Jonathan Martínez
Investigador especializado en comunicación

La memoria de los leones

Dice el delegado del Gobierno español en Euskadi, Jesús Loza, que los abusos policiales son «actuaciones aisladas» y que no manchan el buen nombre de las Fuerzas de Seguridad del Estado. Los datos, al contrario, resultan demasiado elocuentes.

Ocurrió en la noche del 23 de julio de 1980. Una bomba de la Triple A en Amézola, Bilbao, trituró los cuerpos de los hermanos Antonio y María Contreras. Él tenía once años y ella diecisiete. María estaba embarazada de ocho meses y la detonación le arrancó el feto del vientre. Pero hubo además otra víctima tardía. El operario municipal de limpieza Anastasio Leal, cacereño de cincuenta y nueve años llegado a Bilbao en 1971, falleció de madrugada en el hospital de Cruces con el cuerpo pulverizado por los cristales de la onda expansiva. Fueron dos kilos de goma-2 y un mecanismo de relojería ocultos entre la basura a dos metros de la guardería Iturriaga, que pertenecía al médico y teniente de alcalde de Herri Batasuna en Zeberio Antonio Artiñano. No hubo una investigación policial exhaustiva y los culpables jamás fueron juzgados. Los poderes públicos descuidaron a las familias afectadas. Las indemnizaciones llegaron veinte años tarde. En 2010, cuando el Gobierno vasco recogió este atentado en un informe encargado por el Parlamento, Ramira Leal recordaba a su padre y lamentaba que no hubiera «un reconocimiento de estas víctimas similar al de las de ETA».

Este pasado lunes se cumplían treinta y ocho años del crimen y la secretaria general del PP vasco, Amaya Fernández, recuperaba la efemérides en las redes sociales. «No lo olvidamos», sentenciaba, y otros compañeros como el exministro Alfonso Alonso divulgaron la ocurrencia. Fue el periodista Iñaki Iriondo quien advirtió la anomalía del recordatorio: los populares no mencionaban la autoría parapolicial del atentado y tampoco explicaban que los explosivos habían apuntado a la guardería e ikastola preescolar de un militante de la izquierda independentista. No ha faltado quien ha aprovechado la confusión para atribuir a ETA el atentado porque, al fin y al cabo, el relato oficial siempre ha sido propenso a los olvidos parciales, al negacionismo y a las mistificaciones. Todavía hoy, en un indecente ejercicio de malabarismo dialéctico, los guardianes del orden constitucional se empeñan en pintarnos los delitos de extrema derecha como una travesura esporádica de adolescentes incontrolados y no como una sarna endémica de los cuerpos policiales. Preguntadle al fotoperiodista catalán Jordi Borràs, que la semana pasada fue agredido a plena luz del día por un inspector de la Brigada de Información de la Policía Nacional al grito de «Viva España» y «Viva Franco».

A veces, el blanqueo del terror policial se viste de nostalgia uniformada y batallitas del abuelo Cebolleta. Ahí tenemos a Paco Gómez y José Luis Serrano, dos entrañables boinas verdes del GAR que rememoran desde las páginas de “El Español” sus peripecias en el territorio comanche de los nativos vascongados. «Esta boina huele a Intxaurrondo», dice el cabo Gómez, que está a la espera de juicio por tráfico de estupefacientes y tenencia ilícita de armas. Se ha divorciado dos veces y sus hijas no le hablan. «Yo tuve el placer de escupir a las tripas de los etarras», dice el cabo Serrano, que se jacta de que los GAR tiraban a matar. Era 17 de agosto de 1991 y un centenar de guardias civiles rodearon la casa Tolaretxe del barrio de Morlans en Donostia y ametrallaron a Iñaki Ormaetxea, Jokin Leunda y Patxi Itziar. El asedio a base de granadas y botes de humo duró cuatro horas. «A esos ya nunca los va a llevar Pedro Sánchez a su casa; ya no tendrán ni gusanos, fueron vilmente acribillados», confiesa Serrano.

