Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate
Mesa Internacionalista de Alternatiba

La democracia es de izquierdas

Del análisis de la situación política italiana, el autor pasa a señalar un proceso de deslegitimación de la democracia «de baja intensidad» existente a nivel global. Ante la cada vez mayor el distancia entre la ciudadanía y la toma de las decisiones y la creciente escasez democrática, consistente en procesos electorales cada cuatro años como único modo de participación, cree que la ciudadanía y los partidos políticos han de «extraer lecciones que nos preparen para enfrentar el futuro de la mejor manera posible», y advierte de que a la derecha, para gobernar y mantener el poder, le son suficientes los votos, pero la izquierda debe «convencer, formar, proponer alternativas», acumular fuerza política.

El culebrón postelectoral al que Italia ha asistido en los últimos tiempos, motivado por la irrupción del Movimiento 5 Estrellas y el desbarajuste consiguiente entre los partidos tradicionales al elegir presidente podrían ser analizados simplemente como una anomalía más en un país con una democracia peculiar.
No obstante, y analizado el caso italiano en clave histórica y mundial, podríamos llegar a defender la idea de que la onda expansiva generada por este movimiento osado, radical, complejo e indefinido iría más allá. Así, se insertaría en un amplio y profundo proceso de creciente deslegitimación de la democracia de baja intensidad en la que vivimos a nivel global, que es incapaz de satisfacer los intereses de las grandes mayorías y de dar respuesta a los deseos globales de participación, justicia y paz. Este proceso habría llegado con fuerza a Europa.

En este sentido, cada vez es mayor el alejamiento entre la ciudadanía y la toma de las decisiones importantes; cada vez es más notoria la escasez democrática de una participación entendida como elección de representantes cada cuatro años; cada vez es más evidente la primacía de las empresas y de los mercados sobre las personas y los gobiernos; cada vez, también, se constata la deslegitimación en la que han caído los partidos políticos como instrumento de masas y vehículo de defensa de propuestas transformadoras y emancipadoras.


Así, el modelo de la democracia liberal-representativa y sus agentes fundamentales –los partidos– están siendo cada vez más cuestionados, y la población llega incluso a entender el entramado institucional-electoral generado en torno a dicho modelo como algo irrelevante e incluso contrario a sus intereses. En esta clave se entienden por ejemplo alguno de los más significativos procesos de cambio en América Latina: muchas de las iniciativas más alternativas –Bolivia, Ecuador y Venezuela– comparten un origen al margen de los partidos tradicionales, de sus agendas estrechas y de su cultura política miope, y proponen nuevas formas de participación al margen del enfoque liberal, incluso llegando a enfrentarse con la llamada partidocracia. Al mismo tiempo, observamos que son diferentes movimientos sociales los que a lo largo y ancho del mundo están protagonizando las luchas de transformación y aglutinando en torno a nuevas agendas a importantes sectores populares.


Cierto que siempre ha habido contestación a esta democracia devaluada, y gentes y organizaciones que la desbordaban. No obstante, el cansancio y la desidia frente a este modelo corrupto e injusto es creciente, así como la necesidad de sustituirlo por otras formas de entender la democracia, la participación, el poder. Por ello, tanto la ciudadanía como los partidos políticos –hijos de ese modelo– debemos extraer lecciones que nos preparen para enfrentar el futuro de la mejor manera posible.

Asistimos en la actualidad a un proceso de devaluación de la ya de por sí devaluada democracia. Por un lado, vemos cómo en Italia todos los partidos defensores del sistema –derechistas, liberales, socialdemócratas– se unen para garantizar la gobernabilidad del país, esto es, mantener el statu quo del que viven. Esta unión de las derechas es algo a lo que asistiremos cada vez más a menudo en cualquier latitud, intentando frenar los vientos del cambio; por otro lado, la represión, la criminalización de la protesta y la violencia institucional parecen ir en aumento, al mismo ritmo que las desigualdades aumentan y que la gente se organiza en la defensa de sus derechos. Los asesinatos políticos a lo largo y ancho del mundo (Guatemala, México, Colombia, etc.), así como la criminalización en el Estado español de la Plataforma contra los Desahucios, o la detención de varios jóvenes vascos por parte de la Ertzaintza por su militancia política son sólo algunos ejemplos de esta nueva fase vinculada a la crisis y al intento de los poderosos de mantener sus privilegios, cueste lo que cueste. No podemos perder de vista esta realidad cada día más presente.


Ante esto, la izquierda debe extraer otra lección fundamental de este diagnóstico sobre la democracia: el juego electoral-institucional, pese a mantener en la actualidad una relevancia notable, cuenta con profundas grietas, está profundamente deslegitimado, por lo que cada vez representa menos para la sociedad. Si nos contentamos con priorizar básicamente la estrategia electoral-institucional, sus ritmos y sus dinámicas, corremos el riesgo de acabar como los músicos que seguían tocando cuando el Titanic se hundía.

Pretendemos ganar jugando solo –o sobre todo– a un juego en el que la derecha ha amañado las cartas, cuando cada vez parece más claro que los campos donde se producen los cambios son múltiples y diversos, y donde las cartas son también diversas. A la derecha le vale con votos para gobernar y mantener el poder, a la izquierda le hace falta algo más que votos: le falta convencer, formar, proponer alternativas; le falta acumular fuerza política. Esas deben ser nuestras cartas, ese es nuestro juego, y eso no solo –ni fundamentalmente– se hace desde las instituciones –aunque también–.

La ola que pudiera arrasar este modelo de democracia de baja intensidad puede no distinguir entre agentes, incluso podría llevarse por delante a aquellos más honestos si no son capaces de entender el momento y ampliar sus miras. Por ello debemos ampliar la democracia, también en las instituciones donde estamos: en primer lugar, priorizar de manera estructural y permanente la puesta en marcha de experiencias de democracia directa y participativa allí donde sea posible, siendo importante el qué y el cómo, y sin miedo al resultado: en última instancia, la democracia directa es en sí un ejercicio de izquierdas; en segundo lugar, fomentar las herramientas de la desobediencia civil activa (gran ejemplo de la juventud vasca en el Aske Gunea); en tercer lugar, y de manera estratégica, dedicar esfuerzos, recursos y tiempo a la articulación con movimientos sociales, generando espacios y agendas de confianza y entendimiento real. En definitiva, superar y desbordar –antes de que nos desborden– los estrechos marcos de esta democracia decadente, ofreciendo a la ciudadanía formas de democracia más emancipadoras. La democracia es de izquierdas, reclamemos esta bandera.

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