Jesús Valencia

La batalla del relato

Cuando Urkullu conoció las declaraciones de Mikel Azpeitia confesó su perplejidad; reconocimiento implícito de la trinchera en la que pelea y de los lamentos que atiende.

Tras el final de ETA, la batalla del relato se ha intensificado. Hasta hace cuatro días, había que machacar a los insurrectos y a quienes los miraban con estima. La organización que manejaba fierros los dejó en algunos zulos y gentes de bien se encargaron de recogerlos y entregarlos.

Mala noticia. Ninguna guerra tiene buen final si los supuestos vencidos no son marcados para siempre como bellacos y quienes los miraron con buenos ojos, como colaboradores necesarios. En esas estamos; si muchos fueron los dineros invertidos en la etapa anterior no son menos los invertidos en esta. Florecen como hongos en tempero quienes ofertan a la patria (española) el servicio de sus relatos complacientes. Los juntaletras que presentan a la rebeldía vasca como sanguinaria tienen el éxito asegurado; sus crónicas se venden como rosquillas y, además de engordar sus faltriqueras, les merecen los premios de una crítica en éxtasis orgásmico. Sus novelas se convierten en guiones cinematográficos o dan lugar a un diluvio de documentales y series televisivas a cual más tendenciosa.

La batalla hispánica por el relato es total pero no veo tranquilos a sus promotores. Actúan con prisa y reiteración como si no estuvieran convencidos de alcanzar los objetivos que se proponen. En esto les doy la razón. Su costosa parafernalia aturde pero no arrasa; convence a muchos, pero no a todos. Quienes conocen la crueldad de los vociferantes guardan vivo el recuerdo de todos los ultrajes que estos les infligieron. Su silencio no es asertividad sino discrepancia; no disponen de tan agobiante megafonía pero sí de sus propios espacios donde interpretan las violencias soportadas: el calor de las cocinas, la tertulia amiga, el poteo compartido, la mendimartxa. Día a día recopilan la violencia derrochada por los conquistadores y, en base a ella, elaboran su propio relato.

Quienes pregonan el relato único terminan convencidos de su propia ofuscación; esos son su poder y su debilidad. Cuando Urkullu conoció las declaraciones de Mikel Azpeitia confesó su perplejidad; reconocimiento implícito de la trinchera en la que pelea y de los lamentos que atiende. No cabe en sus obstinadas seseras que alguien pueda tener una percepción de la realidad diferente. Basta que un honesto cura de pueblo exponga un relato distinto para que las furias del poder se desaten contra él. Los tertulianos lo denigran, los jueces afilan el Código Penal, las jerarquías eclesiásticas lo marginan. Disparatada pero comprensible reacción. Basta la voz espontánea de un hombre honrado para hacer tambalear el aparato propagandístico del sistema; no sólo porque cuenta su impresión sino porque confiesa que otras personas anónimas la comparten.

Es la reiterada historia de una España colonial que sigue tropezando en la misma piedra. Cuando el Duque de Alba vino a conquistarnos, llevaba consigo a un cronista al que le concedía más utilidad que al mejor de sus arcabuceros. Tras Luis Correa, otros muchos y bien pagados escribanos siguen magnificando al imperio y denigrando a quienes lo cuestionan. A falta de razones, dicen que Mikel Azpeitia y los cristianos que lo apoyan son pocos y a punto de extinguirse. ¿Cuántos eran Antonio de Montesinos y Bartolomé de las Casas? Aquellos dos abnegados frailes –honrados y mal vistos– contaron la brutalidad de los encomenderos que las crónicas palaciegas ocultaban. ¿Qué los grupos cristianos que apoyan a Mikel van a extinguirse? Sin ninguna duda; pero la conciencia de pueblo que trasmiten, seguro que no. Desde hace cinco siglos nos reiteran que somos españoles y no nos han convencido. Si en estos primeros quinientos años han fracasado, supongo que les pasará otro tanto en los siguientes.

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