Joxemari Olarra Agiriano
Militante de la izquierda abertzale

La perorata

Llevamos ya una buena temporada, años seguramente, escuchando una y otra vez la misma monserga desde la bancada que acoge a diversos miembros cualificados del PSE −al menos, según su cargo− sobre los deberes que supuestamente quedan pendientes a la izquierda abertzale después de su viraje estratégico. Es un «raca-raca» que resuena como si se tratase de un eco que circula por el bucle que, partiendo de Jaizkibel, alcanza Punta Galea para dirigirse al castillo de Portilla y vuelta a empezar. En la Comunidad Autónoma Vasca se ha convertido en recurso recurrente: «la izquierda abertzale jamás gobernará con el PSE-PSOE mientras no realice las tareas pendientes que tiene en el apartado ético».

Se trata, al margen de un mantra electoral, agitado por cierto también por otras formaciones, de una cuestión que debería asombrar. Por el hecho de que las coordenadas de la ética están marcadas por no se sabe muy bien qué principios. Lo que para algunos supone ética, una declaración simplemente evaluada por un papel, para otros, en cambio, se trata de una valoración plagada de códigos religiosos. Entre medio, múltiples interpretaciones, muchas de las veces, cargadas de hipocresía. Lo que para Madrid o Gasteiz es un modelo ético universal, en realidad es una visión particular. Que se lo pregunten a los habitantes de Mosul o Gaza. Esa universalidad ética está condicionada por otras cuantías que parecen desaparecer de la ecuación a medida que nos acercamos a casa. Valores económicos y coloniales que sirven para justificar matanzas, tráfico de armas o inversiones multimillonarias.

En esta última trinchera se han anclado el delegado del Gobierno español en la CAV (el supergobernador que hace las funciones históricas del virrey medieval) y su compañero de partido, el secretario general del PSE. Gracias a sus puestos, y a los pedestales correspondientes, su presencia mediática les viene como anillo al dedo para subrayar mensajes. Y el de la ética se ha convertido en hashtag. Ambos han acuñado términos y palabras clave, como si se tratara de que en los buscadores de internet, cada vez que alguien teclee el término «izquierda abertzale» se encuentre con las entradas «le queda recorrido ético», «tiene que dar más pasos en su camino ético» o «aún no ha llegado a su nivel de normalización política». Mensaje, por otro lado, que comparte con su socio de Gobierno en Gasteiz, también varado en una misión similar. El coro de tertulianos adictos, más los franquistas habituales reconvertidos en «demócratas», los acompañan en sus anuncios.

Sorprende, en cierta medida, porque a estas alturas el pasmo político puede parecer una ingenuidad, que el espectáculo se circunscriba a la CAV, cuando en otros escenarios, léase la Comunidad Foral o el Gobierno del Reino de España, la misma formación se nutre precisamente de los votos de la izquierda abertzale, ya sea explícitamente o ya por omisión, para formar ejecutivo. Esa disidencia ya ha tenido preliminares como cuando desde el Gobierno central de la legislatura anterior, el Ejecutivo de Sánchez elevó sus disculpas y «condena sin paliativos» por el bombardeo de Gernika (tal y como la había hecho previamente el Bundestag alemán) porque, a pesar de los colores diferentes, fue un estado −el español– el responsable de la matanza. En aquella ocasión, ya salió Andueza a contestarle a su presidente y a su socio, expresando su malestar y «equivocación rotunda». Unas semanas después rectificó en la propia Gernika.

Esta ética de quita y pon según el territorio tiene mucho de teatralidad. Es la ética del interés coyuntural. Es válida según necesidad y es ilícita según las circunstancias. A eso se llama «doble moral». Que se acrecienta cuando ese ejercicio exigido para el otro no es aplicado en el propio. Los que tenemos una edad, alguna experiencia y también cierta memoria, los que hemos sufrido en nuestras propias carnes las prácticas, tanto a través de sus aparatos represivos públicos como ocultos, de lo que ha sido el PSOE, ¿habría que recordarles quién organizó los GAL? ¿Quién nos metió en la OTAN cuando Euskal Herria votó lo contrario? ¿Cuántos muertos ha habido, ciudadanos vascos, por las fuerzas de ocupación con gobiernos del PSOE? ¿Quién colocó e implementó la red y el silencio para torturar? ¿A qué partido pertenecía ese «Señor X» que Washington ya identificó en su tiempo? ¿Quién colocaba las medallas a los torturadores? ¿Quién los indultaba? La lista es bien larga. Se necesita simplemente un sencillo ejercicio de memoria cuyas respuestas, asimismo, son fáciles.

Al parecer, como la confesión entre los católicos practicantes, la palabra «condena» lo borra todo. Un reseteado total para facilitar el tránsito al «borrón y cuenta nueva». Este sería el argumento más evidente. Sin embargo, la realidad nos ofrece otro relato bien cercano, sufrido un día sí y otro también: el de la catalogación de las víctimas en función de su alias, en función de su ideología y en función de su papel en la construcción de un proyecto político, el de la unidad hispana o, por el contrario, el del soberanismo político de lo que llaman «nacionalidad periférica». En estos parámetros se mueve la ética mediática.

Y por ello, cada vez que se producen estos enredos interesados, estamos obligados a la respuesta, o quizás habría que escribir que nos comprometen a realizar un ejercicio de certidumbre. Si de algo hemos podido sentirnos orgullosos, generación tras generación, es de haber tenido nuestras raíces siempre bien profundas en Euskal Herria. En nuestra humildad, desde nuestra pequeñez frente a culturas gigantes o ejércitos presuntamente invencibles, hemos permanecido vivos en la historia. No es un consuelo, sino un hecho. Somos nación, derecho inalienable a organizar el presente, a diseñar el futuro, a ser uno mismo sin pedir permiso a nadie. Un recorrido extenuante y gratificante a la vez. Entrega, exilio, cárcel... Esa ha sido y es nuestra ética particular. Y no de quita y pon, precisamente.

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