Fue Luis Roldán quien dirigió la redada de Tolaretxe apenas tres años antes de darse a la fuga con una trama corrupta de empresas y paraísos fiscales. El cabo Serrano presume de que había más de seiscientos balazos en las paredes y asegura que «se disparaba sin mirar». Lo cierto es que el diario “Egin” contrarió la versión oficial y reveló que los cuerpos presentaban impactos a muy corta distancia. En efecto, la autopsia constataba que Patxi Itziar había muerto de un disparo «con la boca del arma en contacto con la piel». Las evidencias fueron tan contundentes que el juez Fernando Andreu tuvo que procesar a siete agentes. A pesar de todo, el caso decayó dos años después tras un fallo que admitía «las complicaciones que reviste determinar las circunstancias en que se produjo la muerte del activista Francisco Iciar». «Había compañeros que llevaban las tripas de los etarras en los tacones de las botas, se las hundieron en el pecho», recuerda el cabo Serrano.

Bajo eso que llaman la batalla del relato se esconde un ánimo de prolongar la impunidad institucional e imponer un mullido manto de olvido sobre las víctimas más inconvenientes. Hace apenas cuatro meses que el PP, el PSOE y Ciudadanos rehusaron ajustar la Ley de Amnistía para juzgar los crímenes del franquismo y ahora le toca turno de purgatorio a la última ley vasca de abusos policiales. Este proyecto legal de 2016, que pretende indemnizar a víctimas de las fuerzas de orden público, está en los tribunales gracias al gobierno de Rajoy y a la presión de asociaciones policiales y lobbies derechistas de víctimas. Ahora, Sánchez y Urkullu anuncian su compromiso de acomodar el texto a los requerimientos constitucionales para ponerlo a salvo del escrutinio judicial. La ley autonómica, no obstante, elude la tarea de esclarecer crímenes y adjudicar responsabilidades a sus autores. No habrá comisiones de la verdad ni nada que se parezca.

Dice el delegado del Gobierno español en Euskadi, Jesús Loza, que los abusos policiales son «actuaciones aisladas» y que no manchan el buen nombre de las Fuerzas de Seguridad del Estado. Los datos, al contrario, resultan demasiado elocuentes. La fundación Euskal Memoria enumera 232 personas muertas a manos de cuerpos policiales y fuerzas armadas desde 1960, más de la mitad a cargo de la Guardia Civil. Además, los atentados fascistas y parapoliciales suman 74 muertes. Las cifras de malos tratos y torturas, por su parte, ascienden a 9.600 casos, 4.113 de ellos verificados por el informe oficial del forense Paco Etxeberria y a la espera de que el Gobierno navarro pueda culminar su propio estudio. En el ecosistema político español, los casos aislados demuestran una perseverancia asombrosa. Será que nuestros gobernantes no son capaces de distinguir lo fortuito de lo sistemático. Ni siquiera con las cifras en la mano.

Pero hay otros que sí entienden de cifras. Este mismo mes, el Sindicato Unificado de Policía ha reclamado que los agentes desplegados en la vieja Zona Especial Norte sigan cobrando un plus salarial por el «rechazo social» que generan. El Gobierno de Sánchez no ha querido desvelar si acomodará las tarifas a los nuevos tiempos, pero el SUP está convencido de que Interior va a mantener su política de bonificaciones. El extra supone una media de 653 euros mensuales. Mientras tanto, todavía encabezamos la Champions League de presencia policial por número de habitantes. También mientras tanto, la Audiencia Nacional alarga hasta los seis años la prisión preventiva para los jóvenes de Altsasu a la vez que grupos fascistas vandalizan los murales solidarios del artista Elías Taño en Valencia.

En “El libro de los abrazos” Eduardo Galeano pasea por Chicago en busca de algún monumento a los mártires de la revuelta de Haymarket, aquellos obreros cuyo sacrificio conmemoramos en el día de los trabajadores cada 1 de mayo. No encuentra, sin embargo, ninguna estatua, ningún monolito ni placa de bronce. Lo que sí aparece, en cambio, es un proverbio africano en una librería: «Hasta que los leones tengan sus propios historiadores, las historias de cacería seguirán glorificando al cazador». Y aquí seguimos, frente a la amnesia uniformada del relato de las élites, escribiendo a duras penas la memoria de los leones.

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