Josu Iraeta
Escritor

Garanticemos la dignidad institucional

Aunque las campañas electorales están «acotadas» oficialmente −de hecho− se prolongan durante meses. Se activan todos los medios de difusión, con presencia reiterada de miembros del gobierno, liderados por su candidato. Entre ellos y sus adversarios, inundan las pantallas de la televisión pública, y aunque es cierto que nadie pide el voto, se les entiende perfectamente.

En esta ocasión «parece» que los que llevan tiempo mirando hacia abajo −dada su altura moral− han perdido la sana costumbre de saludar y cuando parece que saludan, se limitan a mandar. Pudiera ser una deformación, propia de las gestiones prolongadas.

Es más que posible que no todos compartan mi opinión, pero no puede decirse que sea novedoso el afirmar que el ejercicio del poder convive asiduamente con la visita, en ocasiones deseada y en otras, inesperada, de peligrosas tentaciones.

Se dan casos en que los compromisos se adquieren antes de alcanzar el poder, y en otros, son las propias situaciones las que se presentan ante la toma de decisiones.

En estas situaciones nunca faltan individuos –de diversa procedencia− interesados en rentabilizar con fuertes beneficios económicos sus apoyos e interesadas ayudas. La historia reciente es el mejor testigo para ratificar lo que de cierto tienen estas afirmaciones.

Sería cínico negar que –como siempre– también en la actual clase política, el engaño y la mentira han sido y son anexos a la cultura del poder. Para comprobarlo no es necesario alzar mucho la vista ni viajar lejos.

Este desgraciado modelo de gestión política ha creado una «casta», un mundo elitista, envidioso, ladrón irredento, cansado de sí mismo, con la sensibilidad moral embotada, ciego a los retos y necesidades que le rodean, pero –eso sí− dispuesto a proteger sus privilegios.

Quizá uno de los logros más destacables de este modelo de gestión que, durante muchas legislaturas, han desarrollado, es sin duda el haber ampliado, de forma cruel e interesada, la enorme separación económica entre las familias de la sociedad, de la que, se supone, son parte. La consecuencia es dura y clara, la pobreza no ha muerto.

Nadie puede negar que durante las últimas tres décadas estamos siendo testigos de una progresiva pérdida de principios en la gestión de las instituciones.

En este peregrinar indecente, son muchos los «gestores», que se han olvidado incluso de las apariencias propias de la decencia.

Aunque es innegable que la política de las últimas décadas, nunca estuvo sobrada de moral, el binomio «corrupción-gestión pública» que se ha dado en las últimas legislaturas, es algo a estudiar, si se quiere poner fin a esta lacra.

Porque la corrupción no conoce fronteras, hace amigos y abre puertas. Además, los oscuros estrategas del fraude y la avaricia han ido moviendo sus «peones» durante décadas, y eso suelda fidelidades de acero. Esto significa que la contaminación está presente también en el imprescindible tejido social, no solo el político.

De todas formas, la democracia –aun siendo primeriza como lo es esta– debiera ser capaz de utilizar los medios de los que «teóricamente» dispone y demostrar que la irracionalidad vigente, es evitable.

Se aceptan las doctrinas de la conveniencia, doctrinas que convergen en una insensibilidad que permite la proliferación de magnos delincuentes en la gestión de las instituciones públicas.

Esta aleación de conveniencia-insensibilidad ha dado sus frutos, qué duda cabe. Han dado culto al «realismo», aceptando que el camino deshonesto es siempre el más beneficioso. De manera que se infravalora, no solo el daño realizado, también el dinero robado y el magno desprestigio al que someten al conjunto del país y sus instituciones.

Porque, seamos honestos, es imposible articular un modelo de gestión pública de esta guisa, sin prever el súbito enriquecimiento –no solo– de quienes han tomado posesión de los «despachos» a lo largo del tiempo, también de sus necesarios colaboradores.

Estimados lectores, todos ustedes saben, que de la nada a la opulencia no se transita por vías de las que luego uno pueda exhibirse ufano. Porque no son solo los individuos con nombre y apellido ilustre, expertos en el negocio indigno de la corrupción, también debe tenerse en cuenta la rápida «transmisión» de la enfermedad.

Los unos con «txapela» y los otros con «gorra», todos beben de la misma fuente y qué lejos está la fuente de la que beben. Ellos, ustedes y yo, sabemos que quienes habitualmente han «consolidado» los gobiernos en el sur de Euskal Herria durante décadas, han sido y son, producto de la «escuela» de Ferraz.

Escuela que niega el derecho de autodeterminación.

Bien, hasta aquí hemos llegado, ya no queda mucho, es el momento de conservar la calma, no caer en provocaciones y fortalecer a quienes, con su trabajo, seriedad y conocimiento, prestigian el ejercicio de la política en las instituciones.

Porque la dignidad no se otorga a las personas por un reconocimiento político o por una resolución judicial. Deben ser las instituciones −si pretenden ser legítimas−, las que han de respetar la dignidad de las personas.

Así pues, garanticemos la dignidad institucional.

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