Koldo Campos
Escritor

La mascarilla

He decidido autoconfinarme. El problema es que no puedo vivir con la mascarilla puesta. Cuando pongan un carril para mayores, salgo.

Como una «aberración» consideraba ayer la consejera vasca de Salud Nekane Murga el que se invite a personas que padecen insuficiencias respiratorias o patologías similares a no usar mascarilla «porque las consecuencias si contraen el covid serían muy graves». Ignoro si la señora Murga lo desconoce pero es la propia ley la que recomienda e invita a personas con esas insuficiencias a no usar la mascarilla. Es la propia ley la que exime de su uso a personas como yo (enfisema pulmonar severo) por lo que la única «aberración» posible debe imputarse a la propia ley.

Y sí, estoy de acuerdo con ella, las consecuencias serían muy graves y por ello asumo tomar precauciones y cuidarme no solo de este virus, también de los demás. Pero esas precauciones las tomo para seguir viviendo, además de respirando. Aunque son dos verbos que pueden parecer sinónimos, no es lo mismo vivir que respirar. No se vive en los armarios.

También afirma la señora Murga que las personas con enfermedades respiratorias debemos aguantar las «molestias» que nos supone la mascarilla.

Molestias sufren las personas que no tienen problema respiratorio alguno y que deben usar mascarilla en todo momento. A los que no nos basta con abrir la boca para respirar, la mascarilla nos supone un problema mucho más jodido que una «molestia».

Hasta hace unos días yo usaba la mascarilla en establecimientos cerrados y públicos, en parte por respeto a quienes la utilizan; también porque valoro positivamente su uso aplicado con menos mercurial rigidez; y, en tercer lugar, por lo insoportable que se me hacían ciertas miradas inquisidoras de ser sorprendido en la acera de enfrente y sin mascarilla, boqueando desesperado en busca de aire.

Mientras podías quitártela por la calle, yendo solo y guardando las distancias, que en un pueblo pueden ser hasta cien metros, el uso de la mascarilla era soportable. Ahora ya no lo es. Y como ni se trata de salir a la calle para pasarte el día tomando café por las terrazas ni estoy convencido de la conveniencia de volver a fumar para no tener que usar la mascarilla, he decidido autoconfinarme.

A mí no me hace falta que me metan en el armario como la ropa vieja, que esa es la política que sigue el Gobierno de la señora Murga para los que llaman «mayores», especialmente si estamos en residencias, porque creo que voy a entrar solo, sin que me empujen. El problema es que no puedo vivir con la mascarilla puesta. Cuando pongan un carril para mayores, salgo.

En ese afán por responder a todo y, como siempre, solos, el Gobierno Vasco y el Estado han pasado de considerar innecesarias las mascarillas que, por cierto, no había, a declararlas imprescindibles; de recomendarlas en espacios cerrados a exigirlas, como sugería el presidente aragonés, hasta en la propia casa y con los tuyos. Ahora deciden que deben ser diez los invitados a la comida familiar y me pregunto: ¿qué hacemos con la abuela si excede el número? ¿A quién dejamos fuera? ¿Es igual una casa urbana que una rural? ¿Por qué pueden ser diez personas en una casa de sesenta metros cuadrados y no doce en otra de doscientos metros? ¿No tendrá importancia el tamaño de la casa? ¿Van a volver a discutir en el Congreso si debemos estar a dos metros, a un metro o a medio? ¿Y ese afán por querer legislarlo todo?

No les censuro que se equivoquen tanto, que de un día para otro cambien las normas al albur de una última ocurrencia hasta el punto de que uno ya no sabe si es conveniente dormir con la mascarilla puesta o sustituirla por un burka y que, además, le echen la culpa al virus.

Lo que sí les critico es que después de tantos errores, indicaciones y contraindicaciones, cada vez que se les ocurre algo lo presenten como si fuera fruto de su divina clarividencia, con una absoluta certeza de que están en lo correcto, de que lo correcto no es discutible y, encima, se sorprendan del mosqueo de la gente. De una gente, por cierto, con la que nunca cuentan.

Lo que sí les critico es que, después de haber reconsiderado, meses atrás, al calor del confinamiento general, la necesidad de políticas de cambio en materia de sanidad, de residencias de mayores, en esta casi tregua que ha sido junio y julio, no hayan hecho absolutamente nada, y ahora salga la señora Murga diciendo que los sanitarios se van de vacaciones (iba a decir que nadie se las merece más pero es que las vacaciones no son un mérito sino un derecho). ¿Y eso no lo sabía? ¿No hay reemplazos, no hay sustituciones?

Y como todos los veranos, ahora que ya no hay riesgo de segunda oleada, lógicamente, cerramos el 20% de las camas de Osakidetza y eso sí que empieza a sonar «aberrante» ¿verdad, señora Murga?

En las residencias, otra vez confinados los mayores a la espera de que entre el virus 19 y el 20 haya un espacio para sacar la cabeza quien no la haya perdido en el armario.

Y viene la señora Tapia, otra consejera nacionalista vasca en el Gobierno Vasco, y pide a vascos y vascas que nos convirtamos en kirguís. También podría ser en congoleños. Y es que ganamos por encima de nuestras posibilidades y estamos muy mal acostumbrados. Garamendi (bendita sintonía) ya lo sugería hace muy poco cuando hablaba de buscar en Portugal mano de obra más dócil. Otro ilustre jefe de los empresarios, Díaz Ferrán, antes de ir a parar a la cárcel por ladrón, era más claro y preciso: «Hay que trabajar más y cobrar menos». ¿Verdad que apesta? La mascarilla llegó para quedarse. Hasta para oír el informativo hay que ponérsela.

(Preso politikoak aske)

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