Antonio Alvarez-Solís
Periodista

La burbuja bancaria

«Si la sociedad entra en un turbión generalizado de violencia extrema, solamente habrá unos responsables absolutos: los sectores financieros, tanto en su deforme ejercicio de la Banca y la Bolsa como por su estrecha imbricación con los gobiernos y las instituciones de toda índole que controlan una democracia asbolutamente agusanada». Así de contundentemente denuncia el autor las políticas financieras y las alertas que el Banco Central Europeo lanza sobre las consecuencias de una posible explosión de la burbuja financiera.

Si la sociedad entra en un turbión generalizado de violencia extrema –sus manifestaciones son ya notables en diversos países y sectores sociales–, solamente habrá unos responsables absolutos: los sectores financieros, tanto en su deforme ejercicio de la Banca y la Bolsa como por su estrecha imbricación con los gobiernos y las instituciones de toda índole que controlan una democracia absolutamente agusanada. Como dijo ya en el siglo XIX Henry Thoreau, una democracia que semeja «un fusil de madera en manos del pueblo… que sirve al Gobierno no como formado por hombres, sino básicamente como máquinas». Ante esta previsible y desordenada situación cada ciudadano habrá de certificar con su actitud si merece una vida digna mediante su activa participación en la batalla abierta o ha hecho entrega de sus derechos vitales a la práctica capitalista que hoy constituye «el opio de los pueblos». Porque la frase ha emigrado a otro campo distinto al señalado por su autor como destinatario de la misma.

Muchos expertos de diverso grado, situados incluso en la cumbre de las grandes instituciones de la política financiera –hablan ahora urgentemente los del Banco Central Europeo– denuncian ya de modo abierto la estafa social que supone entregar a la Banca un dinero a interés prácticamente cero para que la Banca lo invierta a continuación en deuda pública con unas ganancias usurarias, renunciando al papel estrictamente comercial o de intermediación de los bancos, consistente, como es sabido desde tiempo inmemorial, en trasegar regularmente sus depósitos a la economía real a fin de que funcionen la producción y el consumo. Estas cosas tan sabidas hay que recordarlas constantemente para orientar a la sociedad sobre el incorrecto suelo que está pisando. Ante todo hay que recuperar las claridades básicas.


La exacerbada manipulación de la deuda pública puede llegar al extremo de que el aparato bancario quiebre bajo su propio peso inmóvil y arrastre a todo el país a una catástrofe que precise una respuesta revolucionaria. En el caso español, la deuda pública está llegando al ciento por ciento del producto interior bruto, lo que significa una situación de quiebra en el funcionamiento social, que ya no trasforma ese dinero en crecimiento real del colectivo. Ante este comportamiento de ingerir sin digerir, el empacho se convierte en letal. El pueblo no puede seguir abasteciendo a un estado de medios de pago en esta infernal rotación en el vacío. Porque, dejándonos de lenguajes engañosos, lo cierto es que la máquina financiera funciona con una simplicidad absurda y suicida: los bancos compran un dinero barato a la reserva europea, lo venden caro al estado mediante la adquisición de deuda pública y el estado ha de pagar esa deuda a los bancos con un mecanismo de exacciones brutales a los trabajadores, incluyendo no sólo los impuestos directos e indirectos sino, lo que es más grave, asaltando la hucha de las instituciones de seguridad social y de los servicios elementales y vitales para la comunidad. Todo esto es posible porque se ha alejado a la calle de su comprensión mediante el ridículo uso de un lenguaje –en un inglés camelístico–, al que todos los días añade términos, que separa al ciudadano de la realidad.


En este punto, recuerden los expertos a quiénes sirven por si llega el día de una complicada rendición de cuentas. No se puede repetir indefinidamente ante la violencia creciente en la calle que las masas se han convertido en turbas. Como habrá de releer la Iglesia romana varias de sus encíclicas sociales con las que dio al César lo más sagrado reservado a Dios, como es la vida de los trabajadores. Los cristianos, y de esto habla ya con frecuencia el Papa Francisco, han de encarar a los prelados de oro evitando un catolicismo litúrgico y limosnero.

Ahora los expertos del Banco Central Europeo, aterrados por una crítica concentración de dinero en los sótanos financieros que solo sirve para empapelar la ambición torpe y criminal de los sátrapas, ponen en guardia sobre la posible explosión de esa burbuja que se llevará por delante no solo lo que resta del neocapitalismo faccioso –yo prefiero el viejo lenguaje hecho a mi medida de ciudadano sencillo–, sino también las últimas posibilidades de paz para una humanidad que está a punto de abrir el cráter del volcán.

Y ante esta situación, los expertos del tinglado financiero llegan a jugar, en un sálvese quién pueda, incluso con amenazas al mundo bancario, como sería la penalización de las reservas bancarias inmóviles en su espera de los intereses de la deuda pública y la obligación de dar salida al dinero embalsado hacia la economía real. ¿Pero quién cree en esas medidas a estas alturas de la fabulosa estafa que es ya el mismo sistema? Si el dinero se moviliza mediante una presión legal, esos caudales irán a parar a las grandes empresas que constituyen el sistema hormonal de la red bancaria y retornará a los bancos para adquirir la nueva deuda que emitan los gobiernos asociados con el fraude financiero.

Lo intentarán todo menos poner en marcha las correspondientes nacionalizaciones de la banca para que el dinero producido por los trabajadores –son ya eso también muchos pequeños empresarios proletarizados– retorne a ellos a fin de reconstruir un honesto tejido productivo y un consumo racional y equilibrado.


Cuando escribía este nuevo comentario sobre la crisis bancaria y la explosión, que creo irremediable, de la burbuja creada por el juego con la deuda pública y el papel irresponsable de los grandes reguladores, llega a los medios informativos el desaguisado tarifario en torno a la energía eléctrica, que pone en riesgo extremo a la agónica economía española. No creo que los ciudadanos, entre ellos el que suscribe, seamos capaces de desentrañar sólidamente el recibo que nos envían, muchas veces irregularmente, las empresas suministradoras de la energía fundamental para el funcionamiento de la sociedad. Ahí se inicia el desastre político que vivimos, apoyado fundamentalmente en la oscuridad de la información que se nos facilita. Pero sí nos proporciona la suma final de esas tarifas al consumidor las razones suficientes para consolidar nuestra creencia en la necesidad de las nacionalizaciones básicas de todo lo que sea banca, energías, salud y cultura, gran transporte, tierra, patentes y comunicaciones. En esos campos no se puede admitir ni una sola facilidad para su apropiación privada. Si de verdad se aspira a que cobre vigor la iniciativa de los ciudadanos, mediante una libertad de consuno con la libertad total de la sociedad, es absurdo impedir la apropiación colectiva de los elementos básicos para liberar la creatividad en la economía derivada.

Darán vueltas y más vueltas el Banco Central Europeo, la Reserva Federal americana, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, entre otros confusos inventos, pero nadie meditará con verdadera intención moral la frase del Rockefeller que dijo que estaba dispuesto a explicar siempre cómo edificó su fortuna, a condición de que no le solicitaran desvelar cómo hizo el primer millón, es decir, el de la vergüenza. Frente al atentado a la salud pública que supone predicar la superioridad de la economía privatizadora de todo el mundo económico a fin de aumentar, dicen, la riqueza y la felicidad humana, una humanidad maltratada se agita entre hacer frente a una miseria fruto de esa capciosa libertad y la duda boba de si la pirámide alzada por los poderosos es un monumento que los peatones no podemos valorar.

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