José María Cabo
Filósofo

¡Franco ha muerto!

La larga noche de casi cuarenta años de dictadura no es cuestión menor, si se observan preocupantes signos de la deriva ideológica que durante otros cuarenta años de transición democrática se ha presentado en el Estado español. El silencio que, durante casi medio siglo de esa transición, se ha mantenido sobre lo que significó aquella dictadura y la presencia de las fuerzas represivas y militares en la política española (incluida la dictadura de Miguel Primo de Rivera), han permitido a la ultraderecha hispana hacerse fuerte en decisivas instituciones del Estado. Tal vez, en lugar de transición, convendría hablar de tradición, de tradere, por lo que se conserva del régimen anterior. Instituciones como son la judicatura, el aparato represivo o la cúpula militar, los grandes grupos empresariales que nacieron y crecieron gracias a los favores del franquismo o la prensa que medró a la sombra de la dictadura, jamás han dado cuenta de su connivencia, su sostenimiento o su colaboración con la dictadura y con sus políticas totalitarias.

La propaganda del régimen totalitario cumplió con su cometido y conformó, día tras día, una forma de pensamiento que, en periodo «democrático», mostraba claros signos de ocultas pulsiones antidemocráticas. La extrema derecha, por su parte, a cobijo de cualquier forma de reproche moral por sus planteamientos totalitarios, se ha hecho fuerte en una sociedad en la que una especie de franquismo sociológico ha encontrado un lugar natural para su acomodo. Es más, esa ausencia de reproche moral ha envalentonado a quienes defienden las posturas más recalcitrantes e incompatibles con los fundamentos de un auténtico sistema democrático. Los fachas, que ahora pululan por doquier, se atreven a negar la existencia de determinados derechos fundamentales de los ciudadanos, amenazando con poner en suspenso otros derechos que, no sin ciertas reticencias y no menor resistencia, se han ido conquistando a lo largo de décadas. Da igual las siglas detrás de las cuales se parapete esa derecha española cutre surgida al amparo de una reforma del sistema franquista. Da igual las precauciones que estos extremistas de derechas adopten para ocultar sus verdaderas intenciones. Da igual, en fin, que repitan una y mil veces que en su ánimo está la defensa de la libertad. Cuando ven peligrar su hegemonía política, social, económica y cultural, activan todos los mecanismos «legítimos e ilegítimos» de que son capaces, tal y como señaló ese «intelectual» de nombre Santiago (¡y cierra España!) Abascal.

Su carencia de principios democráticos válidos se pone de manifiesto cuando estos «pulcros» españoles tienen que afrontar cuestiones como son la territorialidad del estado, la cuestión relacionada con la oficialidad de la lengua hegemónica –en detrimento y con menosprecio de las otras lenguas, que no dejar de ser meras lenguas «cooficiales»–, la ilegítima existencia de una anacrónica monarquía borbónica cuyo único cometido es garantizar la unidad indisoluble de nación, los asuntos que tienen que ver con las creencias religiosas y sus derivados y, en menor medida, los derechos sociales y económicos de los trabajadores cuando estos van en detrimento de los obscenos beneficios empresariales, o cuando se denuncia la tradicional explotación laboral de los trabajadores en el reino de España.

Es en periodo electoral cuando las propuestas que defienden los partidos políticos alcanzan un alto grado de simplicidad y los sentimientos son los medios habitualmente empleados en el estado por estos partidos para solicitar el voto de la población. Es en este momento donde más claramente se aprecia esa sobredosis propagandista a la que fueron sometidos los ciudadanos del reino durante el franquismo, y la asunción acrítica de esos principios fundamentales que demuestran las carencias democráticas sobre las que la reforma articuló el actual sistema político. Incluso la negación de derechos fundamentales ha dejado de ser relevante a la hora de juzgar las actividades políticas, no ya tan sólo de las formaciones de extrema derecha, sino también de formaciones políticas que se dicen progresistas, formaciones estas últimas que han asumido, sin ningún tipo de sonrojo, esas perversas consignas de los ultraconservadores hispanos. Así, por ejemplo, desde posiciones social-liberales –un oxímoron– hay una negación permanente del derecho de autodeterminación, del necesario respaldo a las lenguas minoritarias y más vulnerables –el caso navarro, con la fragmentación en zonas lingüísticas diferenciadas, es especialmente preocupante–, de la condescendencia que se guarda con esa organización eclesial que no ha hecho aún suficiente contrición por las tropelías por ella cometidas o del escaso valor democrático de una monarquía hereditaria.

En las pasadas elecciones municipales y a Juntas Generales, los intentos por negar derechos a determinadas personas y colectivos lograron un inusitado éxito. Cuando se desveló que personas que habían sido condenadas por su actividad armada, por su pertenencia a grupos políticos ilegalizados a la luz de normas ad hoc o por desplegar una actividad política en el seno de esas formaciones se presentaban como candidatos en las listas electorales, no fueron pocos los «demócratas» que, apelando a supuestos principios éticos, interpelaban a estas personas para que renunciasen «voluntariamente» a uno de sus derechos fundamentales; derechos que tenían restituidos después de haber cumplido con sus obligaciones jurídicas. Quienes, desde la atalaya del poder o desde posiciones favorecidas por los medios de comunicación con más influencia, señalaban la falta de valores éticos de los que habiendo sido condenados por estos delitos no renunciaban a su candidatura, eran conscientes de que estaban negándoles a estos ciudadanos uno de estos derechos y, con ello, incumpliendo, no ya tan solo lo establecido por el marco constitucional, cuanto ese mínimo «suelo ético» al que tan aficionados son, y que estaría cifrado en el reconocimiento y en el respeto de todos los derechos fundamentales. Al margen de lo que figura en la poco democrática Constitución del 78 –véase el omnímodo papel concedido a las fuerzas armadas y la imposición a perpetuidad de la forma monárquica-, los fundamentos filosóficos de una ética fundada en el reconocimiento y garantía de tales derechos –defendida, entre otros, por Jürgen Habermas– ha quedado definitivamente suspendida.

El catedrático de Derecho Constitucional Pérez Royo, en esos mismos días, ya apuntaba –siempre desde un punto de vista jurídico– esa preocupante negación de derechos fundamentales, cuando hablaba de que con ello se estaba condenando a la «muerte civil» a estos ciudadanos. Por su parte, el también catedrático, en este caso de Historia Contemporánea, Julián Casanova, señalaba que el rigor con el que son ahora tratados esos ciudadanos de pleno derecho no fue el mismo que se tuvo –y aún hoy se tiene– con quienes colaboraron con el franquismo en toda la panoplia de crímenes que jamás fueron juzgados y condenados, y mucho menos reprobados desde un punto de vista ético.

La larga sombra proyectada por el menudo y grotesco dictador, gracias a la desidia de quienes conformaron el régimen político sobre el soporte de la Constitución del 78, ha habilitado un espacio para que la ultraderecha amenace los derechos de todos. No parece que Franco haya pasado a mejor (¿todavía mejor?) vida.

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