Ramón Zallo
Catedrático Emérito UPV–EHU

«La línea invisible» atraviesa una línea roja

El Txabi de la serie no es el que nos dio una charla de captación en San Ignacio (Bilbao) en 1966. Pero tampoco es el que cuentan los que le trataron en su último año de vida y que le describen con ganas de vivir, nada sombrío, enamoradizo.

"La línea invisible" es una serie que habla de ETA de finales de los 60 –la de Eskubi y Txabi Etxebarrieta– y que, hasta la muerte de Melitón Manzanas, se había centrado en la concienciación y la propaganda armada. Sus autores dicen que solo han querido contar una historia sin sesgo. No lo han conseguido. Es un relato bien contado pero de parte.

Una historia de bruces con la Historia.

Plantea una historia donde los malos son casi buenos, un poco rudos sí, pero humanos en su banalidad (a lo Hannah Arendt), ya se trate de un chaval en el sitio equivocado, como el guardia civil José Pardines, o de un torturador, como Melitón Manzanas, cuya nómina de torturados fue tan incontable, que el de la serie es un pálido y casi simpático reflejo. ¿Víctima ilegítima como un Luther King? ¿O más bien un ajusticiado como un Mussolini colgado o un Ceaucescu fusilado?

Dilemas morales… que son planteados en la serie desde la mirada de hoy, no en su momento histórico. Releer las historias, con ojos de hoy y fuera de contexto, las falsea y les hace decir –porque se sabe lo que siguió– lo que se quiere que diga. Una posverdad.

En cambio, los buenos –los que lucharon por un ideal desde el riesgo máximo contra una dictadura–, aquella ETA –entre otras organizaciones– es presentada como romántica, sí, pero le añaden cuatro atributos... inciertos.

Primero un afán desmedido por empuñar armas, llegar a matar, tenerlas permanentemente encima de la mesa etc., y que no se corresponde con las actitudes de la época, cuando las usaban solo en previsión de un encuentro policial fortuito, o para «requisar» fondos, o en autodefensa –como ocurrió con Txabi, o con Mikel Etxeberria que, herido y escapando, mató al taxista Fermín Monasterio por oponerse a trasladarlo y enfrentársele, según relató–.

Segundo, que dio el salto al terrorismo cuando lo cierto es que el caso Manzanas fue la excepción y no la regla. Se banaliza el término terrorismo. El padre Ellacuría –en una conversación que mantuvimos en los primeros 90 en El Salvador– tenía clara la diferencia entre terrorismo y violencia cuando distinguía entre coches-bomba (terrorismo con víctimas colaterales) y bombas en los coches, aunque también decía, y llevaba razón, que no todo es legítimo en la lucha contra una dictadura.

Matar está mal, cierto, ¿en cualquier circunstancia? ¿En una guerra? ¿En legítima defensa? Mucha gente se reconoció en la muerte de Manzanas, planteada como una ejecución expeditiva, de justicia popular contra un régimen sin justicia. Ahí, ¿se cruzó la línea invisible… también colectivamente?

El propio Francisco de Vitoria habla de la legitimidad del principio de resistencia a la autoridad injusta en los términos de un derecho subjetivo de autodefensa. La dictadura reunía condiciones que legitimaban la confrontación directa y que, después, en democracia ya no se dieron, a pesar de su mala calidad que no fue ni la exigida ni la posible ni tampoco regalada.

Tercero, se la sitúa como el origen del mal que abrió una caja de Pandora que ya no se pudo parar. El leitmotiv de la serie es que aquella ETA es responsable de lo que hasta 2011, hicieron las siguientes ETA, porque en su nivel discursivo y organizativo ya estaba el germen del «horror y la tragedia que habíamos contribuido a engendrar», dice el personaje femenino Txiki.

Simplemente no es verdad. Las diferencias fueron cualitativas: en referentes de clase; en ideas fuerza; en las praxis respectivas; en los modelos organizativos; en la hegemonía y autonomía del brazo militar sobre la corriente política; en la idea de víctima y de los límites de la violencia; en las alianzas; en el rol del debate; en la idea de democracia...

La idea de un acto fundacional de una nueva etapa de salto cualitativo mediante un rosario de atentados mortales, no encaja con los hechos. No hubo tal rosario. Tuvieron que pasar 5 años desde 1968 hasta la muerte de Carrero Blanco (1973), para que las víctimas mortales se colocaran en el centro de la estrategia... Y fue ya otra ETA.

