Mikel Arizaleta
Traductor

Josu Jon Imaz

«Hay momentos en la vida en los que las personas debemos enfrentarnos a decisiones complejas. Dar importancia a los proyectos en los que creemos o apostar por vincular esos proyectos a nuestra propia participación en los mismos. No quiero ocultar que en las últimas semanas he vivido esta disyuntiva. Y he tomado una opción. No seré candidato a la presidencia del EBB del Partido Nacionalista Vasco, para la que fui elegido hace cuatro años. Volveré a la actividad profesional después de más de trece años de compromiso intenso con aquellas funciones que EAJ-PNV me ha encomendado: diputado al Parlamento Europeo, consejero de Industria, Comercio y Turismo del Gobierno Vasco y presidente de nuestra ejecutiva, el Euzkadi Buru Batzar (...)»

Joxe Elorrieta, quien fuera secretario general del sindicato ELA entre 1988 y 2008 –hoy ya jubilado-, ha escrito “Una mirada sindical contracorriente. Clase, territorio y nuevas alianzas”, libro de 293 páginas, dividido en 5 capítulos y publicado por la editorial Icaria. «Durante casi cuatro años he ido dando forma al presente trabajo», es frase con la que abre el libro, y «la evasión de impuestos es un factor clave de la desigualdad» la que cierra. El prólogo es de Xabi Anza, responsable de formación de ELA y Presidente de la Fundación Manu Robles-Aranguiz, que resume «Una mirada…»: «…se trata de una lectura crítica de lo que ha sido la evolución del sindicalismo occidental desde la segunda guerra mundial hasta nuestros días» al objeto de iluminar el futuro de la acción sindical. Joxé Elorrieta lo tiene claro, tras lectura y detallado análisis de la bibliografía última al respecto (este libro es, en gran medida, el resultado de una «acarreo de materiales», dice ya en la introducción): «el neoliberalismo es un programa de destrucción metódica de los colectivos.» Y Advierte Xabi Anza: «Este libro traerá cola. No me cabe ninguna duda». El objetivo del libro apare escueto y nítido ya en la primera página de la introducción: «la activación eficaz de un soberanismo social que lleva a una nación, Euskal Herria, a configurarse como Estado», y con ese objetivo trata de pergeñar una estrategia sindical capaz de responder a un contexto de clase contra clase, desafío urgente que atañe al conjunto de las organizaciones trabajadoras.

Y para avanzar en esa dirección, afirma, es preciso caracterizar correctamente la fase actual dominada por el capital financiero, y que deriva en una desigualdad extrema en el reparto de la riqueza, una economía del 99% al servicio del 1%. Si en el 2015 Oxfam informaba que sólo 62 personas poseían tanto patrimonio como la mitad de la población mundial (3.600 millones), en el 2017 OXFAM denuncia que hoy son ya las ocho personas más ricas del mundo las que poseen tanta riqueza como la mitad de la humanidad, la acumulación de riqueza y poder se concentra a marchas forzadas al tiempo que, de igual modo, se expanden la pobreza y miseria entre las personas del planeta, una pasión verdaderamente delictiva en frase de Badiou.

El rastro de la desigualdad lleva, inmediata y necesariamente, a la política, entendida ésta como el principal instrumento con el que una reducida élite económica impone sus reglas, dejando escasos resquicios a la democracia. Con el control adquirido se siente en condiciones de domeñarla e impedir toda resistencia. El marco normativo está diseñado para que el mercado funcione, prácticamente, sin restricciones, una vez que se apuesta por el deterioro de lo público, la minimalización del estado de bienestar y la escalada contra el equilibrio medioambiental.

