Joseba Pérez Suárez

Falta de voluntad política

Si los partidos «supuestamente» (insisto, «supuestamente») favorables al derecho a decidir suman más de las tres cuartas partes de la cámara de Gasteiz y no hay posibilidad de acuerdo alguno con el constitucionalismo sobre este asunto, la pregunta es de cajón: ¿resulta preferible «frustrar» a la mayoría para contentar al resto?

Es lo que el Gobierno Vasco aprecia en su homónimo español, a la hora de completar definitivamente ese pomposo Estatuto de Gernika aprobado hace la friolera de 43 años. Urkullu acaba de descubrir la redondez de la circunferencia ante la atónita ciudadanía vasca. Olatz Garamendi, consejera de Autogobierno, afirmaba, muy seria ella y tras la reunión con Isabel Rodríguez, ministra del ramo, que «es hora de pasar de las palabras, pero no vemos hechos».

Se pregunta uno si 43 años de súplicas mendicantes, negociaciones infructuosas, acuerdos incumplidos, calendarios no respetados y menosprecios lacerantes, dan cabida a la reflexión de Iñigo o al «examen de setiembre» con el que Andoni Ortuzar amenaza a Pedro Sánchez tras el enésimo frenazo del gobierno central al traspaso de las transferencias pendientes. Tras cuatro décadas, sonroja comprobar la hueca prepotencia con la que Aitor Esteban defiende la labor del PNV frente a Moncloa: «el PNV no suele ladrar, ni meter ruido; tampoco somos de morder, pero si tenemos que hacerlo, le aseguro que somos muy efectivos» ("El Correo", 24-07). ¡Tiembla, Sánchez! Como rezaba el lema de la antigua Euskadiko Ezkerra en los años de la malhadada Transición, «40 urte eta gero hau». Por cierto, todos sabemos qué fue de la extinta EE.

Escuchar al lehendakari de la CAV esas abstrusas referencias a la soberanía compartida, el pactismo, la nación foral, la co-gobernanza y demás zarandajas cuando quien tiene la sartén por el mango lleva 43 añazos haciendo mangas y capirotes con una ley de obligado cumplimiento, porque no otra cosa es el manido estatuto, resulta bochornoso y dice mucho del concepto que sobre un asunto como la soberanía política se maneja desde Sabin Etxea.

El difunto y añorado Antonio Álvarez-Solís era meridianamente claro en su razonamiento: «la soberanía es el derecho básico que se desprende de la realidad de cualquier pueblo. No tiene sentido hablar de nación sin referirse a todas las capacidades que comprende el término, entre ellas la de desplegar todas las posibilidades soberanas que se derivan de la existencia nacional. Una nación sin soberanía, o es una entelequia o desvela una dolorosa opresión. Hablar de estado plurinacional por parte de quienes pretenden seguir con su dominio sobre otros pueblos, es una variante de retórica vacua y, en muchos casos, aviesa, que está entre la estupidez y el crimen».

Cuatro décadas largas, entiendo, como entiende gran parte de la ciudadanía vasca, es tiempo más que suficiente como para comprender que el vigente estatuto está más que amortizado, que el Estado no tiene intención alguna de completarlo jamás y que la solución pasa por poner en marcha, definitivamente, la aprobación en el parlamento de Gasteiz de uno nuevo, cuya redacción duerme el sueño de los justos bloqueada, aparentemente, «solo» por la resistencia de la minoría constitucionalista de la cámara a asumir el inalienable «derecho a decidir» de la ciudadanía de la comunidad. Una «utopía», a su modo de ver, que el citado Álvarez-Solís trataba de explicar recurriendo a una cita del emperador Adriano, que decía que «tener razón antes de tiempo es una forma de equivocarse» a lo que el asturiano añadía que «siempre hay que tener razón antes de tiempo para cambiar el mundo, ya que si no se juega esa carta, la razón nunca sirve para nada». Rosa Parks o las sufragistas inglesas, por poner dos ejemplos, apostaron por esa utopía, por esas «equivocaciones» que hoy entendemos como inalienables derechos.

El ínclito Aitor Esteban nos regalaba, hace bien poco ("El Correo"), otra de sus lapidarias reflexiones: «lo que no podemos hacer con el nuevo estatus es provocar frustraciones». Si los partidos «supuestamente» (insisto, «supuestamente») favorables al derecho a decidir suman más de las tres cuartas partes de la cámara de Gasteiz y no hay posibilidad de acuerdo alguno con el constitucionalismo sobre este asunto, la pregunta es de cajón: ¿resulta preferible «frustrar» a la mayoría para contentar al resto? Porque, a ver, para que nos aclaremos: quiero creer que el bloqueo de la puesta en marcha de la negociación no será también por «falta de voluntad política» ¿No, señor Esteban?

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