Antonio Alvarez-Solís
Periodista

La brutalidad

Algo de todo esto vino a decir el monje que oró públicamente por la libertad de su patria en la cumbre de Montserrat. Yo no nací catalán, pero como dije a unos miles de vascos en una reunión para mi inolvidable: «Si sois libres, yo soy libre», porque la libertad es la piel sana que permite respirar al mundo más allá de las Constituciones con casco antidisturbios.

Si hay algo que distinga radicalmente el acontecer político español de la práctica política catalana es la expresión y los modos. Ahí está una de las diferencias más visibles entre ambos pueblos. No hago, pues, esta observación exclusivamente ante los sucesos que quebrantan hoy las duras relaciones entre los dos gobiernos  –enfrentamiento que implica ya gravemente a la calle– sino que me refiero a múltiples conflictos históricos en que la rudeza española ha suscitado una natural indignación de los catalanes.

Aludo, repito, a una continuidad histórica en que la política de Madrid ha estado siempre presidida por una incivilidad lastimosa, por una renuncia radical a la práctica serena de la razón, que la ha descalificado en gran parte del mundo a cuya vecindad pertenece.

Este tenor bravucón de la españolidad contamina incluso a los medios de comunicación, poblados de invitados que en los últimos tiempos aúllan de modo creciente en una confusión irritante. Seguí con ciertos reparos las tertulias en “La Sexta”, pero llegaron a un punto de ira tal algunos de los conductores y tertulianos de sus espacios de opinión que me obligaron a retornar a los productos televisivos dedicados a los alienígenas. En el fondo un español razonador y sensato no es más que un alienígena que ansía regresar a su estrella.

Me gustaría decir algunas cosas que parecen contradecir mi constante discurso en favor de la revolución social y de la libertad para ser uno mismo, cosas ambas que forman la osamenta de mi pensamiento, pero lo que sigue trata en realidad de una simple exposición sobre lo que significa la «piel», o sea, las formas y su función en la vida pública.

Insisto en que no pretendo exhibir un nuevo estilo de pequeño burgués. Como comunista he de elegir entre el Lenin sutil y el Stalin bárbaro. Como cristiano he de optar entre el Espíritu que nos habla y los latigazos de los penitentes en la procesión escoltada por las armas.

La inelegancia en las formas que constituyen la epidermis verbal sobre todo, conlleva por si misma y de modo inmediato un contenido negador de derechos esenciales para validar la relación intersubjetiva y, en consecuencia, esas formas groseras desmienten de inmediato la fe democrática que dicen poseer quienes proceden con desdén y, aún más, con cólera y frenesí en la comunicación con el «otro». Para no insistir en lo doméstico brindo la persona y proceder del Sr. Trump para explicar gráficamente lo que estoy diciendo.

La mala calidad de la epidermis, en este caso española, suele delatar las infames profundidades que nutren esa capa exterior de nuestra personalidad. El comportamiento de España en sus relaciones externas, en este caso con Catalunya, nos conducen a la constatación de una piel escamosa y reseca propia de quien corrientemente acepta la sumisión total ante el poderoso o la crueldad radical ante el sometido bien sea por aniquilación de su alma o por anonadar su fuerza mediante la destrucción oportunista de sus capacidades de respuesta.
Las formas externas violentas delatan una fisiología general agónica, en este caso una fisiología política agotada. Si contemplamos la expresión cambiante y ruinosa de su epidermis política es aplicable al jefe del Gobierno español esta frase de Walter Benjamín en sus “Discursos interrumpidos”: «La pretendida imagen interior que de la propia naturaleza llevamos en nosotros mismos –me refiero al naufragio de la energía creativa en el líder español– es, de un minuto para otro, pura improvisación».

Frente al servilismo para la supervivencia con que se sirve la mesa del sátrapa aparece seguidamente en ese líder, y como compensación, una fuerza espesa ante el dominado por las armas o las leyes. Escribe Edgar Morin en su “Autocrítica”: «La injuria o el mutismo se convierten en las armas esenciales de la acción» de este sujeto desarbolado. La injuria institucional o el mutismo del incapaz, que no tiene en cuenta lo que Viktor Frankl escribió desde el campo de exterminio alemán en que murió su mujer y él sobrevivió a duras penas: «Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas –la elección de una actitud personal digna ante un conjunto de circunstancias– para decidir su propio camino», pero esta incapacidad «para decidir su propio camino» en gobernantes o ciudadanos proviene de que han perdido «el instinto que les diga cómo han de operar; en ocasiones no saben siquiera lo que les gustaría hacer. En estos casos hacen lo que otras personas hacen (conformismo) o hacen lo que otras personas quieren que hagan (totalitarismo)».

En el aspecto que nos ocupa también es aludible el título de la obra del psiquiatra austriaco: “El hombre en busca de sentido”. El hombre, el ciudadano, el gobernante, el elector… Si uno no busca el sentido de su existencia, que está implicada en la existencia de los demás, ¿existe? Es más, el gobernante que sostiene su quehacer en la inanidad de un pensamiento simplemente rencoroso es proclive a los procederes más tristes y peligrosos.

Franco era una muestra clínica de esto que digo. Y Franco sigue ahí, en esos españoles que vitorean a la Guardia Civil que marcha para una posible guerra colonial. No trato de exacerbar violencias sino de afirmar con fe plena que las leyes acartonadas no son un buen tratamiento para conservar viva la lozanía de la piel moral, de la voluntad política y de la creatividad de la razón.

Algo de todo esto vino a decir el monje que oró públicamente por la libertad de su patria en la cumbre de Montserrat. Yo no nací catalán, pero como dije a unos miles de vascos en una reunión para mi inolvidable: «Si sois libres, yo soy libre», porque la libertad es la piel sana que permite respirar al mundo más allá de las Constituciones con casco antidisturbios.

Hablaba al comienzo de este papel de la elegancia en la acción política. Me refería a eso que vulgarmente se denomina las formas. Las formas en la comunicación, es decir, la cortesía y el respeto en el tratamiento de los problemas que casi diariamente nos enfrentan, me parecen importantes porque depositan una fianza –eso que tan cínica y aviesamente se usa ahora– sobre el propósito de verdad entre iguales.

El propósito de verdad se esfuma cuando los actos de represión se agudizan y sustituyen al discurso de los argumentos. La verdad es dialéctica y, por tanto, contradictoria y se confunde en no pocas ocasiones con la utilidad, pero esta confusión debe aclararse en un clima de confianza mutua.

Lo más grave de la guerra con Catalunya –las leyes injustas que se aplican en esta operación equivalen, en un sentido moral, a armas químicas– no son las heridas que produzcan hoy sino las cicatrices que perduran a lo largo de años interminables. En algunas familias catalanas la postura contra la independencia de su patria se convertirá en una herencia que habrá que esconder en no pocos casos a sus descendientes y en un desván incómodo. Es el peor futuro que puede elaborarse para la paz de la conciencia.

La lucha por la libertad se inscribe siempre en un recuerdo perdurable, pero la renuncia a esa lucha queda, por poderosa que pretenda ser la absolución, como un desecho que impide una visión gratificante del paisaje espiritual. Esta es la razón por la que el mundo actual permanecerá como una sombra.

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