Y llevado esto al campo sindical, mediante sucesivas reformas normativas se vacía su capacidad y atribuciones, sobre todo la negociación colectiva, se busca  el exterminio, la desnaturalización de las organizaciones obreras, romper la resistencia organizada en la contratación y el despido, se busca la individualización. Asistimos a un escenario crítico, tal vez el más crítico de toda su historia, porque asistimos a una declarada hostilidad del mundo empresarial de la mano de  políticos y gobiernos. Todos ellos saben que las organizaciones obreras han sido punta de lanza en la lucha de los derechos colectivos de los sectores más castigados.

En el capítulo primero analiza la fase precedente del neoliberalismo; en el segundo explica el porqué de la privilegiada posición del capital; en el tercero rumbo a tomar el sindicalismo alternativo para un cambio de escenario; en el cuarto aborda algunos nudos críticos a la hora de operativizar la mayoría sindical vasca (ELA, LAB) en el horizonte de una alianza con otras fuerzas sociales y políticas; y el quinto es el guión de intervención propuesto por el autor.

En el primer capítulo, titulado el contexto –apoyados su análisis y reflexión en pensamientos y citas bien masticados de autores selectos en la materia- nos ofrece una serie de ideas muy ilustrativas e iluminadoras en la contienda actual, que nos toca bracear, y que yo traiga a colación a modo de reclamo para su lectura.

Ya la ley Taft-Hartley de 1947 exigía que los funcionarios de los sindicatos jurasen no haber tenido relación con ninguna organización filocomunista, norma que  únicamente perseguía eliminar a los miembros más combativos de las organizaciones obreras, introduciendo para ello una serie de restricciones a la actuación de los sindicatos y al derecho de huelga. Las mayores víctimas de ese «pánico rojo» fueron el movimiento obrero norteamericano y las aspiraciones socialdemócratas de los sectores más progresistas de la sociedad: «los sindicatos fueron purgados de influencias radicales, los comunistas y otros partidos de izquierda quedaron proscritos y se intensificó la infiltración por el FBI de cualquier organización opositora. Todo aquello fue legitimado como vital para la seguridad interna de los Estados Unidos frente a la amenaza soviética, generando el conformismo político y la solidaridad interna (anticomunismo y nacionalismo norteamericano). La persecución destruyó  en los Estados Unidos las organizaciones de izquierdas, debilitó al movimiento de defensa de los derechos civiles y corrompió profundamente a los intelectuales».

En Alemania los empresarios y altos funcionarios, que se beneficiaron de la ocupación nazi, apenas sufrieron perjuicio alguno, en Francia, Bélgica, Holanda y Noruega los gobiernos de la postguerra prefirieron olvidar el colaboracionismo, convirtiéndose los gobiernos en meros administradores del cotarro. Y cuando por fin interviene el estado en la economía no responde a una razón de orden ideológico porque no se pone en cuestión la propiedad y la explotación privada de los medios de producción, ya gobiernen los cristianodemócratas o los socialdemócratas. Este consenso de la postguerra entre la izquierda y la derecha, la ética del estatalismo y del paternalismo, respondía a que por encima de todo se consideraba que hacía falta un gobierno activo para conseguir una sociedad estable dentro de lo que algunos han venido a denominar un capitalismo sin perdedores.

El marco diseñado por el “Consenso de Washington” –término acuñado en 1989 por el economista John Wilianson a la agenda diseñada a finales de los ochenta por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el departamento del Tesoro– tiene por objetivo  controlar el déficit presupuestario, reducir el gasto público, disminuir los impuestos al capital, liberalizar la actividad financiera para que los mercados jueguen un papel decisivo en la fijación de los tipos de cambio, eliminar las barreras al comercio internacional para que desaparezcan las trabas a las inversiones extranjeras y la protección a la iniciativa privada, todo ello posibilita que el sector financiero alcanzara un grado de autonomía respecto a la producción real sin precedentes en la historia del capitalismo, erigiéndose en la actividad más rentable no gracias a la eficiencia de los mercados sino como resultado de gigantescas e intercomunicadas burbujas, bajada de salarios y desplazamiento de la carga de los ricos a los trabajadores, lo que conlleva el desmontaje del estado de bienestar, individualizando y privatizando la política social.

