Iñaki Egaña
Historiador

Harma, tiro, pum

El gran Mikel Laboa compuso el "Baga, biga, higa", una secuencia onomatopéyica, ya hace décadas, tanto como medio siglo. Hubo diversas interpretaciones sobre su significado y una de ellas hacía referencia a la confusión entre «harma» (diez) y «arma», el artefacto bélico. La verdad es que, más allá de la sincronía musical y la repetición, la escalada numérica y el conjunto de la pieza no da para demasiadas conjeturas. Pero viene como anillo al dedo para asimilarla con esa progresiva carrera armamentística que nos trasladaría, con el permiso de Laboa, al «Arma-gedón», la batalla final bíblica del Apocalipsis.

Jamás en la historia de la humanidad hubo tantos gastos armamentísticos como en la actualidad. Con el añadido de que esos gastos son parte de una carrera ascendente para alcanzar nuevos récords. Las empresas de ramo superan techos, y los fondos variables de las bolsas mundiales se trasladan hacia sus valores para obtener beneficios seguros. Los brokers anuncian paquetes inversionistas y las instituciones, lejanas y cercanas, animan a invertir en armamento y sus derivadas. Como en tantos y tantos negocios, la muerte también es un negocio.

Cada año, el Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz (Sipri), destaca esos aumentos. Las cifras, aunque otros expertos señalan que están adulteradas para hacerlas menos espectaculares, muestran una tendencia extraordinaria para concluir que la guerra es uno de los negocios más rentables de este capitalismo financiero en el que nadamos, si no el que más. Hasta llegar a cerca del 2,5% del PIB mundial, en un planeta cada vez más desigual, donde tres millones de niños mueren al año por desnutrición, muchos de ellos como en Gaza, negada su ayuda alimentaria como estrategia del invasor sionista. Unas cifras, las del Sipri, desgranadas por estados, pero que, en el recuento final, traducen un hecho diáfano: entre un 55% y un 60% del presupuesto armamentístico mundial se lo lleva la OTAN.

La exportación de armas, es, asimismo, un negocio redondo. EEUU lidera el ranking mundial, mientras Francia se postula en tercera posición. De ahí las ínfulas guerreras de Trump y su Gobierno, exigiendo elevar a la Unión Europea su gasto bélico hasta un 5% de su PIB. En algún lugar deberán comprar los demandantes ese material guerrero y qué mejor que en empresas financiadas por Washington. Pero esas intenciones son también las de Emmanuel Macron, el presidente que vela por los intereses de la patronal francesa, empecinado desde el inicio de la guerra en intervenir más arduamente en el conflicto de Ucrania. París exporta armas a medio mundo, más que, por ejemplo, China y tanto como la suma de Italia, Alemania y Gran Bretaña. Ya fuimos los vascos, en el conflicto político, objeto de canje entre París y Madrid, armamento por refugiados, aviones por impunidad para la actividad de los grupos paramilitares en su territorio administrativo. El prusiano Karl von Clausewitz dijo hace ya más de dos siglos que la guerra no es más que la continuación de la política por otros medios, pero tengo la impresión que la misma, hoy y al margen de los códigos atávicos que desvelan la naturaleza humana, es más un negocio de rentabilidad inmediata, tal como el sistema.

La tendencia militarista incrementa otras tantas paralelas o de la misma rama. Las políticas restrictivas para fomentar supuestamente la seguridad, el ascenso social de los sectores ultras, xenófobos y raciales... Un país como el nuestro, ejemplo de insumisión histórica a los ejércitos en Europa, comenzando por la Gran Guerra y concluyendo por la negativa al servicio militar (la mitad de los insumisos del Estado español era vasca), que votó no a la OTAN, con un tejido mayoritariamente antimilitarista, con un polígono como el de la Bardena donde ya se entrenaban los aviones que luego bombardeaban con napalm Vietnam, contribuye en un 15% en los gastos militares españoles, muy por encima de su peso demográfico. El argumento clásico para quienes defienden desde siempre esa participación es doble: los puestos de trabajo y «si no lo hago yo, lo harán otros en mi lugar». Lo fue ya en Eibar, Soraluze o Gernika, industrias armeras, y sigue siendo hoy en día para ese centenar de empresas vascas, incluido algún banco de renombre, la justificación para validar finalmente políticas genocidas en otros puntos del planeta. Cuatro de ellas, SAPA, Sener, ITP y Aernova (antes Gamesa) están en el Top. Subvencionadas con dinero público institucional. Y mientras, apelaremos a esas mismas instituciones para que sean un poco más indulgentes y abran las puertas a los refugiados que huyen de esos escenarios abrasados por explosivos y artilugios «made in Basque Country».

Hace bien poco, con el conflicto de la empresa pública de Navantia, que suministraba bombas y corbetas a Arabia Saudí, el alcalde de Cádiz (la provincia peninsular con mayor tasa de paro), miembro de una filial de Podemos, lo dejó claro. Ante la disyuntiva de «pan y paz», elegía el «pan». O lo que era lo mismo, la defensa de la industria de la guerra. Es cierto que las paradojas en el seno de la izquierda son permanentes, que las posturas desde la oposición y desde la gestión son diversas, incluso a veces contradictorias. Pero las circunstancias exigen decisiones radicales, en unos tiempos acelerados donde contemporizar es la última de las opciones. Un mundo que se desliza hacia el abismo, no solo por el aumento en los gastos bélicos y en el perfeccionamiento de los ingenios para convertirlos en más letales, sino también por otras razones, entre ellas la del cambio climático y la toma de decisiones automáticas por la IA, necesita de un revolcón revolucionario. Es fácil escribirlo desde un ordenador, lejos del estruendo externo. Pero no podemos continuar debatiendo si «harma» es con h o sin ella, si se refiere al «diez» o al artefacto bélico, porque cabe la posibilidad de que el hongo atómico nos alcance en medio del debate.

Bilatu