Iñaki Egaña
Historiador

La parábola del molinero aullador

Este es precisamente el quid de una cuestión tan vieja como el Alcázar de Toledo, la llamada Dama de Elche y la leyenda de Viriato. El rechazo a la alteridad

Aprovechando que el lunes postelectoral era aniversario del fallecimiento de Miguel Ángel Blanco, secuestrado y muerto por ETA en 1997, la caverna mediática sacó a la luz, unos días antes, una vieja encuesta (tenía tres años) realizada a mil universitarios de Ciencias Sociales de la UPV, Deustu y Mondragón en la que, entre otras cuestiones, se preguntaba sobre algunos de los hechos más dramáticos del conflicto vasco de las últimas décadas. Entre ellos, tres secuestros con resultado de muerte. Uno, el de Miguel Ángel Blanco, concejal del PP en Ermua. Y los otros dos los de Joxi Zabala y Josean Lasa.

De aquella encuesta, encargada por el Gobierno Vasco, los medios que respaldaban las opciones electorales del PP y de Vox, rescataban el hecho de que «únicamente», la mitad de los universitarios consultados sabía quién era Miguel Ángel Blanco. Para, a continuación, cargar contra el sistema educativo vasco, enfatizar en una supuesta enfermedad crónica de la sociedad vasca, la de olvido, y lindezas similares.

Sucede, sin embargo, que las razones de fondo de ese des/conocimiento (miren la botella medio llena o medio vacía) son bien otras. Las que molestan a quienes han recuperado la encuesta me refiero. Su argumento sería del tipo de «tanto esfuerzo mediático, político, económico, para tan escaso rédito». Y es cierto. Pero lo es porque la mayoría de las víctimas de uno de los sectores en conflicto han sido consideradas arietes políticos, en ocasiones incluso vanguardia de una estrategia política, en este caso electoral.

Ahí estuvo, precisamente, la creación del Foro de Ermua, predecesor de los intentos por asentar una pica al más puro estilo colonial, como si Euskal Herria moderna fuera comparable a la histórica Flandes. Una pica de los sectores más reaccionarios, que no tuvieron suficiente con el control de los medios, con la manipulación a gran escala, con la movilización popular, sino que quisieron dar la puntilla final, utilizando un término de su vocabulario cultural. Y no lo consiguieron.

Al año de la muerte de Miguel Ángel Blanco, un novato periodista de la plantilla del semanario de mayor tirada en Portugal fue consignado a cubrir los actos del aniversario. El semanario no envió a su responsable político, sino a un reportero de segunda categoría, su experto en ajedrez.

Junto a un fotógrafo, el periodista aterrizó en Sondika, aún estaba por inaugurar la terminal de Calatrava, y pidió un taxi, con el objetivo de llegar al cementerio de Ermua. Ya en el camposanto, reportero y fotógrafo se sorprendieron. La tumba de Miguel Ángel Blanco estaba perdida entre cientos. Nada especial, ni siquiera unas flores que la destacaran. A simple vista inidentificable. Una anciana que velaba los restos de su marido les señaló el nicho: «aquel que tiene una pegatina con el escudo del Barça». Miguel Ángel era hincha del equipo catalán.

Aquel inexperto periodista recibió un impacto emocional tremendo. Había un abismo entre la víctima humana y la política. La primera apenas tenía relevancia. La segunda era aquella que tenía valor para gran parte de la clase política. Desde su ignorancia, el periodista portugués comenzó a hacerse preguntas. Comenzó a preguntar el «por qué» y el «desde cuándo».

Ese, sin embargo, no era el guion del poder, del Estado profundo. A las primeras de cambio, el periodista fue inmediatamente criminalizado. Ni siquiera se preocuparon en comprobar si colocaba correctamente los puntos y las comas, si sus fuentes eran fidedignas, si sus reflexiones eran plausibles. Y no lo criminalizaron en España, donde la estigmatización es automática, sino en Portugal. Llevó a juicio a sus detractores, agencia estatal hispana, que se tuvo que tragar su ofensiva. La balanza, sin embargo, se equilibró: Madrid logró que Lisboa censurara el último trabajo del periodista preguntón.

Este es precisamente el quid de una cuestión tan vieja como el Alcázar de Toledo, la llamada Dama de Elche y la leyenda de Viriato. El rechazo a la alteridad. En este aspecto, no existe el mismo respeto a las víctimas de uno y otro lado. Ni siquiera, en la mayoría de las ocasiones, se consideran victimas a quienes lo son, por esa rentabilidad del victimismo que buscan los sectores más reaccionarios.

El exitoso libro del finlandés Arto Paasilinna, “El molinero aullador”, contiene una metáfora universal en uno de sus capítulos. Me viene como anillo al dedo para describir la cuestión que he desarrollado en las líneas anteriores. Se trata del encuentro entre el protagonista Gunnar Huttunen y el médico Ervinen. La visita se produce en la vivienda del galeno. Ambos, paciente y médico, avanzan en la conversación, rompen sus muros y comienzan un tuteo que les llevará a describir una escena de caza.

El médico apunta cómo atacó a un oso con ayuda de sus perros. Gesticula, se revuelve en el suelo para hacer más expresivo el relato. Y grita, agita los brazos para hacer verosímil su historia. Llega el turno de Huttunen, un don nadie para la sociedad de Suukoski, un simple molinero. Alentado por la expresividad de Ervinen, Huttunen comienza su relato de la caza de una grulla, imita su chillido, mueve sus brazos como si fueran alas. Ervinen duda un momento. Se indigna y expulsa al molinero de su casa. Un aldeano, un plebeyo aullando en su salón. Hasta ahí podía llegar.

El relato y el reconocimiento de las víctimas tiene estas estrías. El martes, la Ertzaintza criminalizó a quienes participaban en un homenaje a un vecino del Casco Viejo, Ovidio Ferreira Martín, que mató la Policía española en 1981. Un simple vecino, un molinero. ¿Habrían hecho lo mismo en un homenaje a Blanco?

La pregunta a añadir a las primeras es la de si nuestros jóvenes saben quiénes eran, por ejemplo, Julián Zugazagoitia, Aitzol o Jesús Larrañaga, dirigentes de formaciones políticas que fueron secuestrados. torturados y ejecutados. Pero también ciudadanos desconocidos, como Segundo Urteaga, Gurutze Iantzi, Mari José Bravo o el propio Ovidio.

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