Iñaki Egaña
Historiador

Francolandia

Hoy los aduladores de aquellos verdugos trasladan el término golpista a los que inciden en la profundización democrática en Catalunya, y a los suyos (Tejero, Billy el Niño), esbirros en lenguaje coloquial, los invitan a ágapes patrios.

Nos gusta catalogar a las coyunturas, a las épocas políticas. Acuñamos en tiempos recientes términos como neoliberalismo, neocapitalismo, neocolonialismo… sin olvidarnos que para pasajes antiguos ya habíamos captado otros, como neolítico, neogótico... Lo nuevo unido a lo viejo no deja de ser una paradoja, pero sirve para entendernos sobre lo que recitamos. Tiene algo de novedoso, efectivamente, porque los ríos fluyen, aunque sus ejes principales se asientan sobre una columna precedente.

Por ello, el concepto de neofranquismo, aunque recurrente, nos adelanta asimismo de qué hablamos. En mi opinión, de la coyuntura actual, de una fase tan evidente que alguien incluso se ha atrevido a calificarla como fascista. No es lo mismo y por eso la necesidad de avanzar algún término que ayude a la comprensión.

Hay una opinión extendida de que el tirano, Francisco Franco, era un dictador que manejaba con mano de hierro el Estado, omnipresente, que operaba todos los hilos políticos. Nada sucedía sin su consentimiento. Y esa opinión no es cierta. Como otros encumbrados, era en realidad un vago, un tipo que dormía a pierna suelta más horas de las saludables y que tenía dificultades de comprensión global. Su voz aflautada, su lenguaje no verbal, nos lo presentan como un ejemplar lleno de complejos, por tanto, de inseguridades. Su universo particular era extremadamente menguado, resumido en su impresión de la reencarnación de varios personajes históricos y estereotipados que habían creado ese inconsciente colectivo que aún forja la naturaleza sociológica de esa entelequia que llaman España.

Su apuesta política fue no solo personal sino fruto de la conjunción de los intereses políticos, sociales y económicos de los sectores más reaccionarios de la sociedad hispana: oligarquía, banca, Ejército e Iglesia. Jugando con las palabras, esta idea se explicaría con la expresión de que Franco, propiamente dicho, no fue el creador del franquismo, sino que más bien su régimen fue la expresión de una España rancia y casi medieval, descrito con tanto acierto por historiadores y escritores. José María Areilza, primer alcalde de Bilbao tras la entrada de las tropas franquistas, describió a Franco como «el moderador del franquismo».

Hoy, aquellas cuestiones las vemos repetidas en noticias que revelan el peso de ese Estado profundo que construyó. La marcha atrás del Supremo en los gastos hipotecarios, la venganza como actividad política, las inmatriculaciones eclesiásticas, la inmunidad de la élite económica… el negacionismo del pasado y del presente. El rechazo de las víctimas de sus regímenes y la conversión de otras que no lo son, la utilización de la judicatura como ariete político-policial, la elevación de la monarquía a cuestión divina, el discurso exacerbado del odio: vascos y catalanes, «buenos y malos españoles»… en definitiva azules y rojos.

Es significativo que a la negación de víctimas a las causadas por el franquismo y el terrorismo de Estado, se haga también una infravaloración de las originadas por el yihadismo, por el hecho de que no fueran activas políticas. Hoy sorprende en la Unión Europea que España considere víctimas del terrorismo a muertos de su Ejército en guerras que apoyó en Afganistán o Iraq, y relegue, como ya han denunciado diversos relatores de Naciones Unidas, a la invisibilidad a las que provoca sistémicamente. La denuncia personal a los autores del informe del Gobierno vasco sobre la tortura en la CAV por parte del mayor sindicato policial, ahonda en la línea de la idea principal: «se nos dijo que torturásemos, que íbamos a salir impunes e incluso gratificados».

