Iñaki Bernaola Lejarza
Escritor e historiador

La condena como ejercicio de presunta superioridad moral

Es tiempo de condenas. De condenas multitudinarias, contundentes, furiosas incluso. Lo estamos viendo todos estos días en la prensa, en la televisión, en una u otra ciudad francesa y también en más de una que no lo es.

Aunque, aparentemente, lo de condenar queda muy bien, en realidad las condenas tienen un inconveniente, y también una trampa. El inconveniente es que la condena es un camino cerrado, que impide una reflexión tranquila, un análisis objetivo del hecho supuestamente condenable y, acaso, el llegar a alguna otra conclusión sobre el mismo que al principio no se dejaba ver. Y la trampa es que quien condena casi siempre se deja llevar por su propia soberbia, es decir, por el convencimiento de estar en una superior posición moral que aquél que resulta condenado.

Al poder español, soberbio donde los haya, lo de condenar siempre se le ha dado muy bien. Así, a lo largo de su historia ha condenado a los judíos, a los musulmanes, a los luteranos, a los librepensadores, a los afrancesados, a los ateos, a los republicanos, a los americanos aborígenes o criollos que lucharon por la independencia de sus países. A los socialistas, comunistas, anarquistas, nacionalistas vascos y catalanes… y a algunos más que seguro me he dejado en el tintero. A lo mejor los jueces, desde la superioridad moral que les da la potestad de aplicar la ley, tienen derecho a condenar.

A lo mejor los dioses también. Aunque en el caso de estos últimos, surge una duda, o al menos una incertidumbre: ¿Acaso todos los dioses condenan las mismas cosas, y de la misma manera? Y aparte de estos dos ejemplos, ¿Quién puede afirmar sin lugar a dudas que está en una posición moral superior al prójimo de forma tal que pueda arrogarse el derecho de condenarlo?

Al hilo de los atentados perpetrados por radicales islámicos, hay quien está intentado por todos los medios reverdecer las batallitas medievales entre moros y cristianos. En España de batallas de moros y cristianos tenemos mucho que contar. Por ejemplo que, a pesar de que la historiografía franquista afirmase lo contrario, el mundo medieval cristiano no era en absoluto moralmente superior al musulmán. Algo parecido podría decirse, ya fuera del ejemplo español, de las cruzadas que asolaron lo que hoy se entiende como Oriente Medio durante la misma época.

Tampoco en los tiempos actuales esa civilización, a la que la extrema derecha denomina cristiana y occidental, está demostrando ser en nada moralmente superior. Basta con mirar a Irak, a Siria, a Afganistán, a Palestina. Todavía anteayer como quien dice el ejército francés bombardeaba Libia, Mali y otros países africanos. Los que tenemos cierta edad no hemos olvidado que, hace poco más de medio siglo, el ejército francés mató un millón de personas en la guerra de liberación argelina, sin contar mujeres violadas, prisioneros torturados, pueblos arrasados y un largo etcétera.

No parece que muchos de los que hoy en día lanzan esas condenas furibundas se acuerden de estas cuestiones. Tampoco deben de tener muy en cuenta que muchos de los hoy musulmanes radicales fueron en su día aliados precisamente de los “cristianos occidentales”, empezando por el Ayatola Jomeini, que participó en los años cincuenta en el derrocamiento del gobernante nacionalista laico iraní Mossadeq, en un golpe de estado orquestado por la CIA y los servicios secretos británicos para impedir que el tal Mossadeq nacionalizara el petróleo de su país. Podríamos seguir con los talibanes, aliados de los EEUU en los años ochenta contra el gobierno pro-soviético de Afganistán. Tampoco deben de tener en cuenta que precisamente aquellos gobiernos árabes más reaccionarios y religiosamente más intransigentes, como Arabia Saudí, son los mejores aliados de los cristianos occidentales, protegidos por éstos con cuantiosas ayudas militares, entre otros favores.

No es de extrañar que aquellos que detentan un ideario fascista pretendan enfocar los hechos recientes como una falsa guerra de religión, ni tampoco que a todos los que no tenemos un apellido árabe nos quieran meter en el mismo bando con el Cid Campeador, Santiago Matamoros, Godofredo de Bouillon y Juana de Arco. Lo que de alguna forma me ha extrañado, y aún más, decepcionado, es que una revista satírica que publica caricaturas referidas a cuestiones religiosas, algunas de ellas dicho sea de paso de gusto más que dudoso, se haya convertido en paradigma del pensamiento ateo, libre de ataduras religiosas y, de alguna forma, moralmente por encima de los que supuestamente viven oprimidos por la intransigencia religiosa reaccionaria.

Pienso que si el pensamiento ateo, o si se prefiere laico, puede detentar alguna superioridad moral, no es porque se dedique a hacer chistes de mal gusto sobre las religiones; sino porque, desde la humildad de quien no está en posesión de ninguna verdad absoluta revelada por tal o cual divinidad, entiende que no hay otra fuente de derecho, ni de soberanía, que no sea aquella de la que se dote democráticamente la sociedad civil; y que no pueden ponerse más límites a la libertad individual que el respeto a los derechos de los demás.

Noruega dio al mundo una lección de superioridad moral cuando, tras la tremenda matanza perpetrada en un campo de verano juvenil, se llevó a juicio al presunto autor de los hechos y el Gobierno noruego aseguró que, por muy graves que fueran dichos hechos, en ningún caso iban a ser motivo de merma en las libertades cívicas. En este último caso, sin embargo, lo que han hecho los franceses ha sido «abatir» a los presuntos autores (el mismo verbo que podría haberse utilizado, por ejemplo, para la caza de jabalíes), con lo cual, aparte de ahorrarse el trámite judicial, requisito democrático básico para establecer la culpabilidad penal de una persona, de esa forma han conseguido hacerse con el monopolio del relato de los hechos y de su consiguiente interpretación; porque si bien un ser humano, por muchos otros seres humanos que haya matado, no deja de ser un sujeto, un cadáver es sólo un objeto.

Soplan malos vientos para los que tienen apellidos árabes y para los que tenemos apellidos diferentes. Porque entre unos y otros nos están privando de algo que resulta básico para una convivencia democrática: el respeto a la libertad individual y a la integridad física y moral de la persona. A los derechos individuales y a los colectivos.

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