un incendio con una copa de txakoli: elegante, pero inútil. O se instalan cargadores eléctricos en parkings turísticos mientras se inauguran vuelos low-cost a Hondarribia o abren nuevas rutas aéreas a New York desde Loiu cuando los habitantes de Enkarterri y de otros eskualdes de este territorio se las ven y se las desean para disponer de un limitadísimo servicio de transporte público a la capital vizcaina o entre ellos mismos. ¿Neutralidad? Solo en los comunicados de prensa.

Se refieren al Green Deal aplicado al turismo en Euskadi, que sería algo así como poner una hoja de lechuga en un talo de chistorra y llamarlo dieta. Se habla de economía circular, pero los souvenirs siguen viniendo de China y los hoteles de «eco» tienen más plástico que una feria de verano.

Hablan también de «ética turística» que es lo más parecido a la moral de un influencer en San Juan de Gaztelugatxe: postureo con filtro. Es decir, se predica el respeto al visitante y al entorno, pero se permite que los cascos históricos se conviertan en parques temáticos con alquileres imposibles para los vecinos.

No menos atrabiliario es hablar de «inteligencia turística» que es como tener un GPS sin cobertura en los Pirineos: promete mucho, pero te deja en medio de la nada. Se presume de big data, pero se sigue sin saber cómo evitar que el Casco Viejo de Bilbao se convierta en un airbnblandia con pintxos de autor a 5 euros. O se recopila información para saber cuántos turistas hay, pero nadie se atreve a preguntar si deberían estar ahí.

Toda la retórica de fondo de este y otros documentos oficiales hablan de «convivencia entre residentes y visitantes» como si fuera una comedia romántica. Pero en la realidad, los residentes hacen las maletas y los visitantes se quedan con el piso. Final feliz para el algoritmo de Airbnb.

Bilbao, Donostia, Zarautz, Zumaia, Lekeitio, Mundaka, Gaztelugatxe... todas convertidas en ciudades o lugares escaparate. Barrios vaciados, viviendas convertidas en pisos turísticos, plazas ocupadas por franquicias, paisajes saturados de turistas. La vida cotidiana se convierte en espectáculo, y el espacio público, en decorado. Y el Gobierno, lejos de regular, promociona. Basquetour reparte folletos como si fueran confeti en un funeral. La vivienda se convierte en mercancía, y el derecho a la ciudad en una estadística.

La visión para 2030 es clara: Euskadi como parque temático. Cada rincón convertido en «producto turístico», cada tradición en «experiencia», cada paisaje en «activo». Se habla de «turismo de calidad», pero lo que se busca es el turista con más poder adquisitivo. Se habla de «sostenibilidad», pero lo que se promueve es la ocupación permanente. El futuro que dibuja la estrategia no es un país vivo, sino un escaparate rentable. Y cuando todo se convierte en producto, lo único que queda es el vacío.

Euskadi no necesita más turistas. Necesita más límites. No necesita más promoción. Necesita más protección. No necesita más storytelling. Necesita más verdad. Porque si seguimos por este camino, en 2030 no quedará nada que proteger.

Así que esta es la paradoja final: el turismo en Euskadi se vende como experiencia única, pero se gestiona como mercancía de saldo. Todo a cien, con etiqueta verde y envoltorio institucional. Una geografía empaquetada, una cultura serializada, un futuro hipotecado en nombre del visitante. Y cuando todo haya sido monetizado, cuando el último rincón sea un mirador con parking y wifi, quizá descubramos que lo sostenible era haber parado antes. Pero ya será demasiado tarde. Solo quedará una postal y estará en rebajas. Y ni siquiera será nuestra.


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