Nora Vázquez
Jurista y sanitaria

La niebla tóxica

Hubo un tiempo, no tan lejano en la memoria colectiva, aunque sí en la vorágine tecnológica, en que la información viajaba a otro ritmo. El crujir del papel de periódico recién impreso por la mañana, la voz pausada del locutor de radio describiendo los eventos del día, o incluso el rumor que corría de boca en boca en la plaza del pueblo, tenían una cadencia distinta. La información, buena o mala, veraz o sesgada, requería un esfuerzo físico para su difusión y un tiempo para su asimilación. Existía, si se quiere, una cierta gravedad en la palabra impresa o emitida, un peso que invitaba, al menos en teoría, a una mayor reflexión antes de darla por cierta.

Hoy, ese paisaje es irreconocible. Vivimos inmersos en un tsunami informativo constante, una cacofonía digital donde la verdad, la opinión, el error y la mentira deliberada chapotean juntos en el mismo océano turbulento de las redes sociales, los agregadores de noticias y las plataformas de mensajería instantánea. Y en medio de esta tormenta perfecta, ha surgido una amenaza insidiosa y global: la instrumentalización de la desinformación, los bulos y la propaganda por parte de sectores, partidos e ideologías extremas. Su objetivo no es persuadir mediante el argumento, sino sembrar el terror, fracturar a la sociedad y generar un caos del que esperan sacar rédito.

El peligro radica en que esta desinformación actúa como un ácido corrosivo sobre el tejido social y democrático. Cuando ya no podemos ponernos de acuerdo sobre hechos básicos, el diálogo se vuelve imposible y la polarización se agudiza hasta extremos irreconciliables. Se crean «realidades» paralelas, burbujas informativas donde cada grupo consume únicamente aquello que confirma sus creencias preexistentes, demonizando al que piensa diferente.

Las noticias falsas y la propaganda extremista a menudo se diseñan para provocar respuestas emocionales intensas: miedo, ira, indignación, sentimiento de agravio. Se aprovechan de la incertidumbre económica, del miedo al cambio, del resentimiento histórico o de las tensiones culturales para ofrecer explicaciones simplistas y señalar chivos expiatorios fáciles: el inmigrante, la minoría, el «establishment», el «otro».

Hemos visto cómo campañas de desinformación han influido en elecciones, exacerbado crisis sanitarias (como la resistencia a las vacunas basada en bulos), incitado a la violencia contra grupos minoritarios.

Ciertas plataformas digitales juegan un papel central y ambiguo en este drama. Por un lado, han democratizado la creación y difusión de información, dando voz a quienes antes no la tenían. Por otro, sus modelos de negocio, basados en la captura de nuestra atención y nuestros datos, incentivan la viralidad por encima de la veracidad. Los algoritmos que deciden qué vemos están optimizados para mantenernos conectados el mayor tiempo posible, y el contenido sensacionalista, polarizante o directamente falso suele ser muy eficaz para lograrlo. La velocidad a la que se propaga un bulo es exponencialmente mayor que la velocidad a la que se difunde un desmentido riguroso.

A esto se suma la crisis del periodismo. Mientras muchos medios luchan por sobrevivir en un entorno digital hostil, buscando clics fáciles o dependiendo de líneas editoriales muy marcadas, emergen «medios» que son poco más que vehículos de propaganda, disfrazando de noticia lo que es pura manipulación ideológica. La línea entre información, opinión y falsedad se difumina peligrosamente.

¿Qué nos espera si esta tendencia continúa sin control? Un futuro donde la verdad objetiva se vuelve irrelevante, donde la toma de decisiones colectivas (desde votar hasta afrontar una pandemia o el cambio climático) se basa en falsedades y emociones manipuladas. El caos y la división que siembran los extremistas hoy pueden convertirse en la norma mañana, haciendo imposible la convivencia democrática.

La pregunta clave es cómo frenar esta deriva. La regulación es una palabra espinosa, que inmediatamente levanta fantasmas de censura y ataques a la libertad de expresión. Sin embargo, la libertad de expresión no puede ser un cheque en blanco para difundir mentiras deliberadas con el fin de causar daño o socavar la democracia. Necesitamos un debate sereno y profundo sobre dónde establecer los límites, cómo exigir responsabilidades a las plataformas sin coartar la libertad legítima.

Y aquí entra el elefante en la habitación: los intereses económicos y políticos de las grandes tecnológicas. Estas corporaciones amasan un poder sin precedentes sobre el flujo de información global. ¿Están realmente dispuestas a implementar medidas efectivas que podrían reducir el «engagement» y, por tanto, sus beneficios? La concentración de tanto poder en tan pocas manos, cuyos intereses primordiales son económicos y no necesariamente el bien común o la salud democrática, es un factor crítico y profundamente preocupante. Su voluntad de autorregulación es, como mínimo, cuestionable.

Necesitamos una ciudadanía crítica, educada en competencias mediáticas desde la escuela, capaz de discernir, verificar y cuestionar. Necesitamos un periodismo fuerte, independiente y comprometido con la ética y la verificación rigurosa. Necesitamos que las plataformas tecnológicas asuman su responsabilidad, no solo con palabras, sino con acciones contundentes: mayor transparencia en sus algoritmos, moderación de contenidos más eficaz y humana (no solo automatizada), y medidas que penalicen la difusión de desinformación deliberada en lugar de premiarla. Y sí, probablemente necesitemos algún tipo de regulación inteligente y democráticamente consensuada que establezca unas reglas de juego claras en el ecosistema digital.

Ignorar este problema, minimizarlo o confiar en que se resolverá solo es una ingenuidad que no podemos permitirnos. La niebla tóxica de la desinformación amenaza con asfixiar la razón, la confianza y la convivencia. El coste de no hacerlo es, sencillamente, demasiado alto.

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