Sus coberturas van dejando de ser un derecho para pasar a ser prestaciones a situaciones y comportamientos tasados y evaluados. Crecen las desigualdades sociales, se descompone la democracia política y se contrae la soberanía nacional. El neoliberalismo es un laissez faire. Comienza el crecimiento de los más ricos a costa de los más pobres. El 1% más rico, que tiene un patrimonio valorado en 667.000€ o más; pocas docenas de empresas trasnacionales controlan el 90% de los beneficios de todo el mundo. La riqueza crece fuera de todo control. La historia de la distribución de la renta ha sido siempre política y no puede ser reducida a mecanismos meramente económicos. La desigualdad viene determinada, en definitiva, por aquellos que tienen el suficiente poder para imponer, por encima de todo sus intereses. Hoy ni la participación popular ni la libertad colectiva juegan papel esencial en las decisiones políticas. La comisión trilateral sostiene que la  acción eficaz de un sistema democrático requiere en general un nivel de apatía y de no participación. Nunca en la historia de las finanzas se había otorgado un papel tan grande a la codicia.

La frontera entre la élite política y empresarial es tan permeable que cada vez resulta más difícil considerarlos mundos distintos, empezando por las cámaras legislativas y alcanzando de lleno las máximas responsabilidades ejecutivas. Es frase de Hightower “ya no es necesario que las empresas presionen al gobierno. Ellas son el gobierno”. La puerta giratoria. La simbiosis de las corporaciones y organismos gubernamentales está perfectamente encarnada en la institucionalización de la industria del lobbismo, grupos de intereses organizados con vastos recursos que operan de forma permanente, sincronizados con las agendas y los procedimientos parlamentarios, que corrompen los procesos políticos y representativos. Cuando los lobistas y gobiernos se sientan a disfrutar de una opípara comida, hecho que ocurre con cierta frecuencia, el interés general no está incluido en el menú. Dice Sarrionaindía que «la gente se despolitiza cuando la política ha sido aniquilada».

La práctica dominante es la de una especie de monopartidismo ideológico que sólo se muestra diligente en el campo de los recortes, tanto de gasto social como de derechos individuales y colectivos de los trabajadores y trabajadoras; las políticas socialdemócratas se confunden con las neoliberales. Y una mayoría del movimiento sindical se ha ido aclimatando a este escenario, mostrándose como parte del juego sistémico imperante. Lo que deriva en que lo preferente es el pago de la deuda a los acreedores sobre cualquier compromiso social, sancionado por el estado español por la reforma del art. 135 de la constitución, acordada en el verano de 2011 por el PP y el PSOE con inusitada celeridad y sin información previa a la ciudadanía.

El laissez-faire fue diseñado con detalle para blindar los privilegios de las élites defendiendo el mercado autorregulador como la solución más eficaz para el buen funcionamiento económico: “Laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même”, dejen hacer, dejen pasar, el mundo va solo; pero lejos de ser una expresión espontánea del hecho económico respondió a una reglamentación de carácter estatal, introducida y mantenida por vía legislativa y coactiva para cambiar la  distribución de la renta. Lo que ahora se busca son –en nombre de la utopía y de los mercados desregulados– argumentos y, sobre todo, leyes y normativas para posibilitar el desvío de la riqueza a unas pocas manos, donde el gobierno no es la solución a nuestro problema, sino el gobierno es el problema, en frase  de Reagan. Desde la omnipresencia del mercado el neoliberalismo convierte el móvil de la ganancia en el mecanismo que habrá de poner en marcha similares reglas también en el ámbito del trabajo. El dogma por el que los salarios debían encontrar su precio de mercado sigue estando presente de la mano de los nuevos clásicos que sostienen que el desempleo es voluntario. Ni se inmutan en afirmar que una parte de los trabajadores rechazan los empleos disponibles en las condiciones de mercado. No hay paro, sólo individuos que optimizan entre trabajo y ocio. Se hace realidad lo dicho ya por Tolstoi: «en nuestra sociedad se ha constituido un grupo de individuos que desposee a los trabajadores, mediante actos de verdadero bandolerismo, de todo el producto de su trabajo». E intelectuales como Gilder sostienen que «el incentivo de la pobreza es lo más necesario para que los pobres tengan éxito», concluyendo que toda protección social sólo puede ser nefasta, asociándola a la decadencia moral con el consiguiente potencial de peligrosidad. Esta apología de la pobreza se ha plasmado en diferentes regulaciones como la de los servicios sociales que imponen requisitos laborales a todo el que solicita una prestación de bienestar.

