Antonio Alvarez-Solís
Periodista

La verdadera democracia

La Catalunya nacionalista es una oferta honesta de libertad robusta y cierta así como de democracia sana, que se distingue por su dinamismo transformador.

Los sucesos de Catalunya están prolongando en España un agrio perfil social que se acentuó en los peores momentos del siglo XIX, centuria incapaz de elevar lo español a los planos más elementales de la modernidad política y económica burguesa que entonces alcanzaba su pleno vigor en los países sobresalientes de la Europa capitalista. Este fracaso de la modernidad en España –del que únicamente se libraron Catalunya y Euskadi– produjo en Madrid un rígido modelo político caracterizado por su inmovilidad «solemne» y su violencia ideológica. El mismo modelo que pervive actualmente, aunque con personalidades de menor estatura.

He dicho en repetidas ocasiones que España se había desgajado del racionalismo y la ilustración ya en el siglo XVIII, manteniendo un espíritu esencialmente retrógrado que impidió no sólo la aparición de una monarquía avanzada sino, algo después, el intento revitalizante de dos repúblicas que fueron destruidas manu militari. Ese espíritu castrante hacia su entorno y en su interior, cargado de furia reaccionaria y de poderes rígidos, es el que ahora ha reproducido, una vez más, el triste espectáculo de una supresión tempestuosa de la libertad, que no logró remontar la criminal sublevación militar de Franco.

La acción del gobierno Rajoy, impregnado de un posfranquismo muy elemental además por su cobardía y pobre lenguaje, ha sobrepasado en eficacia despótica incluso al neofascismo europeo, que de alguna forma es confrontado por un poder pseudoliberal que trata de controlar esos movimientos neofascistas con un autoritarismo revestido de una cierta máscara de fingimiento democrático. Por su parte la España de la histórica y cerril derecha ni siquiera ha usado esa máscara para proceder a la nueva represión de la libertad. Ha reprimido sin una sombra de sutilidad y ha echado mano de un áspero e inextinguible militarismo con el que ha doblado aún más la espalda de todas las instituciones para intensificar el tradicional y despótico vasallaje de las masas, amparado por la voluntad inmovilizadora de la Corona. La prueba de esto último está en que los más significados mensajes reales son emitidos por un monarca vestido de uniforme, con lo que disminuye la imagen civil de la primera magistratura del Estado y se sugiere, por el contrario, lo que puede hacer el poder llegado el caso en que la situación de desasosiego demande razonablemente otros caminos políticos.

Ante este panorama las fuerzas progresistas españolas, escasas y desorganizadas, conminadas ante un paisaje carcelario y un aparato judicial simplemente ejecutivo, han renunciado a cumplir los dos deberes que son esenciales para conducir España a la libertad y asistir a la ciudadanía en el deber de instaurar la soberanía que a tal libertad corresponde. De ambas cosas hay que hablar con toda la energía y acuidad posibles ante la tiranía existente, que va a ser protegida decididamente por instituciones y leyes de las que Bruselas –la Bruselas de las pequeñas naciones, incluso– es severamente connivente. De cara a una posible y honesta democracia hay que tener en cuenta que Europa es una finca de poderes apócrifos en cuyo interior Estados pretendidamente maduros, como Alemania y Francia, por ejemplo, han resucitado un imperialismo irrisorio que les conduce al ejercicio de una competitividad obviamente generadora de una renovada voluntad de colonización que ahora está ejercida en el ámbito intraeuropeo. En ese tablero de ajedrez torpe España funciona como un simple peón que como otras piezas de su índole son sacrificadas con toda frivolidad llegado el caso. En Europa se ha apagado la luz de la vieja dignidad, lo que impide solicitar cualquier ayuda cuando un gobierno de segundo o tercer escalón pierde la brújula. Europa vive en un estado de excepción que en España funciona escandalosamente.

Leyendo como hice ya en artículo precedente “El retorno de la política” de Chantal Mouffe, cosa que recomiendo aunque esa lectura haya de hacerse con los guantes puestos, he dado con una página sobre la democracia que ahora está vigente y que ilumina de modo particular el problema español, sobre todo en esta hora de la tribulación catalana. «Se trata –escribe Mouffe– de la idea muy en boga de que la democracia consiste simplemente en un conjunto de procedimientos… De acuerdo con Kelsen el origen de la democracia parlamentaria no se halla en la posibilidad de llegar a la verdad a través de la discusión y la creación popular, sino más bien en la conciencia de que no hay verdad posible. Si la democracia liberal recurre a los partidos políticos, al Parlamento y a los instrumentos de la voluntad general es porque reconoce que nunca se logrará una homogeneidad sustancial. De esto concluye que hemos de renunciar a la democracia ‘ideal’ (o sea, a la democracia moral) en favor de la democracia ‘real’ (es decir, pragmática y utilitaria) y que una visión realista de la política debe concebir la democracia moderna tal como la define una cierta cantidad de procedimientos entre los cuales desempeñan un papel fundamental el Parlamento y los partidos», puros mecanismos del poder inalterable.

“Lasciatte ogni speranza”, como el Dante escribe a la puerta del infierno. Con esa frase en el frontis de mi reflexión sobre la democracia existente decía yo que había que leer con guantes a Chantal Mouffe, de ideario tan revuelto como sugestivo, cuando acude a Kelsen para dejarse caer por el resbaladizo sendero del liberalismo radical y epidérmico, hoy tan en boga, para recubrir la carencia de ética en el comportamiento político dominante, que declara como moral el simple método de justificar la ley como vida de otra ley también al margen del poder creador de las masas; el Kelsen de la teoría pura del derecho, esa gran escalera de leyes que funcionan como peldaño de otras leyes hasta constituir la legalidad en hija de si misma por partenogénesis; el Kelsen que resumió toda la moral en la estructura maciza y sucesiva de la ley dictada por el poderoso autor de la ley anterior… El Kelsen que nos condujo a Hitler ¡Ay esa Constitución del 78, como clave sectaria y definitiva! Tan áspera es la forma actual de las leyes y de su funcionamiento excluyente de otras normas racionales, que la misma Chantal Mouffe dice páginas después, dando un salto de acróbata sobre el cable de la razón kelseniana hoy tan del gusto de nuestros gobernantes a su vez tan excluyentes: «Es muy importante reconocer esas formas de exclusión por lo que son y la violencia que significan…, ya que la libertad (que combaten) únicamente se puede garantizar con ciudadanos de un Estado libre; ciudadanos de una comunidad cuyos miembros participen activamente en el gobierno».

Este debate que he resumido entre la ley rígida y la ley que nace de la libertad de un pueblo en la calle es el gran debate ante la cuestión catalana, librado entre los llamados soberanistas de patria única y los seres que se baten por ser ellos mismos, alzados ante un colonialismo del que debe hablarse con transparencia.

La Catalunya nacionalista es una oferta honesta de libertad robusta y cierta así como de democracia sana, que se distingue por su dinamismo transformador. Todo eso es lo que teme no sólo una España saturada de medievalismo sino una Europa con un este y un sur que empiezan a despertar –sus salarios, por ejemplo, son africanos y sus servicios sociales, inexistentes– entre la pobreza y la explotación de que es objeto. Catalunya es una reserva de modernidad y un camino que llevaría a una organización social progresista. Esta realidad es la que me lleva una vez más a confiar en la unidad de los partidos separatistas a fin de alcanzar el primer escalón para ensayar otros progresos que necesitan la previa obtención de la soberanía. España es, en tal sentido, una tuerca que aprieta cínicamente Bruselas.

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