Ese negacionismo se ha adueñado del escenario político de los protagonistas neofranquistas. Casado apunta al hecho mayor de la humanidad, la conquista y expolio de América, junto al «reconocimiento» de que el euskara es una lengua ajena a Nafarroa, tal como el tamil o el swahili. Arrimadas apuntala que Companys, presidente del Generalitat, falleció de muerte natural, exonerando al Estado de su secuestro, tortura y ejecución. Altsasu es territorio comanche… y a por su conquista, como antaño.

El franquismo fue un sistema político desplegado como un paraguas. Afectó a toda la sociedad hasta el punto de modificar su estatus. El control social fue exhaustivo, a través de una red policial y militar única en Europa. Y de chivatos. El pensamiento desapareció y en su lugar surgió la adulación al caudillo y a sus obras y una desmedida apología hacia la historia imperial española y hacia los pasajes victoriosos de las tropas rebeldes durante la guerra civil. Aderezados con un lenguaje ampuloso, repleto de adjetivos, y una exacerbada tendencia a descalificar lo que se salía de la línea «correcta», la marca de la casa quedó definida por la mítica frase del general Millán Astray en Salamanca: «¡Muera la inteligencia!».

El periódico “Tierra Vasca”, editado en Buenos Aires por Pello Irujo y Tellagorri (José Olivares Larrondo) desde 1956 hasta 1975, acuñó un nombre que utilizó a lo largo de sus ediciones para referirse al Estado que dirigía el dictador: «Franconia». Y, por extensión, la crítica que hacía al Caudillo era la de «Francolatría».

Franconia o Franconía, es el reflejo del actual Estado español. Una sociedad sociológicamente franquista, que ha sido educada en los valores franquistas, convertidos ahora en neofranquistas. Aunque parezca ridículo, aunque parezca reñido con la modernidad, la evolución democrática se ha detenido e incluso ha retrocedido hasta niveles insospechados.

Hoy, el debate sobre la naturaleza del franquismo no está exento de las consecuencias del empuje de las tesis revisionistas que suavizan los casi 40 años de dictadura y los convierten en una pugna más de la Guerra Fría, en un escenario secundario del conflicto entre el capitalismo y el comunismo e incluso de las negacionistas que rechazan el carácter totalitario del régimen. La rebelión militar y el golpe de Estado se convirtió en «alzamiento». Hoy los aduladores de aquellos verdugos trasladan el término golpista a los que inciden en la profundización democrática en Catalunya, y a los suyos (Tejero, Billy el Niño), esbirros en lenguaje coloquial, los invitan a ágapes patrios.

El quid de esta cuestión, el negacionismo y la centralización de la política en la inundación de fakes que marquen opinión entre una sociedad analfabeta, está estrechamente relacionado con el diseño de una transición, acertada en el término. La reforma del sistema dejó intacto el Estado profundo, como sucedió en 1981, 1984 y en 2017 (referéndum catalán). Con el apoyo de una judicatura que hizo de su intervención una cuestión estratégica, y con los medios de comunicación que, tras una corta de etapa de concentración, llegaron y llegan a jugar el mismo papel de unanimidad que imprimió el franquismo a los de su tiempo.

Esta presencia masiva fomenta un miedo generalizado. Torturas, cárcel, exilio y muerte son las máximas expresiones. Pero en el punto intermedio se encuentra aquello que atenaza al conjunto de la sociedad: ser señalado si el hombre o mujer protagonista no comulga con el interés hispano. Y ser señalado supone una campaña de criminalización inmediata y la anulación del derecho a defensa.

La segunda cuestión que subyace en este escenario, relacionada también con la primera, tiene que ver con el papel opositor. Llama la atención que todos ejercen una táctica defensiva, incluso el nuevo Gobierno PSOE-Podemos, más dedicados a demostrar que no van a tocar las claves del Estado profundo que a gestionar un hipotético cambio. Timoratos como el PNV que se echó a los brazos del PP (presupuestos), por temor a un mal mayor.

Esta falta de coraje para enfrentar al neofranquismo, en ese escenario que Tellagorri definió como Franconia y bien podía ser Francolandia, refuerza la idea del «off» con ese proyecto histórico que cada mañana se reinventa a sí mismo para que todo siga igual. Escapar de ese bucle es una tarea de inversión democrática.

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