Iñaki Egaña
Historiador

La banalización de lo político

En Donostia, cientos de personas se concentraron para manifestar el rechazo a la ejecución y su empatía con el animal, mientras que, en el Congo, cientos de hombres, mujeres y niños morían por el ébola. Como si sus muertes fueran naturales, deseo divino. ¿Sabían que el rebrote de ébola en el Congo es, al día de hoy febrero de 2019, el más mortífero de su historia? Quizás no, porque no hay perro de por medio.

Vivimos en tiempos extravagantes donde muchos de los valores que nos convirtieron en una generación politizada y política van desapareciendo en detrimento de un individualismo exacerbado. Las luchas políticas, el asalto a los cielos, la revolución, han dado paso a esperpentos sociales, difundidos a gran escala y, sobre todo, entre una juventud abrasada por mensajes que cubren todo el espacio vital.

El postureo se adueña del tablado. Nos convertimos en activistas, militantes, agitadores… incluso revolucionarios, a tiempo parcial. O de vez en cuando, una vez a la semana, tras una pancarta, una al mes en una reunión grupal, una al año en una manifestación de calendario. Mientras, formamos parte de ese universo neoliberal diverso, plural y multi lo-que-sea que se enreda en las redes contestando a los fachas anónimos, alentando los derechos de los pueblos originarios que van a ser traslados de reserva o firmando manifiestos a favor del asociacionismo de las prostitutas de California.

Sin entrar en el meollo de la cuestión. Que no es otro que el viejo enunciado marxista de quién posee el control de los medios de producción, quién es el explotador y quién el explotado. Y que la transformación debe de ser integral y colectiva. Argumento que parece desaparecer en muchas de las tendencias parciales supuestamente contra el sistema que enfocan su litigio en un fragmento del mismo. Y a medida que el estilo avanza, nos vamos desideologizando aún más, despolitizando.

Y es que, lo político, todo en la realidad, ha sido contaminado por un manto de descrédito, para que únicamente lo ejerzan esas elites que lo tienen en propiedad, desde la caída del contrapeso que ejercía el bloque soviético, desde la llegada de Thatcher, Reagan y Wojtyla.

Y así, en esta deriva ideológica, llegamos al paroxismo con un activismo de salón, con recorridos que supuestamente intentan cambiar el estado ilógico de las cosas y, sobre todo, con una permanente tendencia a centrar el debate y la lucha en rincones tan parciales que el propio sistema los va a devorar. Si algo aprendieron los padres del «fin de la historia», es que la multiplicación de escenarios políticos y sociales, la diversificación y parcialización de la eterna lucha de clases, es un salvavidas para mantener su estatus.

Hay una banalización de la vida pública que contagia asimismo a quienes en teoría están al otro lado de esa barricada impuesta por el neoliberalismo. Hace unos días hemos conocido que 30 familias vascas tienen una fortuna de más de 10.000 millones de euros, el presupuesto del Gobierno de Gasteiz. El informe anual de Oxfam ha señalado la semana pasada que 26 millonarios tienen la misma riqueza que la mitad de hombres y mujeres de nuestro planeta. El 1% más rico de la población mundial acaparó el 82% de la riqueza generada en 2018.

Es notorio que el neoliberalismo, el «fin de la historia», acentúa las diferencias hasta niveles jamás conocidos. Y que banaliza el resto y al resto. Y esa es precisamente su jugada, la de enredarnos en cuestiones secundarias, que hay que abordar sin duda, pero que nos alejan del objetivo final, el de tumbar a los amos del mundo, antes que hagan desaparecer definitivamente nuestra conciencia de clase.

Porque, y me remito a los tres ejemplos anteriores, el avance del neofascismo o neofranquismo no es un hecho aislado, atribuible a tribus o a bolsas dormidas que despiertan de súbito, sino a un ariete recurrente para mantener en tiempos revueltos sus posiciones. Porque el movimiento de grupos originarios tiene en la trastienda la usurpación de su tierra para explotación económica por la misma clase que provocó hace siglos su exterminio. Porque la prostitución sigue siendo un negocio de las mismas elites que llevo citando desde el comienzo, un derivado del patriarcado, una crónica de la trata de blancas o esclavismo de personas, como quieran definirlo, del uso mercantil, aunque sea sexual y, en definitiva, que hace el hombre de la mujer.

Y hay otro ejemplo que me revolotea cuando debato estos temas con mis compañeros. Hace pocos años, recordarán, una auxiliar de enfermería madrileña fue contagiada por el ébola en el Congo. Se debatió entre la vida y la muerte durante varias semanas. Habrán olvidado su nombre, Teresa Romero, pero aún recordarán el de su perro, Excalibur. Romero sobrevivió y el perro fue ejecutado por el riesgo de contagio de la enfermedad. Un tribunal madrileño ha rechazado recientemente una indemnización de 150.000 euros que solicitaba Romero a la Administración por «los daños morales causados por la muerte de su perro».

Lo que entonces me llamó la atención, sin embargo, fue la reacción de gentes normales y corrientes que salieron a la calle a protestar por la muerte del perro. En Donostia, cientos de personas se concentraron para manifestar el rechazo a la ejecución y su empatía con el animal, mientras que, en el Congo, cientos de hombres, mujeres y niños morían por el ébola. Como si sus muertes fueran naturales, deseo divino. ¿Sabían que el rebrote de ébola en el Congo es, al día de hoy febrero de 2019, el más mortífero de su historia? Quizás no, porque no hay perro de por medio.

El caso de la vacuna de la malaria es paradigmático. Las industrias farmacéuticas vetan su gratuidad, la OMS frena su investigación a pesar de que produce más muertes que el cáncer o el SIDA. Tres mil niños al día mueren a causa de la malaria. Ello por un sistema neoliberal que ha repartido el mundo en áreas de competencia. Pero un perro tiene más interés para nuestra conciencia que esos miles de niños anulados por el sistema.

Quiero concluir con una última y breve reflexión. Las luchas, los combates sectoriales, parciales, forman parte de nuestras necesidades para enfrentar al sistema. Pero muchas de esas cuestiones ya han sido engullidas cuando no azuzadas por ese propio sistema que nos aleja del eje central. Que no es otro que el combate contra ese neoliberalismo cada vez más virulento e inhumano.

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