La rapidez y la facilidad con la que se han desbaratado los logros pasados ha venido, también, propiciada por diversos factores como la utilización unilateral de los cambios tecnológicos puestos al servicio  de la globalización neoliberal y por la gran duplicación de la fuerza efectiva del trabajo, en un mercado laboral cada vez más único.

La crisis, provocada sobre todo por el rescate del sector bancario y no por el exceso de gasto público, ha sido aprovechada por la UE para imponer una política económica de austeridad. Denunciar el gasto público como excesivo para justificar la austeridad responde a una operación política muy manipuladora ya que identifica recortes con crecimiento. Los que propugnan el austericidio pretenden acabar con la red social de protección utilizando el pánico del déficit para desmantelar todos los  programas sociales, en especial los concernientes a las pensiones públicas. Y la destrucción del estado del bienestar se traduce en una acelerada privatización, abriendo grandes oportunidades de negocio para el sistema financiero fundamentalmente. La UE está dispuesta a llevar a los gobiernos a la bancarrota si no aceptan reducir los salarios bajo la amenaza de «únete a la lucha contra los trabajadores o te destruimos». Se trataría de un golpe de estado silencioso. Este proceder, cerrado a cualquier solución que alivie el coste social, deja al descubierto que la lucha de clases, nunca proclamada por el poder, ha vuelto con toda su crudeza, camuflada con un odio innato, secular, al estado como agente regulador del mercado. Los acreedores quieren que los gobiernos conviertan la devolución de la deuda en su máxima prioridad. Élite que cuando el caso lo requiere no tiene reparo alguno en dejar constancia que la democracia es un simple decorado y que las decisiones las toman los banqueros y no los ciudadanos. Ejemplo paradigmático Grecia.

Los gobiernos deben limitar drásticamente el poder de los mercados financieros. Los mercados laborales de los países industrializados deben reformarse con vistas a hacerlos menos flexibles, no más. La presión a la baja de los salarios en una fase de creciente desempleo no hace sino que la recesión sea más profunda al no poderse recuperar la actividad económica vía demanda. La política monetaria debe hacer uso de todos los instrumentos disponibles para disminuir el riesgo de la deflación, bajada generalizada de precios, que haya más producción que demanda.

Son algunas de las ideas que el lector encontrará expuestas y razonadas ya en el capítulo primero del libro, el contexto, capítulo y libro que merece la pena leerse. Y, entre nosotros, la figura de quien fuera máximo dirigente del partido mayoritario de nuestro pueblo, el PNV, y en su día también miembro destacado y portavoz del gobierno vasco, Jon Josu Imaz San Miguel, hoy Consejero Delegado y vocal de la Comisión Delegada de Repsol, ilustra por desgracia de modo palmario aquello de que: La frontera entre la élite política y empresarial es tan permeable que cada vez resulta más difícil considerarlos mundos distintos, empezando por las cámaras legislativas y alcanzando de lleno las máximas responsabilidades ejecutivas. En frase de Hightower «ya no es necesario que las empresas presionen al gobierno. Ellas son el gobierno». ¡La puerta giratoria!

Bilatu