Raúl Zibechi
Periodista

¿Existe una segunda ola progresista en América Latina?

La percepción de que no hay cambios está muy arraigada en Chile y en Argentina y comienza a extenderse en México.

Algunos analistas y varios partidos políticos sostienen que América Latina se encuentra ante una segunda oleada progresista, enfatizando en que a los gobiernos de México, Chile y Argentina se les pueden sumar pronto los de Brasil y Colombia, ya que en mayo puede ganar Gustavo Petro y en octubre Lula da Silva en sus respectivas elecciones presidenciales.

La primera oleada habría comenzado con la elección de Hugo Chávez en 1999 y finalizó con los triunfos derechistas a mediados de la década de 2010, ya sea a través de elecciones, de mecanismos espurios como la destitución parlamentaria en Brasil o de un golpe como en Bolivia.

La principal característica de las fuerzas políticas que encabezan este supuesto segundo ciclo progresista, es que se sitúan bastante más a la derecha que las anteriores. Uno de los casos más notables es el de Lula, que eligió como candidato a la vicepresidencia a Geraldo Alckmin, exgobernador de Sao Paulo, quien perteneció a la socialdemocracia que introdujo el neoliberalismo en Brasil.

El presidente argentino Alberto Fernández firmó un cuestionado acuerdo con el FMI y apoya la línea represiva de los gobernadores provinciales con los que mantiene alianza, además de haber promovido, a través del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, una durísima represión de las familias sin techo que ocupaban un amplio predio en la zona sur.

Sin embargo, los casos más emblemáticos del nuevo progresismo son México, por un lado, y Chile por el otro. En ambos destaca el perfil represivo, salvando las debidas distancias.

El despliegue de la nueva Guardia Nacional, policía militarizada, por Andrés Manuel López Obrador, está lejos de haber atenuado la violencia. En los tres años de su gobierno han sido asesinadas 100.000 personas y hay 20.000 desaparecidas. Desde que el Estado mexicano declaró la guerra a los carteles de las drogas en 2006, suman 300.000 muertos y 100.000 desaparecidos.

Peor aún, el 95% de los casos permanecen en la impunidad, según informe del centro de análisis México Evalúa (https://bit.ly/3OF1fCh). Cada día son asesinadas once mujeres y la ola de violencia no solo no ha remitido sino que se incrementó bajo el Gobierno de López Obrador.

El Gobierno de Gabriel Boric anunció una negociación con el pueblo mapuche, pero no ha hecho más que incrementar la presencia militar en Wall Mapu. En efecto, el Gobierno incrementó la cantidad de vehículos blindados, pasando de 4 a 19, y a solicitud de Carabineros se prevé la incorporación de 34 nuevas camionetas blindadas «para mejorar la labor preventiva», según la ministra de Interior Izkia Siches (https://bit.ly/3vnmAIR).

Con la excusa de que en territorio mapuche se pasó de 432 eventos de violencia en 2017 a 1.731 en 2021, la ministra Siches prevé, además, una inversión millonaria en drones para prevenir ocupaciones de tierras y otros «eventos de violencia» (https://bit.ly/3vNXX7h).

La popularidad de Boric cayó en picado. Cuando han transcurrido apenas 40 días de su presidencia, el 53% lo desaprueba y el 62% piensa que el país va por mal camino. El clima de desconfianza afecta también a la Convención Constitucional, ya que el rechazo a la nueva Constitución supera holgadamente a quienes la aprueban, aunque será plebiscitada recién en setiembre (https://bit.ly/3xV4OOH).

La percepción de que no hay cambios está muy arraigada en Chile y en Argentina y comienza a extenderse en México. Mientras en los dos primeros es muy probable que la derecha se vea favorecida por el desgaste gubernamental, la oposición mexicana está muy lejos de poder erosionar a López Obrador, por ahora.

Pero el problema de fondo es otro. La primera oleada progresista prometió cambios estructurales que no fue capaz de cumplir, en gran medida porque no tenía alternativas y se fue limitando a mejorar los ingresos de los sectores populares gracias a los buenos precios de las commodities de exportación, en particular soja, carne y minerales. Ahora los problemas son mucho mayores.

El más importante es que en los últimos años las derechas se han organizado y son más fuertes, están presentes incluso en los barrios populares, en ocasiones de forma directa, en otras a través de las iglesias evangélicas. Han trazado alianzas potentes con las fuerzas armadas y policiales, en varios países apoyan a grupos paramilitares aliados con el narcotráfico, alcanzando una inserción social que llega a desplazar a las izquierdas de sus viejos bastiones territoriales.

A esta nueva derecha no se le pueden oponer apenas discursos. Es necesaria una vasta organización de base capaz de frenarla en los territorios que viene ganando. Cierto nivel de confrontación es inevitable, porque en muchas ocasiones disputan los mismos espacios y la misma base social.

Lo decisivo no será frenar a esta derecha en las urnas y en las instituciones, sino hacerlo en la vida cotidiana, en los mercados y en las calles. Pero a la vez debemos ofrecer alternativas (de trabajo y de formas de vida) que aún no hemos construido o no tienen la fuerza como para atraer a quienes se ven seducidos por los ultras. La ultraderecha no se desmonta por arriba, sino por abajo.

El segundo problema es que, por lo menos en América Latina, los Estados han sido blindados por las clases dominantes, en particular por la alianza del sector financiero con los aparatos armados, legales o ilegales. Se puede llegar al gobierno pero luego no hay capacidad para implementar cambios, lo que deriva en desmoralización y desánimo que terminan por llevar aguas al molino de las derechas.

Dos décadas atrás hubo una enorme efervescencia popular que se tradujo en una camada de gobiernos progresistas. En buena parte de la región, predomina un apoyo instrumental a los neoprogresismos: se los vota para impedir que gane la derecha, pero ya sin la esperanza de que introduzcan cambios de fondo. Chile es el último caso de aquel entusiasmo y pronto veremos las consecuencias de la desesperanza.

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