Es el determinismo; como si la historia real de las personas, los pueblos y las clases, no tuvieran opciones en cada momento para empujarla en una u otra dirección, y todo estuviera ya escrito desde el principio antes de que suceda. El libre albedrío y el derecho a cambiar la realidad por los suelos. Un mensaje reaccionario donde los haya.

Cuarto, el mismo personaje –o sea, el guionista– también se atreve a decir que «tanto dolor no sirvió de nada». Los funerales de Txabi (1968) y el Proceso de Burgos después (1970), levantaron una marea social que, con el tiempo y nuevos despertares, se llevó por delante a un régimen que murió matando y que tuvo que negociar las condiciones de su amnistía y la preservación de sus aparatos de Estado (desde el monarca a la policía y militares pasando por la judicatura y la clase funcionarial franquista). Nada se regala ni cae del cielo.

La dictadura, Txabi y el «relato»

La dictadura y sus largas maldades no están en la serie; solo en sordina, edulcorada, aunque tampoco se la salve explícitamente. Aparece naturalizada (los guardias civiles saludados en las tabernas, se echan novias autóctonas) y la sociedad está alegre y dicharachera (el parque de atracciones de Igeldo a rebosar). Aquellos chavales, querían subvertir un orden que, al fin y al cabo, no era tan malo...

Es carca apuntar que el horror lo generaron, sobre todo, quienes intentaron combatir la dictadura con una violencia de respuesta que, además, hasta la muerte de Franco fue relativamente comedida (salvo el infausto acto terrorista de la cafetería Rolando en setiembre de 1974).

Tampoco es cierto que estuvieran tan solos como sugiere la ficción. Eran parte de algo mucho más grande, desde Donosti a Sevilla. Ya en 1967 en el Aberri Eguna de Iruña se concentraron, a pesar de la prohibición y los controles, 20.000 personas con trescientas detenciones.

El Txabi de la serie no es el que nos dio una charla de captación en San Ignacio (Bilbao) en 1966. Pero tampoco es el que cuentan los que le trataron en su último año de vida y que le describen con ganas de vivir, nada sombrío, enamoradizo, sin vocación de mártir, ni con deudas de sangre, que amaba el paisaje urbano de la ría, sus ruidos fabriles y humos, sus barcos recostados o aquellos Altos Hornos noctámbulos que incendiaban el cielo con rojas auroras boreales.

Claro que remarcar que tomaba centramina quiere situarle a Txabi en desvarío ansioso, obsesivo y sacrificial, y es útil para desacreditarle. La información la dio Sarasketa en una extraña entrevista –él ya no andaba bien– a "El Mundo" en 1998. Y solo dijo: «había tomado centraminas y quizá eso influyó». De ahí a la maledicente deducción, hay un trecho.

En cambio, Pardines aparece reivindicado, como un buen chico, inocente, sin doblez, víctima de un asesino, y no como carne de cañón funcional de una dictadura, que le puso en primera línea para perpetuarse. Presentar a Txabi como un asesino, y no en autodefensa ni como víctima que no podía dejarse coger para ser torturado y poner en peligro a otros, se me antoja perverso cuando, con las distancias debidas, se les reconoce ese rol al Che o Sandino que también pegaban (muchos más) tiros.

Asimismo la relación entre José Antonio –a quien también conocí– y Txabi, se me escapa en su intimidad, pero junto a escenas tiernas y sinceras entre ambos hermanos, la sugerencia vicaria de vivir en el cuerpo del otro me parece insufrible. Y es que José Antonio, con origen en EGI, no era de ETA y malamente podía pasarle el testigo a su hermano, aunque sí tenía un importante ascendente ideológico, por amistad y ayuda, sobre buena parte de los dirigentes de la época. Historiaba sobre ETA y su evolución, era colaborador (ayudó, por ejemplo, a escribir el borrador del "Informe Txatarra" para la Vª Asamblea), hombre de ideas, aparte de abogado y divertido conversador.

La serie ha aceptado las tesis de una de las partes reconocibles en el hervidero de la lucha por el «relato» sobre Euskal Herria y la violencia, puesto que hay, al menos, dos asesores que figuran en los títulos de crédito que están en ello full time, a través de sendas fundaciones. Es más la película misma se entiende desde la intención de la lucha por el «relato».

Lo mejor de la serie es que recuerda que está socialmente pendiente el debate sobre lo que pasó, un ejercicio tan doloroso e imprescindible, como legitimador y sanador para todas, repito todas, las corrientes, y al que ni “Patria“ ni “La línea invisible” contribuyen más que para embarrar.

En suma, se cuenta mal, bellamente mal, con sesgo reaccionario, un trozo de nuestra historia que algunos recordamos muy distinta y más real.

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